Escribe el romántico Friedrich Schlegel:
“Verdaderamente, os moriríais de angustia si, como exigís, el mundo en su totalidad se volviera realmente comprensible. Y, además, ¿acaso no se formó este mismo mundo, mediante la inteligencia y la comprensión, de la incomprensibilidad y el caos?”
Con estas palabras de 1800, Schlegel defiende un nuevo tipo de ensayo, que se haría cargo de las regiones de sombra de nuestro universo. Esta nueva manera de pensar, justifica Schlegel, debería dejar espacio para la incomprensibilidad o (con perdón) la Unverständlichkeit en el campo del pensamiento. A tal efecto, los románticos de Jena defendieron la ironía y el símbolo en ámbitos diferentes de la creación, con el propósito de desafiar la luminosidad total, para ellos superficial y antipática, ambicionada por la Ilustración. Yo creo que, un siglo y pico después, Walter Benjamin fue un buen discípulo de los de Jena y, en cierto modo, un epígono de aquel nuevo tipo de ensayo anti cartesiano. Realmente aún no se ha inventado un nombre para los singularísimos textos de Benjamin. Están llenos de saltos bruscos, insinuaciones, ambigüedades, hasta collage, y emociones fuertes suscitadas por unas sentencias tremendas, hoy célebres, que surgen como del caos primigenio al que se refería en el anterior pasaje el pequeño de los hermanos Schlegel.
Entre los títulos de Benjamin, mi favorito es El narrador. Se trata de un ensayo escrito en 1936 y publicado en el 37, en la revista Orient und Occident. De hecho, en este el nivel de incomprensibilidad, casi programática en Benjamin, alcanza sus alturas más bajas. Esta “marca de la casa” continúa presente, no obstante, en El narrador, aunque en su justa medida: otorga al conjunto de las páginas un aire de poesía o mito, de misterio. En fin, Benjamin es Benjamin. Yo supongo que, hasta los detractores más acerbos de este heterodoxo (un poco rabino y un poco marxista, un poco académico y un poco poeta) deben de reconocer que El narrador es una pieza lograda e interesante de la filosofía alemana de entreguerras. Por otro lado, hoy, los exégetas y seguidores del escritor cuentan con Los ensayos sobre El narrador, a cargo de Samuel Titan para Pre-Textos. Estos últimos, los fans, que no son pocos, podrán comprobar gracias a esta edición que el tema del contador de historias venía de lejos en Benjamin. El alemán escribió sobre esta figura durante unos diez años. De acuerdo, pero, ¿en qué consiste realmente semejante tema o semejante figura?
Leskov como ocasión
El subtítulo del artículo en cuestión es: Reflexiones sobre la obra de Nikolái Leskov. Los ensayos de tipo literario más apreciados de Benjamin versan sobre las obras de las más grandes luminarias de la modernidad, como Kafka, Proust, Baudelaire o Goethe… salvo en este preciso caso. Yo creo que no metemos la pata si afirmamos tajantemente que el ruso Leskov (1831-1895), conocido entre nosotros por el relato Lady Macbeth de Mtsensk, no está en la liga de los otros cuatro autores.
Realmente Leskov es a El narrador lo que Constantin Guys a El pintor de la vida moderna, de Baudelaire. Es decir, aunque los textos son una serie de reflexiones en torno a la obra de un creador particular, hoy los leemos como títulos independientes.
Leskov se presenta para Benjamin como una mera ocasión, un resorte disparador, para disertar sobre un asunto asociado a aquel. El tema del trabajo es, más bien, la modernidad. Es decir, esa cultura que ha ido surgiendo en Occidente en los últimos siglos, quizá desde la invención de la imprenta y la pólvora, y que ha ido creciendo y creciendo y que se ha convertido en la única realidad en 1936 y 1937 y, quizá, en 2024 y 2025. Leskov interesa por lo que representa; encarna el papel de John Wayne en el western El hombre que mató a Liberty Valance. Es decir, es una figura premoderna, crepuscular. Así comienza Benjamin: “El narrador, por familiar que nos resulte el nombre, no tiene para nosotros una presencia viva y activa. Está ya lejos y se va alejando cada vez más”.
Escritos del autor anteriores a este, como “Johann Peter Hebel”, otro sobre Döblin y su novela joyceana Berlín Alexanderplatz, “El arte de narrar” o “Experiencia y pobreza”, reunidos en la nueva edición, dan perfecta cuenta de que esta evolución histórica, este progresivo alejamiento de la figura en cuestión, interesó a Benjamin en el curso de, como ya dijimos, un lapso no breve de su vida.
Titan rescata para nosotros hasta 19 textos breves, clara y genealógicamente relacionados, junto con el que nos ocupa. De una manera u otra, en todos estos escritos aparece el (con perdón) Erzähler, es decir, el narrador, ese pájaro dodo de la historia cultural de Occidente. O sea, aquí Benjamin describe una transformación de toda la cultura europea, en 1900, prestando atención al valor concedido a las historias ficticias y a quienes, como Leskov, las cuentan, y a los que las escuchan.
Un texto mellizo
El narrador es un texto mellizo del no menos célebre La obra de arte en su época de la reproductibilidad técnica, del mismo autor, donde también se nos coloca en un período anfibio, entre el fin y el nuevo comienzo, entre el crepúsculo y el alborear de una inédita cultura de masas.
En sus líneas principales, ambos textos de Benjamin proceden, me parece, de la estética hegeliana. La experiencia subjetiva del arte y la poesía no juegan un papel relevante en estos dos estudios del arte y la poesía; más bien, es la historicidad de las obras en sí la que acapara toda la atención del autor. En Benjamin, como en el Heidegger de El origen de la obra de arte o en el Ortega y Gasset tratadista de la deshumanización del arte, la cuestión de lo bello y lo sublime no suscita un gran interés. Y sí lo hace, en cambio, la obra, el producto del arte, entendido como expresión de un período, de una época, del espíritu humano. En este sentido, estos tres colosos del siglo XX dialogan sobre todo con la Estética de Hegel.
En La obra de arte, merced a la fotografía y al cine, modos de expresión emergentes en los años 20 y 30, tenemos que se ha perdido la distinción entre lo auténtico y lo inauténtico. El óleo auténtico, la escultura auténtica procedían de una operación ritual y contaban con un aura, “un aquí y ahora” que hacía de la obra una presencia inagotable. En todo caso, en La obra de arte, las potencialidades de la modernidad, es decir, del arte del futuro, ocupan un lugar mayor que las del pasado. Extinguido el arte del aura, parece decir, pasemos al arte del shock… En cambio, en El narrador pesa más, me parece, el sentido del crepúsculo y, quizá, la nostalgia. En suma, Benjamin abunda más en el dodo literario, que en las nuevas especies (ya veremos cuáles son), tras la extinción gradual de los Leskov. Por el momento, digamos que la tesitura crepúsculo/alba entre La obra de arte y El narrador es similar. Simplemente, tratan dos expresiones artísticas diferentes. En verdad, son dos textos complementarios.
Además, de la misma manera que el arte aurático en aquel texto mellizo, en El narrador la actividad de narrar, es decir, la práctica de contar historias con personajes reales o fabulosos como protagonistas de peripecias significativas, es una actividad secularizada. Según Benjamin, también procede de un culto religioso. Acaso el primer narrador fue un sacerdote, un chamán, un rabino. Como en La obra de arte, además, la modernidad benjaminiana surge gracias a la aparición de una máquina. Esta máquina es la imprenta, que crea la novela y un nuevo modo de leer (capítulo V). Desde luego, Benjamin está muy atento a los medios de producción.
Ambos temas, esto es, la teología secularizada y los medios de producción (los productos del artesano, del industrial, del comerciante) que modifican la historia, forman parte del universo filosófico de este curioso autor. De modo que aquí, en el dominio literario, también tenemos una “reproductibilidad técnica”. La novela, su escritor y su lector, aparecen gracias a Gutenberg, antes que a Cervantes.
Como su contemporáneo Carl Schmitt, Benjamin es un pensador de oposiciones. Esta suerte de judo dialéctico nunca se llega a resolver, en el curso de su argumentación (o lo que sea que hace). En Benjamin, mucho de lo que se afirma se postula contra. Esta oposición de figuras atraviesa los 19 capítulos de El narrador con diversas variaciones, modulaciones, variantes.
El narrador vs el novelista
El narrador, es decir, Leskov (aunque Benjamin también piensa en otros ejemplos, como Kipling, Hebel, Poe o Stevenson), concibe sus historias como un enriquecimiento de la experiencia. La fabula del narrador aumenta nuestros horizontes. Alimenta nuestras capacidades prácticas. Tiene un fundamento ético. En los antípodas del ideario del “arte por el arte” del siglo XIX, el narrar de Benjamin comporta una sabiduría de la vida y tiene una clara utilidad; vincula estética y moral.
Como hizo Cicerón con la elocuencia retórica, Benjamin coloca al narrador en el centro neurálgico de la vida activa. De hecho, el campo genuino del contador de historias es el oral, no el escrito. O sea, Leskov plasmó en libros impresos una actividad que no es necesariamente libresca, sino hablada. ¿Cuándo aparece la narración, propiamente hablando? En los albores de la humanidad, se entiende. Benjamin no nos informa abiertamente al respecto.
El narrador, se nos va explicando, apareció mientras existía el tedio (“el aburrimiento es el pájaro soñado que incuba el huevo de la experiencia”, sentencia muy benjaminiana, aquí presente, que se pulió y repulió con los años). El contador de historias premoderno benjaminiano operaba en una edad, en una época del espíritu, en la que no se exigían tantos pormenores causales de cada acontecimiento. En el eón, de extensión difusa, en el que operó el narrador en Europa, este compartía su tiempo con el artesano, con el agricultor, con el teólogo y con el cronista. Algo de todos sus vecinos tiene este cuasi mítico narrador. Y frente a todas estas figuras, ¿cuál es la oposición? Benjamin mira en torno, en su propio tiempo: ahí tenemos al periodista moderno, que persigue un mundo sin tedio y vive en tensión continua; ahí vemos al historiador moderno, que pretende explicarlo todo; y, en especial, ahí tenemos al novelista, modernísimo, claro.
Si el narrador benjaminiano es el John Wayne, es decir, el vaquero Tom Doniphon, en el mencionado film del Oeste de John Ford, el novelista es aquí James Stewart, el senador Ransome Stoddard de la ficción. En El hombre que mató a Liberty Valance, tras la extinción del “Far West” y la llegada del ferrocarril, el senador de los Estados Unidos domina la nueva escena, se impone en los códigos de la civilización. El personaje de John Wayne es lo que decía Hegel de la belleza, “un algo del pasado” (ein Vergangenes). ¿Ocurre lo mismo con el narrador de El narrador?
Hay que decir que (como en Ideas sobre la novela, de Ortega), para Benjamin, en el fondo, la labor mítica, arcaica, del narrador pervive en el género literario del relato breve, en el cuento (cap. XVI), mientras que la novela se dedica a otra cosa. Novela y cuento son diferentes, no por la extensión de sus relatos. La epopeya, canto oral, tampoco tiene nada que ver con la novela. Estos géneros sobreviven, pero con la marca del pasado. Stevenson es un atavismo. Pero, entonces, ¿a qué se dedica el dichoso, modernísimo, novelista? ¿No nos cuenta cosas sobre personas, acaso?
Como se dijo, en La obra de arte existía, me parece, un mayor balance entre el análisis del crepúsculo y el del alborear; aquí me resulta mucho más descompensado. Es decir, en El narrador, Benjamin se detiene mucho en los Doniphon-Leskov, pero no tanto en los Stoddard, a quienes pertenece la modernidad y el futuro. Es algo también muy marca de la casa benjaminiana. El autor nos tiene acostumbrados a un cierto desdén (a veces elegante y olímpico, otras veces desmoralizador, irritante) con las categorías que él mismo propone, en sus ristras de oposiciones.
Sobre todo (también en la línea de Ortega), según Benjamin, la novela es una expresión del sujeto, de la subjetividad. Es el producto de la modernidad. Cervantes, ergo Descartes. Leamos a Benjamin en el capítulo XV: “Quien escucha un relato está en compañía del narrador; incluso quien lee participa de esa compañía. Pero el lector de una novela está solo. Lo está más que cualquier otro lector”.
En resumen, si en el libro de cuentos de Leskov queda aún algo de esa oralidad, esto no ocurre con el libro genuinamente moderno, escrito por un individuo para otros individuos. La novelística moderna es para Benjamin una suerte de casa de citas para tímidos solitarios. Leamos: “Así pues, la novela no es importante porque nos presente un destino ajeno que posee un carácter aleccionador, sino porque ese destino ajeno, debido a la llama que lo consume, nos da el calor que nunca nos aportaría a nuestro propio destino”.
Si reunimos el conjunto de consideraciones de Benjamin en este escrito sobre el novelista (al fin y al cabo, la “categoría alter ego” en El narrador) yo creo que podemos componer una figura bien pintoresca. ¿Lo intentamos?
Recapitulemos: según el filósofo, el novelista es un sujeto que escribe para sujetos, individuos (mónadas emocionales y éticas), que están relativamente muy informados, que carecen por tanto de calma ambiente… y que necesitan explicaciones causales de todo (contexto de los hechos y psicología de los personajes agentes)… y que no pretende aleccionar (como Leskov)… sino, en cambio, ofrecer una suerte de calor moral que “nunca nos aportaría nuestro propio destino”.
Mmmmm… ¿Le convence, lector? ¿Está claro? ¿No? Pues, en fin, esto es Benjamin… ¡No pretenda cambiar al viejo zorro! Desde luego, él, discípulo de Hegel, pero también de Friedrich Schlegel (aquel apóstol de la Unverständlichkeit, con perdón por última vez), es decir, nuestro Benjamin, probablemente sí que habría muerto de angustia si hubiera tenido que dejarlo todo claro y distinto bajo la luz de la razón en sus escritos. Los mismos ensayos de Benjamin parecen obra de su mítico narrador, que nos cuenta un cuento y nos revela cosas, pero nos deja también un poco confundidos. Un chispazo en la oscuridad.