Verano. Libros porque sí

Lecturas veraniegas de Kundera, babosas y saltamontes en Teruel y una lección de vida: cortarse el flequillo nunca es buena idea.
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Prefacio. En una entrevista que le hizo Daniel Gascón, Eliot Weinberger recomendaba leer su libro de ensayos no linealmente, sino “abrir el libro al azar, leer un ensayo, dormirse y tener un sueño maravilloso.” 

Un Saroyan para cada verano. No hay verano sin libro de Saroyan como no hay verano sin despioje –este verano, el despioje no fue a ninguno de mis hijos, en nuestra casa estábamos entretenidísimos con la tiña que nos contagió el gato rescatado y que hemos ido esparciendo espora a espora entre nosotros, sin que salga del núcleo familiar, de momento–. Mi Saroyan ha sido Me llamo Aram, que es como se llamó su hijo, también escritor, poeta, Aram Saroyan, autor también de dos libros durísimos –según escribió Manuel Hidalgo– sobre su padre (era exigente, trataba mal a la familia, etc.), que no he leído. Un amigo, en cambio, me dijo que había leído un libro hermoso de Aram sobre su padre. Bueno, también una vez di a leer el texto “Él y yo” de Natalia Ginzburg y allí donde yo veía una especie de comprensión de las diferencias, una chica vio infelicidad. Cada uno lee a su modo, ya se sabe, que leer no es tanto ver el alma de otro como la propia. En fin, disfruté mucho de mi Saroyan del verano, tan lejano me parece ahora. Es el primer libro de Saroya y son relatos. Hay algo inocente en muchos de ellos y casi todos hablan de armenios o hijos de armenios viviendo en Fresno, California. En el primer cuento, el primo del prota va a buscarlo una noche con un caballo robado. Son dos chavales y pensé que le gustaría a mi hija mayor, que me dijo que era un rollo, un rollo total. 

Volver a los clásicos. En El telón. Ensayo en siete partes, Milan Kundera (1929-2023) escribe: “el alcance existencial de un fenómeno social no es perceptible con mayor acuidad en el momento de su expansión, sino en sus comienzos, cuando es incomparablemente más frágil de lo que será en el futuro” –confieso que me gusta mucho la exposición formulística del asunto, que me lleva a la paradoja matemática de la nostalgia, formulada en su novela La ignorancia–. Lo que dice Kundera es que los fenómenos sociales (coches, burocracia, según los ejemplos a los que recurre él) se perciben más al principio, antes de la instalación y la explosión. Es decir, nadie se queja del turismo cuando ya es masivo. Por eso protesto yo los primeros días de mi estancia en los pueblos de Teruel, antes de que la cosa se cronifique, cuando aún creo que puedo hacer algo por escapar. O sea que luego irá a más aunque yo me haya escandalizado antes. Esa clarividencia un poco aguafiestas la tienen muchos de los ensayos sobre literatura y mercado de Dubravka Ugrešić de Gracias por no leer: si pudiera hacer una ouija con ella solo le diría “todo ha ido a más”. También en El telón leo a Kundera citando a Goethe: “De joven eres fuerte en grupo; de viejo, en soledad”. Lo veo en mi hija mayor y sus amigas del pueblo, todas tan apabullantes juntas. Una estampa muy tierna: ellas bailando en la peña, los primos mirando por la ventana. 

Saltamontes y babosas. En el paseíllo desde Torla hacia las pozas del Molino encontramos varias babosas negras. Daban un poco de pena, si no me dieran tanto asco les habría ayudado a cruzar el camino, que era lo que me parecía que estaban haciendo. Otra tarde, después de una tormenta, la amiga de mi hija recogió tres caracoles, dos gorditos y uno más pequeño, que luego liberamos en un jardín –mi abuela llama raso al jardín de su casa, en la que ya no está la higuera y la parra da uvas–. De la casa de mis padres me traje un libro que reúne dos cuentos de Ana María Matute, aunque eso solo lo sabes cuando lo abres, porque el libro lleva el título del primero: El saltamontes verde; el otro cuento se llama “El aprendiz”, y es un relato con moraleja sobre un avaricioso que se da cuenta de que el dinero no es lo importante, etc. Me gusta más el primero, que es deliberadamente triste. El protagonista es Yungo, “un huérfano adoptado por la granjera. Lo recogió siendo muy pequeño, pues sus padres se ahogaron en el río cuando empezaba el deshielo, y la corriente se desbordó”. El cuento es bonito y triste, pero me quedé encandilada en un parrafillo –del que hice foto que envié a algunas personas–. El parrafillo: “Era el principio de la primavera, y Yungo buscaba todavía el sol de la tapia. Hacía un vientecillo frío, y en el suelo, lleno de barro, había grandes charcas, en cuyo fondo resplandecían ramitas verdes como extraños y diminutos naufragados. Yungo solía asomarse a aquellas charcas, y con los ojos entrecerrados contemplaba el fondo. El sol se volvía allí dentro de una misteriosa luz color esmeralda, y al cabo de un rato de mirarlo, Yungo creía estar sumergido en el fondo de la charca, y pensaba que tal vez el fondo del mar, que nunca viera, sería parecido a aquello”. La combinación de ligereza y destino trágico me parece fascinante. La cosa es que la misma noche que acabé ese cuento había un saltamontes verde en el cabecero de la cama donde estaba acostada. 

Posfacio. Cortarse flequillo nunca es buena idea, nunca nadie se arrepiente de no habérselo hecho, mientras que al revés… en fin. Esto no lo puedo ligar con ningún libro de momento. 


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