La reinvención parricida de Luis Miguel

Un alegato que contradice la percepción que la serie dedicada a la vida del cantante mexicano es una telenovela.
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Ahora que el polvo se ha asentado y la conversación alrededor de Luis Miguel: La serie ha bajado de decibeles, es tiempo de platicar acerca de la serie con más calmita. Mientras los episodios transcurrían, semana con semana, pude percibir una constante machacona en la discusión en torno a Luis Miguel: La serie. Surgía una y otra vez, en varias instancias y con distinta potencia. El argumento en cuestión era simple: se limitaba a descalificar a la serie por ser una telenovela[1].

Es un argumento raro en un país donde una parte importante de las producciones audiovisuales son, precisamente, telenovelas[2]. Incluso ahora, en pleno auge de la serie televisiva, los canales de la televisión mexicana abierta —y también de la cerrada— no dejan de producir telenovelas. Siguen ahí, ocupando la mitad de la barra de la tarde y la noche, levantando espectaculares en medio de la Ciudad de México, atrayendo aún a millones de televidentes.

El argumento es paupérrimo por donde se le vea —acaso porque no es un argumento, sino apenas una adjetivación huevona—. Luis Miguel: La serie no es una telenovela. No solo porque desde su título se proclame como serie, sino por un montón de razones. Hay varios ejes que definen a las telenovelas como tales en términos formales y técnicos[3]. Un recuento de algunas características de formato es ilustrativo al respecto: una telenovela se transmite cinco veces a la semana, de lunes a viernes, con episodios de alrededor de 45 minutos netos, interrumpidos por comerciales, durante un periodo mínimo de seis meses pero que puede alcanzar el año o más, según su éxito. (Rebelde, por ejemplo, duró de octubre de 2012 hasta enero de 2014, año y tres meses, y terminó con una salvajada de 440 capítulos).

La primera temporada de Luis Miguel tuvo trece capítulos —un número común en las series norteamericanas[4]—, sin comerciales (al menos en Netflix, donde la vimos en México: en Estados Unidos, donde apareció en Telemundo, sí apareció con cortes), con una duración de más de cincuenta minutos, emitidos una vez a la semana durante trece semanas. Aunque todavía no se conoce cuántas temporadas habrá en total —todo indica que existirá, al menos, una segunda—, es poco probable que Luis Miguel alcance una cantidad de episodios siquiera remotamente similar a la de una telenovela promedio. En ese sentido, pues, el adjetivo «telenovela» se resquebraja: Luis Miguel se parece muy poco a eso.

No es la única forma en que esa descripción se cae. Existen, por supuesto, telenovelas que, pese a su apego al formato de la serie, siguen siendo telenovelas por otras razones: Grey’s Anatomy es una de ellas. Pero Luis Miguel tampoco se parece a esas otras telenovelas. Las telenovelas, casi por definición, son melodramas: tienen muchos personajes; la mayoría de ellos no presentan una caracterización muy fina o detallada; la emoción se privilegia sobre la trama —no en vano pocos recordamos las tramas de María la del Barrio o El privilegio de amar a detalle, porque lo que importa es el drama episodio tras episodio, no la progresión de la historia—; los personajes principales se dividen con claridad en malos y buenos, haciendo que la ambigüedad moral en protagonistas y antagonistas sea prácticamente inexistente —un ejemplo de esto sería la mencionada Grey’s Anatomy, e incluso, las primeras dos temporadas de Twin Peaks, que jamás han negado su pedigrí telenovelesco—

No solo eso: en las telenovelas, los actores se colocan sobre marcas en el set (rara vez en locaciones), filmadas por tres cámaras fijas que solo hacen ligeros movimientos y ocasionales close-ups —por eso es que rara vez se ven los pies de los actores, o el piso—; la música señala de forma evidente y hasta intrusiva las emociones —busquen cualquier escena cumbre de cualquier telenovela y notarán el subidón de la música: acordetazo, se le llama en la jerga televisiva—; además, las actuaciones son exageradas y se les subraya mediante acercamientos igual de grandilocuentes —es un lugar común, pero como lugar común es de los mejores: este delirante momento de Itatí Cantoral cumple todas las características señaladas—.

Es imposible encontrar en Luis Miguel un solo momento que case con esos rasgos de la telenovela. Donde en la telenovela prima la actuación grandilocuente, en Luis Miguel reina la interpretación realista; mientras la telenovela privilegia a la emoción por encima de la construcción del personaje y el rumbo de la trama —ambos en más de una ocasión son poco más que estereotipos—, Luis Miguel prefiere trabajar con personajes minuciosamente armados y un gran arco donde cada capítulo representa un paso en su desarrollo; cuando la telenovela graba en un set, con marcas en el suelo y cámaras para grabar sin interrupciones, Luis Miguel elige locaciones, una sola cámara, actores con libertad creativa, robustez y profundidad —entre los secundarios, hay que ver, por ejemplo, a César Bordón como Hugo López o a León Peraza como Andrés García, notables sin importar que no posean el mayor tiempo a cuadro—.

Es justo en el hecho de que Luis Miguel sea una serie a cabalidad que yo encuentro su mayor valor. Porque Luis Miguel acomete un género difícil, la biopic, con un aplomo y un tesón que ya quisieran los creadores de, no sé, Hitchcock. En primer lugar: Luis Miguel no solo cuenta la historia de Luis Miguel, a grado tal que de pronto parece que ni siquiera le importa tanto. Permítanme me corrijo: claro que eso es importante. Vaya: es el motor y razón principal de la existencia de la serie. Pero una vida interesante no garantiza una película o una serie interesante, y para comprobarlo bastará con echarle un ojo a Jobs o A Beautiful Mind. Para que una biopic —sea película o serie— funcione, hace falta una espina dorsal que la sostenga, y esa espina dorsal suele ser narrativa: más que una compilación de momentos cumbre (o bajos, según sea el caso), una buena biopic requiere contar una buena historia.

Luis Miguel, me parece, cumple ese objetivo —tan sencillo y tan complicado— de forma más que decorosa. Detrás del brillo que inevitablemente desprende la posibilidad de conocer la vida de El sol de México hay algo más; en este caso, dos conflictos vitales que se convierten en la columna vertebral de Luis Miguel, ambos viejos clásicos de cualquier género de la ficción: el primero es la búsqueda de la madre —Marcela Basteri, desaparecida del ojo público y la vida de Luis Miguel desde 1986—; el segundo es la eterna lucha por matar al padre —encarnado en Luisito Rey, villanazo cuya construcción sí abreva de la tradición melodramática, pero que alcanza alturas épicas gracias al notable trabajo de Óscar Jaenada[5]—. Ambos conflictos se cruzan —y, en más de una ocasión, parecen ser el mismo conflicto—, y la serie y sus creadores los convierten en lo más importante, en la razón de ser de la serie misma.

Hasta ahora, las pocas series mexicanas existentes han abandonado el sistema de producción de la telenovela —la transmisión diaria entre semana, la avalancha de episodios, el sistema multicámara—, pero no han sabido —o no han podido o no han querido o no se han atrevido— a abandonar su concentración en el episodio y no en el gran arco, ni tampoco su fijación con el melodrama como género predominante. Si uno echa un vistazo a producciones como El César o Dos lagos —ambas de TV Azteca, que ahora ha tomado el liderazgo en series que Televisa protagonizó en algún momento con El Pantera o Los simuladores, productos que se encontraban quizá diez años adelantados—, se dará cuenta de que sus productores no se animaron a soltar la cuerda salvadora de las directrices del melodrama (incluso en Dos lagos, serie de terror): acordetazos, actuaciones exaltadas, concentración en la emoción del episodio, exageración de situaciones emotivas. En ambos casos, es probable que la línea melodramática fuera una exigencia del sistema de producción de TV Azteca, que a pesar de haber creado en su momento telenovelas que se distanciaban de algunas de esas constantes, al menos de forma temática —es el caso de El candidato o Nada personal, joyas de la televisión nacional—, no se atrevió a cambiar el rumbo genérico de sus producciones, al menos por el momento[6].

Luis Miguel no lo hace así: quizá en parte porque no la produce TV Azteca ni Televisa, sino Telemundo, una cadena con experiencia probada en series y biopics originales: recientemente han producido El vato, basada en la vida de Dasahev López Saavedra, famoso cantante de banda; Francisco, el jesuita, miniserie que sigue la vida de Jorge Bergoglio, o Falco, una serie de thriller y acción cuya primera temporada ya se encuentra en Amazon Video. Es decir: Luis Miguel, pese a su cercanía con miembros de la farándula nacional, no fue producida en el limitado ecosistema de la televisión abierta mexicana. La presencia de MGM —ajá: esa MGM— mediante su alianza con la otra productora de la serie, Gato Grande, solo abona en esa dirección. La serie aprovecha esas oportunidades para contar su historia sin preocuparse por tener que satisfacer las exigencias una televisora que le exija ser una telenovela. El resultado es una serie donde, una y otra vez —y para muestra bastaba meterse a Twitter todos los domingos en la noche—, los espectadores se preguntaban si Marcela Basteri iba a aparecer, pese a que la realidad misma nos decía que no era así; una serie donde la audiencia reclamaba saber qué padecía Luisito Rey o si Luis Miguel iba a superar tal o cual dificultad. La serie resultaba enganchadora no solo porque contaba la vida del cantante más popular y famoso que ha dado México, sino porque la historia que contaba resultaba adictiva gracias a la forma en la que la contaba. Era una serie a la que alguien que no profesara ningún fanatismo por Luis Miguel podía acercarse. Y la gente lo hizo, y los ratings estallaron, y las entrevistas y las interpretaciones abundaron —entre mis favoritas estaban las que hacían lecturas de la serie desde la perspectiva feminista, como esta de Juliana Abaúnza o esta otra, de Gabriela Wiener, que la vincula la subtrama de Marcela con los miles de feminicidios que América Latina produce al año, y digo que son mis favoritas porque el análisis de productos pop latinoamericanos desde esas perspectivas es más bien inusual y más bien urgente—. Y las lecturas e interpretaciones y el suspenso de cada entrega se debieron a una combinación de factores —el elevado nivel de producción, el carisma garantizado de Luis Miguel, la presencia de Diego Boneta— pero, me parece, se debieron principalmente a que Luis Miguel: La serie está concentrada en un gran arco, justo como el resto de las series que en estos momentos capturan el ojo del público, los presupuestos de Netflix y las nominaciones de los premios —un formato mucho más económico y accesible para el público del streaming, a diferencia de la masiva telenovela—.

En un panorama en el que las telenovelas mexicanas se rehúsan a abandonar el sistema de la telenovela, y donde las series dramáticas mexicanas aún no parecen poseer las herramientas necesarias de presupuesto y difusión para dar el brinco hacia producciones más complejas[7], Luis Miguel se atrevió a dar el salto y alejarse de la tradición para abrazar un formato aún poco común, pero potencialmente redituable. «Nadie se arrepiente de ser valiente», le dice Hugo López a Micky en más de una ocasión durante la serie. Pareciera que el mantra no solo le aplica a su personaje. –

 

[1] El argumento se repitió, con más intensidad y acaso de forma más justa, con La casa de las flores, la serie de Manolo Caro estrenada hace cosa de un mes en Netflix. Ernesto Diezmartínez revisa la serie en este mismo sitio de forma muy acertada —aunque discrepo en una cosa crucial con su lectura: La casa de las flores, igual que Luis Miguel, tampoco es una telenovela–.

[2] El Observatorio Iberoamericano de Ficción Televisiva, Obitel, en su anuario 2018, consigna que el año pasado, de veintinueve títulos de ficción de la televisión mexicana, diecisiete eran telenovelas; de igual forma, las telenovelas ocupan el sesenta por ciento de la franja horaria total de ficción en la televisión nacional.

[3] El crítico Alonso Díaz de la Vega, de El universal, anotó en un hilo de Twitter las razones por las que consideraba que La casa de las flores no era una telenovela; desafortunadamente, sus anotaciones sobre estilo son las menos abundantes, y las de formato, inexistentes —justo los puntos medulares, a mi juicio, donde las telenovelas y las series se distinguen y se convierten en cosas distintas—.

[4] Hay varios parámetros para la duración de las series: una sitcom de las clásicas, tipo The Big Bang Theory, se parece más a una telenovela y suele tener 24 episodios, los mismos que un policíaco tipo La ley y el orden. Una serie “de prestigio”, como las que introdujo HBO, suele tener muchos menos: de ocho a trece, según sea el caso.

[5] De Óscar Jaenada escribí aquí, hace unos años, cuando protagonizó Cantinflas. Jaenada es uno de los actores más interesantes del entorno hispanoamericano en estos momentos, y ambas representaciones, la de Luisito Rey y la de Cantinflas, se encontraron con el insulso reclamo de la fidelidad histórica —algo que sorprendentemente continúa siendo un problema cada que aparece un producto cultural basado en la vida de una de nuestras celebridades nacionales—.

[6] Acá intenté trazar un panorama más detallado de la vida secreta de las telenovelas y las producciones narrativas de la televisión abierta mexicana.

[7] Sin ir más lejos, José José: El príncipe de la canción, otra serie biográfica de otro popular cantante mexicano, se inclinó por el formato telenovelesco, con sesenta capítulos. Otra bioserie producida por TV Azteca, El César, basada en la vida de Julio César Chávez y también emitida en Telemundo, aunque con un formato más similar a la serie —dos temporadas de trece episodios de alrededor de 45 minutos cada uno—, se interna de igual forma en el melodrama de telenovela, con todas las características estilísticas del género.

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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