En mayo de 1987 yo era un adolescente, vivía en Toluca, en casa de mi madre, y fui con ella y mis hermanos al Museo de Antropología en la ciudad de México.
No recuerdo nada de lo que vimos. En la tienda del museo vendían el más nuevo ejemplar de la revista El Cuento: tomo XVI, año XXIII, número 102. Yo no sabía nada de ella (ni de la obra de su fundador, Edmundo Valadés), pero para quererla me bastaron su nombre y su lema: Revista de Imaginación. Mi madre pagó los 1,250 pesos de entonces que costaba el ejemplar y yo pasé el resto del día, y probablemente de la semana, con la cara metida entre las páginas. Era una colección riquísima de narraciones de todo tipo, escritas por hombres y mujeres de dos siglos y tres continentes. Allí leí por primera vez a Felisberto Hernández, Ernest Hemingway, Cesare Pavese, Donald Barthelme, E. M. Forster y Joseph Heller. Allí supe de narradores que solo volvería a encontrar hasta décadas más tarde, como Beatriz Graf o Albert Samain, y de otros que jamás he vuelto a ver, como Marisol Martín del Campo o el húngaro Szakonyi Károly. Allí volví a leer a Yukio Mishima (años antes, en casa me habían confiscado su Confesiones de una máscara por considerar que era libro “indecente”).
Y en las numerosas ficciones brevísimas insertas entre los cuentos, en los espacios que otra revista habría reservado para ilustraciones o anuncios, leí a Heródoto y a Michaux; más todavía, leí a escritores mexicanos vivos –uno que aprendía en la escuela que la literatura era asunto de extranjeros, o de muertos– e incluso a aspirantes a escritor, inscritos en el concurso de minificción que la revista mantenía siempre abierto. Yo mismo no participé jamás: la timidez me ganó, pero en aquel número –y en los otros que busqué y conseguí después– pude leer los intentos, los fracasos, los éxitos ocasionales, de personas que más tarde llegué incluso a conocer. Soy amigo todavía de una o dos entre ellas.
Leer El Cuento no solo procuraba una dosis concentrada, pura, de historias: también permitía enlazar la narrativa más famosa, más elevada y remota, con la vida simple de su lector.
No cuento esta anécdota porque sea importante en sí misma sino porque puede ser útil: puede servir para recordar el valor de la revista fundada por Valadés y su posición única para, al menos, una generación de lectores.
Ahora, en la segunda década del siglo XXI, habrá quienes digan que una publicación antológica como El Cuento es obsoleta. No solo están los detractores del cuento como género y de la ficción misma como práctica válida de escritura: se debe agregar a quienes observan que internet es un archivo mucho más vasto y accesible que cualquier revista. Esto último es cierto. Un lector aficionado a prácticamente cualquier género literario, a cualquier vertiente por especializada u oscura que sea, puede encontrar suficientes textos gratuitos en formato digital para no leer nada más durante toda su vida. Si no le molesta pagar por lo que lee, o recurrir a la piratería, tiene aún más opciones. Pensando solo en el cuento, incontables narraciones clásicas (o meramente antiguas) son tan accesibles como las escritas ayer en el blog de alguien.
Y la propia figura del editor antologista –como lo fue Valadés en El Cuento y en El libro de la imaginación (1976), la colección de narraciones brevísimas que se puede leer como un complemento de su revista– podría considerarse igualmente obsoleta. Si se quiere una guía, millones de “curadores”, casi siempre aficionados y sin salario alguno, pasan buena parte de su tiempo en línea excavando, seleccionando, recomendando obras de todo tipo.
Sin embargo, el tamaño inabarcable de la red nos abruma y nos vuelve insensibles a su abundancia. Aun si nos interesa algo más que los memes o las noticias sensacionales del día, los más de nosotros reaccionamos a la oferta incesante de enlaces como a un gesto de cortesía o cordialidad al que se puede corresponder de manera igualmente superficial. Si el texto, la pieza musical, el video, requiere de más tiempo que el de un vistazo, la respuesta habitual es agradecer su aparición (poner “Me gusta” en la publicación correspondiente, digamos) y olvidarlo. En lugar de adentrarnos en la red para “cultivarnos” con la suma de la memoria humana, como soñaban algunos de sus promotores hace apenas quince o veinte años, nos gana la pereza: la certidumbre (errada) de que cualquier cosa que nos llame hoy la atención estará disponible mañana. ¿Para qué esforzarse en leerla ahora? ¿Para qué preocuparse siquiera en recordar su título, o cómo encontrarla otra vez?
Una publicación como El Cuento, descendiente de las grandes revistas literarias de los siglos XIX y XX, puede ser en efecto un artefacto de otro tiempo. Pero también lo es, quizá, la avidez de los lectores a los que estaba destinada. La “satisfacción instantánea” que ofrecen los medios modernos era impensable: las librerías eran tan frustrantes como ahora, las librerías igual de lejanas. Ya sabemos que en México, como en el resto de los países a los que llegó el trabajo de Valadés, los lectores constantes son siempre una minoría. Pero ninguno de nosotros, durante los años que duró la revista, tenía muchas opciones más para encontrar lecturas que le interesaran en dosis tan concentradas, reunidas con un criterio editorial que privilegiaba la calidad literaria por encima de cualquier otra consideración y –esto es muy importante– ofrecidas con una postura totalmente opuesta al elitismo de la mayor parte de la “alta cultura” nacional: reunidas para todo aquel que deseara disfrutarlas y aprender de ellas.
Aficionados a la revista hicieron un acopio en internet de todas las minificciones publicadas en ella (minisdelcuento.wordpress.com); a este proyecto, realizado con el ánimo desinteresado y utópico de mucho de lo mejor que hay en la red, se agregó en febrero de este año el archivo completo de El Cuento (elcuentorevistadeimaginacion.org), disponible para descargar y leer en línea de forma gratuita. Supervisado por el narrador mexicano Agustín Monsreal –que colaboró en la dirección de la revista en su última etapa, tras la muerte de Valadés–, el proyecto contiene 6,668 cuentos, incluyendo los que leí en 1987. Me encantaría estar equivocado y que esas narraciones encontraran muchos lectores nuevos hoy. ~
(1970) es autor de Cartas para Lluvia, Los atacantes, La torre y el jardín, Los esclavos y Gente del mundo, entre otros. Por su libro Manda fuego (2013) ganó el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para obra publicada.