La corrupción no solo lubrica los engranes del gobierno; también actúa como un ácido que los corroe y estropea: los servicios (como el agua potable) no llegan a los ciudadanos y los programas sociales (como las becas escolares o los tratamientos contra el cáncer) no acaban en manos de quienes los necesitan. Por lo tanto, la corrupción estanca. Nos impide resolver los problemas de México. Por culpa de los desvíos, hay menos dinero público para aminorar la desigualdad económica, promover los derechos de las mujeres y las minorías, combatir la violencia y la inseguridad. La corrupción nos vuelve una nación inútil. Peor todavía, debido a que su práctica constituye un abuso de poder, representa el incumplimiento deliberado de una cláusula importante de nuestro contrato social.
Ni la cultura ni la historia sirven de coartada. Se puede revisar el pasado para diagnosticar cuándo la corrupción se extendió hasta que dejó de ser parte del sistema y se volvió el sistema político mexicano, como advirtió Gabriel Zaid hace más de treinta años. Es útil el recuento de promesas incumplidas, omisiones intencionales y oportunidades desaprovechadas porque expone la longevidad y la gravedad del problema. Pero el pasado, usado como excusa, es consuelo de tontos y remedio de nada. Por el contrario, si en algo coinciden distintas generaciones de mexicanos es en las soluciones: genuina transparencia, investigaciones independientes, un periodismo que reciba el apoyo, la protección y el reconocimiento de la sociedad. Todas son maneras de afirmar que, si nuestros re- presentantes abusan del poder que les concedemos, entonces no queda más que confiar en el principio de la división de poderes y recobrar, como ciudadanos, una parte de ese poder.