En su excelente prólogo a las Poesías completas y algunas prosas, de Luis Cardoza y Aragón, menciona José Emilio Pacheco a Ramón Gómez de la Serna como “padre de la vanguardia en lengua española a quien no redescubrimos hasta que París o Nueva York le den su bendición”. En Plural 29, febrero de 1974, al prologar una selección de textos de Ramón para el suplemento, que me había pedido Octavio Paz, escribí:
Ramón o el gran adelantado. En él ya están anunciados los poetas españoles de la generación del 25 (y esto lo supo reconocer el altivo Cernuda), y los surrealistas, y Lezama Lima, y, por vías indirectas, (Cortázar y García Márquez. ¿Es que Ramón influyó en ellos? Tal vez no pueda hablarse de influencia directa, pero el ramonismo ha estado por mucho tiempo en el aire, y lo han practicado hasta quienes ni siquiera tenían noticia directa de Ramón, para no hablar de los que afirmaban detestar su literatura.
Yo no pretendía “redescubrir” a Ramón, pero me escandalizaba, como ahora a Pacheco, el silencio que rodea a quien no sólo ha sido “padre de la vanguardia” en las letras castellanas sino también una vanguardia unipersonal entre los años 10 y los años 20, en que dio libros tan nuevos y deslumbrantes como su primera reunión de Greguerías (1912), El doctor inverosímil (1914), el Rastro (1915), Senos y La viuda blanca y negra (1917), El alba (1918), Disparates (1921), El Gran Hotel y El incongruente (1922), Ramonismo y El Chalet de las Rosas (1923), El novelista (1925), Gollerías (1926), Seis falsas novelas (1927). En esos años Ramón fue la estrella de la vida literaria española, era reconocido por Azorín, Ortega, Juan Ramón, Reyes, Borges, Victoria Ocampo, y a su tertulia ya mítica de Pombo llegaban escritores de todo el mundo: Waldo Frank, Giovanni Papini, Valéry Larbaud, Jean Cocteau. Se le traducía por toda Europa, principalmente en Francia (11 títulos hasta el mismo año). En tiempos en que eso rara vez le sucedía a un escritor de lengua española, tenías ediciones en polaco, checoslovaco y ruso. Joyce celebró sus greguerías, y Larbaud, que las tradujo, contaba que al descubrirlas estuvo algún tiempo sin escribir, porque sentía que no valía la pena. Es de Larbaud esta visión que revela la alegre irradiación ramoniana en la entreguerra: “La habitación de Ramón encendida toda la noche y Ramón trabajando bajo esa luz, es seguramente algo con lo que sueñan los que lo conocen cuando se desvelan, o se levantan entre dos y cinco de la madrugada. Y cuando se viaja y se llega al amanecer a una ciudad, nos imaginamos el balcón de Ramón, iluminado en el alba, allá lejos, en Madrid, como luz de navío en las avanzadas de Europa.”
¿Después? Los años 30, y particularmente la guerra “civil” española marcaron el descenso de la fama de Ramón, ni de su literatura ni de la fidelidad de sus lectores. La casi total ocultación de su figura es, hasta cierto punto, comprensible: son los tiempos de la literatura engageé y Ramón podría ser el prototipo del escritor no comprometido, dedicado a una escritura puramente lúcida, al margen de la vida política. Apenas se inicia la contienda española se marcha a vivir a Argentina, donde residirá por veintisiete años con el solo intermedio de un breve retorno a España, poco antes de su muerte en enero de 1963. Durante esas tres décadas, en que debe escribir como un forzado (más libros, prólogos, artículos para revistas, programas de radio, incluso “solapas” anónimas, por cierto muy reconocibles, para la numerosa Colección Austral), su obra sigue siendo admirable, y en ocasiones lo mejor de él: Ismos (1931), El Greco y Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías (1935), ¡Rebeca! (1936), la recolección de Retratos contemporáneos (1940), Lo cursi y otros ensayos (1943), José Gutiérrez Solana (1944), los Nuevos retratos contemporáneos (1945), El hombre perdido (1947), Automoribundia (1948), Edgar Poe y Quevedo (1953), Nostalgias de Madrid (1956), Nuevas páginas de mi vida (1957), hasta su último libro, ya muy menor, Piso bajo (1961). En la segunda mitad de su vida y su carrera casi no se escribe sobre él, críticos e historiadores lo tratan de refilón, si acaso como una “curiosidad” al margen de la “gran vía” de la literatura contemporánea. Sólo de cuando en cuando se interrumpía ese injusto olvido: por ejemplo, aquí en México, Paz se refirió a la calidad poética de más de una página de Ramón y en la Revista Mexicana de la Literatura (marzo-abril de 1963) se publicó in excelente Elogio de Ramón, de la poetisa cubana Fina García Marruz. Dos muy informativas monografías, de Luis S. Granjel y de Gaspar Gómez de la Serna, aparecieron en España el año mismo en que murió el autor de Automoribundia. Podía creerse que a partir de entonces ya no dejaría de “redescubrirse” a Ramón. No ha sido así, ni siquiera porque el llamado “boom” de la literatura hispanoamericana, obras como Rayuela, Cien años de soledad, Paradiso, Tres tristes tigres, el resurgimiento de Macedonio Fernández y Felisberto Hernández, han reivindicado el gusto de una escritura libre, abierta, inventiva, de la que Gómez de la Serna fue de muchos modos el precursor. En El novelista, escrita hace más de medio siglo, está ya esa novela de la novela, haciéndose y deshaciéndose y contemplándose, que hace poco salía por todas partes como una novedad, y es asombroso, al leer El hombre perdido, encontrarle tantos vasos comunicantes con, por ejemplo, la obra de Cortázar, que en sus libros misceláneos, La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, habla de muchos precursores y no alude una sola vez a Ramón. Y como Cortázar pone tanto entusiasmo en reconocer antecedentes de la nueva literatura en libertad (Jarry o Macedonio Fernández o Carroll o Buster Keaton, etc.), me pregunto por qué no alude al gran irregular que tenemos en el ámbito hispanoamericano, y tanto más cuando, coincidiendo los dos por algún tiempo en Buenos Aires, allí estaba Ramón, vivo y publicando, escribiendo del mediodía al alba en el sexto piso de Hipólito Yrigoyen 1974. La generosidad con que Cortázar manifiesta sus descubrimientos o redescubrimientos impiden sospechar de él olvidos voluntarios. ¿Ramón estará presente pero invisible?
(Abro paréntesis. Propongo que el lector identifique a los autores de estos párrafos:
1) “Todo lo que sigue participa lo más posible (…) de esa respiración de la esponja en la que continuamente entran y salen peces de recuerdo, alianzas fulminantes de tiempos y estados y materias que la seriedad, esa señora demasiado escuchada, consideraría inconciliables.”
2) “Un punto de vista unilateral no nos convence y entonces nos adaptamos a lo que se podría llamar el punto de vista de la esponja es la visión varia, neutralizada, sin predilecciones, multiplicada. Ese pretenso ente espongiario que queremos ser para no soportar la monotonía y el tópico, para salvarnos a la limitación de nosotros mismos, mira en derredor como en un delirio de esponja con cien ojos, apreciando relaciones insospechadas de las cosas. (…) El punto de vista de la esponja –de la esponja hundida en lo subconsciente y avizora desde su submarinidad– trastorna todas las secuencias y consecuencias, desvaría la realidad, se distrae en lo despreocupado, crea la fijeza en lo arbitrario, deja suponer lo indesmentible.”
3) “Desde luego inevitable metáfora, anguila o estrella, desde luego perchas de la imagen, desde luego ficción, ergo tranquilidad en bibliotecas y butacas; como quieras, no hay manera aquí de ser un sultán de Jaipur, un banco de anguilas, un hombre que levanta la cara hacia lo abierto en la noche pelirroja. (…) Que lo dicho sea la lenta curva de las máquinas de mármol o la cinta negra hirviente nocturna al asalto de los estuarios, y que no sea por solamente dicho, que eso que fluye o converge o busca sea lo que es y no lo que se dice (…)”
4) “Esta obra es como cuando se sale de una película de bañistas rubias y se ve caída en el suelo de la calle, junto a la valla, una mujer rubia de verdad. (…) Es la vida tal como la he visto desde el punto de vista de piso deshabitado y con apariciones. (…) Hay que meter en lo que sea, novela o cuento, toda la complicidad del mundo y que cada cual alcance en este lanzarse al misterio el secreto que pueda, la interpretación de los ascensores y de las butacas en que se comienzan a ver en el atardecer confidencial butacas tapizadas en raso, en cretona, en terciopelo, como tentaciones de destinos que no podrá tener el transeúnte de la hora divorciadora de butacas para salones nuevos, para interiores de resabiado gusto.”
Solución: 1 y 3 son de Cortázar; 2 y 4 son de Gómez de la Serna. Un experimento semejante podría hacerse con párrafos de García Márquez y Lezama Lima. Cierro el paréntesis.)
Sí, Ramón sigue estando en el aire que se respira, está presente pero invisible como ese aire. La otra faz de su “caso” es que si historias y revaloraciones literarias lo ignoran o lo tratan como de pasada, sus libros siguen encontrando lectores. La popular colección Austral añade de cuando en cuando un nuevo título a la vasta sección ramoniana de su catálogo, y últimamente reeditó El novelista y El hombre perdido, dos obras maestras; Aguilar ha reunido en dos elegantes tomos los Retratos y las Biografías, géneros que hay quienes consideran los más propicios para Ramón; Ismos, Senos y El Rastro han sido reeditados también. (Por desgracia sigue agotada Automoribundia, su obra mayor, la mejor autobiografía en lengua castellana.)
¿Redescubrir a Ramón Gómez de la Serna? Hacerlo de una vez por todas sería un acto de estricta justicia literaria. Pero sus constantes reediciones sin manifiesta aclamación, su considerablemente amplio público silencioso, acaso tiendan a convertirlo en un lujo secreto, un vicio impune, una marginal alegría para siempre, un descubrimiento que le corresponde a cada lector que por casualidad lo halle en las librerías. Tal vez no es necesario, José Emilio, que lo bendigan París o Nueva York. Basta con que lo encuentre a mano el lector desconocido, el hombre perdido en el caos de los demasiados libros.
Este artículo se publicó por primera vez en agosto de 1998, en el N° 261 de Vuelta.
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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.