Aunque no entendamos nada

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Le oí decir en televisión al crítico Javier Aparicio Maydeu que en realidad Ulises de Joyce no es —como quiere el tópico— un libro infumable e ilegible, sino una gran broma —tal como dijo en su momento su autor—, una forma de dar trabajo a los futuros estudiosos de su obra. Quería con estas palabras Aparicio Maydeu desmentir todos esos prejuicios, temores y frases hechas que se han generado en torno al emblemático libro de Joyce. "Una obra maestra el Ulises, pero yo no he podido pasar de la primera página", es uno de los comentarios más habituales. Aparicio Maydeu trató de salir al paso de este tópico y explicar que no hay por qué temer a esa obra y que no es cierto que esté sólo escrita para lectores muy cultivados. Y es que si seguimos así, a este paso no nos atreveremos a leer ya nada que sea mínimamente inteligente.
     ¿Incomprensible el Ulises? Ni siquiera lo fue en el momento de su aparición, aunque, como todas las obras innovadoras, en su momento extrañó, rompió los hábitos de la percepción y volvió nuevo lo viejo. A mí en literatura sólo lo que me sorprende me interesa, diría que sólo me atrae lo que no acabo de entender de entrada. John Cage, hablando de sus lecturas infantiles, decía que tenía un sistema muy simple de saber qué le gustaba y qué no: le gustaba lo que no entendía. Si lo entendía, lo abandonaba desilusionado. Yo creo que vamos perdiendo el gusto por aventurarnos en lo incomprensible, por aventurarnos en todo aquello que nos resulta desconcertante, diferente, disidente, extraño, extranjero, excéntrico. "Los libros que amamos parecen escritos en una lengua extranjera", decía Proust. "Nada más cierto", dice César Aira. Y añade: "Todo escritor va hacia la claridad perfecta, pero el camino es un rodeo por lo incomprensible. Si va a lo claro por el camino de lo claro, suele quedarse en lo obvio, que es la forma más derrotista de la melancolía en literatura. El escritor hace un largo paseo por las sombras antes de llegar a la luz".
     Los primeros críticos de Ulises no entendieron nada, pero en lugar de intentar bucear en las profundidades del innovador y atrevido texto escrito en una lengua extranjera confundieron la novela con un episodio de la vida real, y objetaron que era demasiado fluida o demasiado caótica. Ni se esforzaron ni se atrevieron a entender lo que parecía incomprensible y sembraron esa semilla de "libro incomprensible o ilegible" que perdura absurdamente todavía en nuestros días. Por eso me parece saludable que llegue ahora hasta nosotros, dentro de un atractivo volumen de la editorial Bitzoc, Críticas ejemplares, el mítico texto de Edmund Wilson que en su momento exploró con singular audacia e inteligencia la novela de Joyce y la acercó al lector medio a través de una crítica sólidamente vinculada a la brillante tradición crítica anglosajona: ese tipo de ensayo o crítica literaria en las antípodas de esa jerga feroz y cabalística que se extiende en nuestros días por las universidades que rinden tributo a la deconstrucción. Wilson acercó Ulises al lector pertrechado tan sólo con el bagaje elemental del buen gusto, de las lecturas minuciosas y detenidas y de la clásica intención de conducir al lector por un paseo de sombras que ha de llevarle a la luz. Wilson se inscribe en una sensata tradición, brillante y reacia a toda impostura terminológica, reacia a ese tipo de crítica oscura e impostora que tanto recuerda a la pérfida lengua tecnocrática de los economistas, ese lenguaje que funciona —como dice Piglia— como un elemento de encubrimiento muy notable. Precisamente fue el propio Joyce quien dijo en su momento: "Ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos de conversación".
     Dice Wilson que, a pesar de sus dimensiones, Ulises no es más que —maravillosa, por cierto, la manera de Wilson de "cambiar de conversación"— la historia de un pequeño pero significativo cambio en las relaciones de una pareja —por ahí pienso que está emparentada con Uniones de Musil—, como resultado de la incidencia que tiene en su hogar la personalidad de un joven a quien apenas conocen. Es decir: todo en la novela de Joyce se desarrolla desde el punto de vista del incidente trivial, tal como sucedía ya, nos dice Wilson, en "Los muertos", el mejor de los cuentos de Dublineses, el volumen de relatos de Joyce que muchos críticos analfabetos insisten siempre en poner por encima de Ulises cuando en realidad están estrechamente comunicados ambos libros. Es sólo que, a primera vista, Dublineses parece más abarcable, comprensible.
     Yo recuerdo que en mi adolescencia, cuando comencé a interesarme por el arte, sólo me sentía atraído por lo incomprensible. En cine, por ejemplo —un arte que me interesó antes que el literario—, me perturbaron con notable intensidad películas como El año pasado en Mariembad de Alain Resnais, que vi unas veinte veces en dos meses inolvidables de mi vida. Por la tarde, a la salida del colegio, remontaba el Paseo de Gracia hacia el cine Savoy y veía por enésima vez la película misteriosa de Resnais tratando, sin lograrlo nunca, de entenderla. La fascinación y estupor que no entenderla producían en mí hoy casi me parecen cómicas. Lo cierto es que, por ejemplo, yo presenciaba esa escena en el jardín francés en el que los personajes están cinco minutos sin decirse nada hasta que de pronto uno de ellos dice: "Mariembad". Sólo dice eso y pasan cinco minutos más hasta que otro personaje le contesta: "Mariembad".
     Yo no entendía nada, pero me decía que tenía que entenderlo, que allí debía estar la profunda verdad del arte. Yo creo que nunca he sido tan feliz como en aquellas incursiones en el Savoy en las que intuía algo que luego ha sido la luz que me ha guiado en las tinieblas y en la dura lucha por la creación, por la innovación: entender puede ser algo absolutamente terrible. Y no entender lo más cercano a la vida, no entender obliga al lector a crear, es decir, le abre la puerta de la tolerancia, en definitiva de la comprensión, que es lo más civilizado y espiritual que existe en la lectura, en el arte. Aunque no entendamos nada. –

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