Hablar del narcotráfico es, en muchos sentidos, hablar del Estado. Es imposible entender esta actividad sin el papel que ha desempeñado el Estado en su surgimiento, al declarar la producción, tráfico y consumo de algunas drogas como una actividad ilegal. Pero también es difícil entender su poder y alcance sin la protección del Estado a esta actividad. Obviamente, estamos hablando de una alianza non sancta, de un entendimiento que tiene como base la corrupción pero que va más allá de eso: en el fondo lo que hemos visto en el siglo XX en México y en muchos otros países del Continente, incluido Estados Unidos, es un matrimonio por conveniencia entre el narco y el Estado. Y en ello hay que ser muy claros: no es sólo el beneficio personal e ilegítimo que obtiene un funcionario encargado de combatir el narcotráfico por mirar hacia otro lado cuando pasa un cargamento de droga. Son los beneficios que deja el narco a la economía de un país, los empleos que genera, la infraestructura que crea, los vacíos que llena ahí donde el Estado no llega. Es el papel de proveedor de servicios públicos que el propio Estado no alcanza a desempeñar. En otras palabras, el peso del narco en un país va más allá de la corrupción: es un actor económico importante, y puede llegar a ser imprescindible. Sin embargo, la relación entre narco y Estado tiene sus reglas y sus límites. Como vamos a ver más adelante, la penetración total del Estado por parte del narcotráfico puede ser contraproducente. La corrupción total también. Esto hace que la relación del narcotráfico con el poder sea más complicada de lo que parece. Pero vamos por partes.
El narcotráfico es una forma de crimen organizado que comparte los rasgos generales de este fenómeno. El crimen organizado tiene las siguientes características: a) no es ideológico y, por lo tanto, no tiene metas políticas (su meta es el lucro); b) tiene una estructura jerárquica; c) tiene una membresía limitada (basada muchas veces en lazos étnicos o de parentesco); d) es una actividad continuada a través del tiempo; e) usa la violencia, o la amenaza de la violencia, y el soborno; f) muestra una división específica del trabajo; g) es monopólico; y h) está gobernado por reglas explícitas (incluido un código de secreto).1 A estas características clásicas, habría que añadir que: i) es un fenómeno que se ha vuelto crecientemente trasnacional; j) el dinero del crimen organizado suele infiltrar las economías legítimas e incluso llega a tener negocios y socios legítimos; k) con frecuencia su liderazgo no se involucra en actividades ilícitas; l) utiliza la violencia en su relación con otras organizaciones criminales aunque en ocasiones existe cooperación y, finalmente, m) suele penetrar el Estado en diversa medida.
El narcotráfico presenta estas características pero suele, además, tener algunas especificidades: a) es un fenómeno global que, sin embargo, no afecta de manera igual todos los Estados; b) es un delito consensual en el cual tanto la víctima como el victimario están de acuerdo; c) no existe un criterio claro de éxito en su combate; d) las cifras sobre la producción y las ganancias son poco confiables; e) es un delito creado hace aproximadamente un siglo por una decisión de la comunidad de Estados, en el sentido de declarar ilegales algunas drogas; f) es difícil establecer una línea que separe la falta de voluntad de la falta de capacidad de un Estado en su combate; y g) tiene una capacidad de acumulación sin precedente en la historia, por las grandes cantidades de dinero que genera en cortísimos periodos de tiempo.
Narco y Estado
Estas características del narco le han permitido establecer una relación particular con el Estado a lo largo del tiempo. Dicha relación tiene tres grandes aristas. Primero está la confrontación. Ésta es una relación intermitente que se da cuando el narco crece demasiado y busca un nuevo equilibrio en su relación con el Estado. La confrontación aparece cuando el narco comienza a crecer en un país y desafía al Estado. Sin embargo, la confrontación no es la forma de relación más funcional para el negocio del narcotráfico. Es más bien el síntoma de que se están reacomodando las cosas entre el narco y el Estado. Cuando la confrontación desaparece es porque las bandas del narcotráfico son como cualquier otra banda delictiva y no amenazan al Estado, o porque el Estado se ha corrompido lo suficiente para dejar de combatirlas, o por las debilidades propias de un gobierno. Como ya mencionamos, en el caso del combate al narco no está clara la línea que separa la falta de voluntad de la falta de capacidad por parte del Estado, y lo cierto es que, si se disminuyen los niveles de confrontación con el narco, puede deberse a una causa o a la otra, o a una combinación de las dos. Sin embargo, hay que señalarlo, la amenaza principal del narco no proviene de su capacidad militar. Eso es, no son los cañonazos lanzados por bazukas los que le dan poder al narcotráfico, sino los cañonazos de cincuenta mil pesos (o dólares), parafraseando a Álvaro Obregón.
Narcocorrupción
La segunda forma en que se relaciona el narco con el Estado es precisamente esta última: la corrupción. Pero ésta es una relación mucho más compleja de lo que se piensa. La corrupción tradicional que genera cualquier actividad de crimen organizado es la del policía que voltea la vista hacia otro lado cuando pasa el cargamento de droga, o de armas, o de personas. A diferencia del juego de póker, donde se "paga por ver", aquí se paga por "no ver", por mirar para otro lado. Sin embargo, la corrupción que genera el narco va más allá: también se paga para no ser detenido, para en caso de serlo, no ser condenado y, en caso de serlo, poder escapar de la prisión. Se paga también por información sobre posibles operativos policiacos, para poder eludirlos, y también por información sobre "traidores" y sobre las actividades de las bandas competidoras. Incluso se paga para usar al Estado en contra de las bandas competidoras. Más aún, en ocasiones el Estado trabaja para los narcos: no sólo no los persigue sino que les da protección. De hecho, éste es el mejor escenario para los narcotraficantes: uno en el cual el Estado es relativamente eficiente en varias áreas salvo en perseguirlos. Es falso que el narco busque la desaparición del Estado. Incluso es falso que el narco prefiera un tipo de régimen. No hay tal. Pero sí prefiere un gobierno estable, un gobierno que funcione aceptablemente bien. De hecho, un gobierno eficiente que es discretamente corrompido es mucho más útil al narco que un gobierno ineficiente: les ahorra trabajo, los ayuda en su actividad, los hace desaparecer del ojo público. Un gobierno abiertamente vinculado con el narco les resulta disfuncional, pues atrae la atención de la opinión pública y la presión internacional. Al narco, a pesar de las conductas de algunos de sus líderes, le conviene más la discreción y el anonimato. La notoriedad es dañina para el negocio. Por ello, los grandes y ruidosos cárteles de la droga que florecieron en Colombia en los años ochenta y en México en los noventa son disfuncionales. Por ello también la tendencia es hacia cárteles de menor tamaño, menos visibles, menos conspicuos. Claro, eso a veces choca con la personalidad de algunos capos de la droga, a los que les gusta lucir su poder. Pero esos capos, como los de la mafia italoestadunidense de los años treinta, son los que acaban siendo detenidos. Los Al Capone, los Pablo Escobar, los Amado Carrillo, acaban presos o muertos. La fama no es buena para el negocio. Lo mismo va para los políticos corruptos: si la corrupción es conocida por todos, dejan de ser útiles. En los gobiernos democráticos es muy costoso mantener en puestos de poder a algún funcionario notoriamente corrupto. Los hay, pero es costoso.
Un aspecto de la narcocorrupción que ocupa con frecuencia las primeras planas de los periódicos es el del dinero ilícito en las campañas políticas. Y éste existe. Ha existido en varios países. Sin embargo, es difícil de probar por la sencilla razón de que un dólar producto del narcotráfico es igual a uno producto de un negocio legítimo. Pero hay casos. Algunos, como el de la campaña del ex presidente colombiano Ernesto Samper, salen a la luz pública. La mayoría no lo hacen. Sin embargo, ¿cuál es el propósito de estos apoyos? Obviamente tener influencia, comprar protección, hacer que la mirada del gobierno se dirija hacia otros grupos criminales, hacia otro cártel. No es más que eso. Al narcotráfico no le interesa comprar "todo" el Estado. No le interesa definir las políticas públicas. No le interesa influir en las políticas sociales o en la política exterior. Los narcotraficantes no quieren el poder político. No lo necesitan. No tienen proyecto político. Quieren solamente un Estado que los deje operar, que los proteja, que trabaje para ellos. Eso no significa que no se dé el involucramiento de miembros del gobierno en actividades de narcotráfico. Aunque la forma tradicional de relacionarse con el narco de parte de los políticos es la permisividad, hay políticos que entran directamente al negocio. Incluso hay Estados que se involucran como tales en el narcotráfico, como era el caso de Afganistán con el gobierno de los Talibanes. Ésta sería, de acuerdo con Peter Lupsha,2 la etapa simbiótica en la relación entre el crimen organizado y el Estado. En esta etapa el crimen organizado está integrado al Estado y éste último lo utiliza para sus propósitos. Sin embargo, esta situación no es muy común, por las razones ya señaladas: a fin de cuentas, un Estado que coopera abiertamente con el narco enfrenta serios problemas de legitimidad interna y externa, y tiene problemas para sobrevivir. Lo común es que los políticos cooperen con el narco, por corrupción o por conveniencia política, pero continúen siendo políticos. Ésta sería la etapa parasitaria en la relación del crimen con el Estado, en la cual existe una interacción limitada entre el sistema criminal y el sistema político. El crimen organizado ha logrado comprar a una parte del Estado y obtiene protección e información a cambio de ello. En esta etapa se puede dar la participación del narco en campañas políticas, pero el propósito es muy claro: comprar protección. Los políticos siguen siendo políticos, aunque se corrompan, y los narcotraficantes siguen siendo narcotraficantes.
A pesar de que este tipo de relación sería el más común en América Latina, existe otra forma de interacción entre el narco y el Estado. Esta sería la etapa predatoria, en la cual el narco tiene muy poca conexión con el sistema político y no tiene poder para comprar a las autoridades. El narco aquí estaría compuesto por bandas callejeras que pueden ser controladas por el Estado como cualquier otro delito común. Ésta es probablemente la relación que se desarrolló en los inicios del narcotráfico en México en los años treinta. Era la época de los mariguaneros, de bandas con un limitado poder de corrupción, en la cual el tráfico de drogas no se diferenciaba mucho de otros delitos semiorganizados, como el robo de autos o el robo de carteras en los autobuses de la ciudad de México. Sin embargo, este tipo de relación desapareció en México por lo menos desde los años ochenta. Lo que hemos tenido desde entonces son bandas poderosas que corrompen el Estado, que son capaces de distorsionar de manera importante la acción gubernamental al grado de que su función principal, la de proporcionar seguridad a la población, se pierde.
La coexistencia pacífica: incapacidad y conveniencia
La tercera arista en la relación entre el narco y el Estado, además de la confrontación y la corrupción, es la de la coexistencia pacífica entre ambos. Normalmente se piensa que la razón por la cual un Estado no combate el narcotráfico de manera suficiente es la corrupción. Evidentemente, como hemos visto, ésa es una causa muy común. Sin embargo, existen otras dos posibles razones por la cuales el Estado no combate al narco: porque no puede o porque no le conviene. El supuesto básico del Estado moderno es que éste es un dios omnipotente. Esta visión romántica del Estado sería, parafraseando a los revolucionarios latinoamericanos de los años sesenta, "con el Estado todo, contra el Estado nada". Esto es: se parte del supuesto de que ningún individuo aislado tiene el poder para enfrentar al Estado. Como lo sugiere la portada del libro clásico de la ciencia política, El Leviatán de Thomas Hobbes, el Estado está compuesto de muchos pequeños hombrecitos, cuya fuerza individual es, por definición, menor a la del Soberano, quien deriva su poder de la suma de las voluntades individuales cedidas a éste en el contrato social. Ésa es la teoría. Sin embargo, la realidad es más complicada. Lo que tenemos, especialmente en Estados con instituciones débiles como los latinoamericanos, son grupos criminales que son capaces de desafiar la autoridad. Así pues, el Estado tiene limitaciones. En ocasiones no quiere combatir al narco, pero en ocasiones no puede. Y como la línea que separa la falta de capacidad de la falta de voluntad en el combate al narco es muy tenue, es difícil saber cuándo una política de no confrontación es producto de una decisión deliberada del Estado motivada por la corrupción o resultado de la incapacidad estructural de éste para enfrentar el fenómeno criminal.
No obstante, existe otra causa, más preocupante, por la que el Estado no confronta al narco: la conveniencia. El narcotráfico, por su gran capacidad de acumulación de dinero, tiene un impacto importante en las economías en las cuales opera. Es una fuente importante de divisas para un país, con lo cual puede ayudar a resolver los desequilibrios de la balanza de pagos. Es también generador de empleos. El narco, en su actividad, genera empleos directos, los cuales, a pesar de ser ilegales, tienen un impacto en las economías donde se asienta. La derrama económica que propicia el narco, sobre todo a nivel local, puede aliviar mucho las penurias de un país subdesarrollado, fenómeno que lo convierte en un factor de estabilidad. Asimismo, los narcotraficantes suelen colaborar en obras de beneficio a la comunidad en la que operan, tales como caminos o escuelas. Esta contribución, además de generarles simpatías entre la población local, alivia en mucho la demanda de servicios básicos que el Estado muchas veces es incapaz de proporcionar. Por otro lado, el narco suele invertir en negocios lícitos, lo cual tiene también un impacto en la economía y en los ingresos del Estado, a través de los impuestos que pagan dichos negocios. El narco es, pues, una fuente de capital que puede tener expresiones legítimas e ilegítimas. Para todos los efectos prácticos, el narcotráfico es, en muchos países, el prestamista de última instancia (lender of last resort, en la jerga financiera) para todo tipo de actividades. Incluso, se especula que la crisis financiera de los años ochenta que azotó a América Latina fue en buena medida paliada por los narcodólares en países como México o Colombia. Lo anterior no significa que haya necesariamente una política de fomento al narco para atraer los capitales que esta actividad genera, pero sí que existen incentivos reales, que van más allá de la simple corrupción, para que un gobernante no combata a fondo este fenómeno, aprovechando precisamente el área gris entre la falta de voluntad y la falta de capacidad del Estado.
Una vista al futuro
Como hemos visto, la relación entre el narcotráfico y el Estado es variada y compleja. El narco podría, en principio, ser como cualquier otra actividad delictiva que subsiste confrontando al Estado. No obstante, por su capacidad de acumulación, el narcotráfico no lo es, ni en México ni en los países latinoamericanos en los que opera. Éste se ha convertido en una fuerza real que desafía parcialmente al Estado. Normalmente no busca sustituirlo, pero sí atrofiarlo en su capacidad de persecución. Para ello su instrumento favorito es la corrupción, que le permite realizar su negocio con eficiencia. Sin embargo, esta relación tiene contradicciones. Mientras más se corrompe un Estado, más ineficiente resulta para el mismo narco. Como ya apuntamos, la corrupción generalizada es una tendencia inherente a la relación Estado-narco, pero deslegitima al Estado tanto a nivel nacional como internacional, y genera presiones de la opinión pública y de otros países. Lo mismo pasa con el crecimiento de las bandas del narcotráfico: si éstas son muy notorias, si sus líderes son muy conocidos, el negocio no funciona. Existe, pues, una curva de corrupción y de crecimiento de los cárteles de la droga. Una vez sobrepasado el punto óptimo en esta curva, comienzan los rendimientos decrecientes. Paradójicamente, un Estado demasiado débil, que permite la actividad abierta del narco, que presenta niveles generalizados de corrupción, resulta disfuncional para el propio narcotráfico. En otras palabras, la etapa simbiótica de penetración del crimen organizado, en la cual narco y Estado son lo mismo, no resulta propicia para el negocio. Desde este punto de vista, la posibilidad de que un país como México se convierta en un narcoEstado, en el cual los narcotraficantes fijen las políticas públicas, no es muy alta: ni el narco es un actor político, ni la ocupación del Estado favorece su negocio; le es más bien contraproducente.
Esta misma lógica va para el uso de la violencia por parte del narco. Ésta es un instrumento que utiliza el crimen organizado en su relación con el Estado y en su relación con otras bandas. Pero tiene límites. Si esta violencia se sale de control y deja de ser un recurso de última instancia para volverse el mecanismo cotidiano de relación con el Estado y con otros grupos, las presiones de la opinión pública interna y externa aumentan demasiado. La violencia pone a los grupos de narcos en las primeras planas de los periódicos. Eso es también malo para el negocio. Lo que estamos viendo en México en los últimos meses es una ola de violencia producto del reacomodo de las bandas del narcotráfico que no puede prolongarse demasiado, pues es dañina para la propia actividad del narco: atrae demasiados reflectores y, con ellos, mayor presión de las fuerzas de seguridad sobre las bandas de traficantes de drogas.
El narcotráfico debe, en la relación con el Estado, moderar sus impulsos naturales a la corrupción desmedida, a la violencia desmedida, a apoderarse del Estado. Si el narco cae en la tentación y se vuelve conspicuo, al final el negocio se viene abajo. Esto no significa que no pueda pasar. De hecho ha ocurrido en el pasado. Ha habido momentos en los cuales el Estado mexicano parecía abiertamente trabajar para el narco, como en 1985, cuando se da el asesinato del agente de la dea, Enrique Camarena. Esa situación fue, al final, contraproducente para el propio narcotráfico. Propició presiones muy fuertes de Estados Unidos y fue un factor de deslegitimación del gobierno mexicano, y un gobierno deslegitimado no es útil al crimen organizado. En este sentido, es muy probable que, después de la etapa de reacomodo que están experimentando las bandas del narcotráfico en México, al final se llegue a un nuevo equilibrio en el cual las organizaciones de narcotraficantes sean menos notorias, tal vez más pequeñas y los niveles de violencia y corrupción no deslegitimen al Estado mexicano ni propicien presiones del exterior. Ello, paradójicamente va a ser un signo de que el tráfico de drogas es un negocio boyante. Con niveles discretos de violencia y de corrupción, pero, por lo mismo, boyante.~