La guerra imposible

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A pesar de las soberanías invocadas, proclamadas y santificadas durante los últimos tres siglos, lo cierto es que los Estados-nación nunca han sido ni totalmente independientes ni totalmente autosuficientes.
En mayor o menor medida, aun en épocas de extrema autarquía, el contacto con el exterior ha influido y modificado conductas internas, para bien o para mal. Es probable que el tema que más exhibe las limitaciones de la soberanía estatal sea el del narcotráfico, el cual se ha convertido para buena parte de los países latinoamericanos en la máquina de rayos x del Estado: es en este tema donde aparecen las ineficiencias y limitaciones del aparato gubernamental en todo su esplendor. Es este tema el que pone al desnudo las debilidades añejas de estructuras administrativas anquilosadas y disfuncionales que amenazan con hacer colapsar el pacto Estado-sociedad en los países en desarrollo, puntos de producción y tránsito de drogas ilícitas. Este tema sirve también para exponer las contradicciones de las sociedades desarrolladas, centros de consumo abundante de estas drogas. Todo ello tiene, sin duda, un gran valor científico. Lamentablemente, en esta aventura del conocimiento está en juego la estabilidad de muchos países en desarrollo en una guerra que no se puede ganar y que, absurdamente, tampoco se puede perder. Es como el purgatorio ad-infinitum. Esta es una guerra diseñada para ser peleada, como dijeran los presentadores de la lucha libre, "sin límite de tiempo" pero también sin límite de caídas. Al menos mientras el Estado-nación se mantenga vivo. ¿Cómo es que la comunidad internacional se ha metido en este callejón sin salida que amenaza con destruir a los Estados y corroer a las sociedades? ¿Cómo es que los países en desarrollo se han dejado embarcar en esta guerra sin sentido para la cual no están preparados? La respuesta es bastante simple: en el mundo globalizado en que vivimos no sólo se importan bienes, capitales y servicios: también se importan estrategias estatales. Y la guerra contra las drogas ha sido quizás la importación más onerosa que han hecho los países en desarrollo, incluido, de manera preponderante, México.

México y la guerra contra las drogas
El tema de las drogas se convierte en un problema internacional a principios del siglo XX, cuando varias reformas legales, instrumentadas por Estados Unidos en su ámbito interno, se reflejaron en acuerdos internacionales que conformaron un régimen prohibicionista en este tema. La lista de las sustancias ilegales se fue configurando en las primeras décadas del siglo XX y ya para la década de los sesenta el régimen antidrogas se había consolidado de tal forma que era prácticamente imposible para cualquier país del mundo occidental poner en duda el enfoque prohibicionista y punitivo que declaraba que había varias drogas cuya producción, tráfico y consumo estaban prohibidos. No obstante, a pesar de este régimen internacional prohibicionista, el tema de las drogas no parecía ser un problema de primera magnitud hasta principios de la década de los setenta. Es en ese periodo cuando el boom del consumo de drogas en Estados Unidos, al calor de la guerra de Vietnam y del movimiento hippie, disparó la producción de sustancias ilícitas en varios países en desarrollo, de manera particular en América Latina. Es en este periodo también cuando el presidente Nixon declara la guerra contra las drogas y cuando México descubre que, a pesar de su autonomía proclamada y defendida entre charcos de tinta, no puede decir que no. La Operación Intercepción, en 1969, mostró con nitidez los limitados márgenes de acción que el gobierno mexicano tenía. Después de unos cuantos días de presión estadounidense en la frontera, que afectó seriamente la economía de las ciudades mexicanas colindantes con Estados Unidos, el presidente Díaz Ordaz decidió colaborar ampliamente con Washington. Esta colaboración derivó en la exitosa Operación Cóndor, que redujo de manera significativa la producción de mariguana y opio en México, para regocijo de los narcos de otros países que, como Colombia y aquellos del triángulo de oro asiático, satisficieron inmediatamente la demanda de esas drogas en Estados Unidos reemplazando a México. Esto es el "efecto globo": si se presiona a un país, la producción de éste baja y ese vacío es llenado inmediatamente por otro país productor de drogas.
     A pesar de la entusiasta adopción de México de la estrategia punitiva contra las drogas impulsada por Estados Unidos, lo cierto es que en esos años el tema del narcotráfico no era capaz de afectar la estabilidad del Estado mexicano y las historias sobre el poder de los narcos colombianos parecían exóticas a los oídos de los mexicanos. De hecho, hasta la década de los ochenta el resto del mundo parecía exótico a los oídos de los mexicanos. Aislados económica y políticamente, podíamos mantener la "excepcionalidad mexicana" no sólo en términos de la longevidad del sistema político priista o de la capacidad de crecer a altas tasas económicas de manera realmente "milagrosa", sino también en términos de nuestra capacidad para resistir al narcotráfico. Aquí los narcos no podían actuar como en otros países porque la fortaleza de nuestro sistema político y de nuestros valores eran tales que podíamos mantenernos aislados de las amenazas del exterior, incluido, desde luego, el narcotráfico.
     Pero, así como en 1985 se cayó el muro que protegió a nuestra economía durante décadas, también se cayó en ese año la idea de que la Revolución Mexicana era invulnerable al narco. El secuestro y asesinato en México del agente de la DEA Enrique Camarena, a manos de narcotraficantes/policías mexicanos, desató la peor presión de Estados Unidos sobre México desde la década de los treinta y evidenció con una claridad irrefutable el poder del narco y la doble incapacidad del gobierno mexicano: para combatirlo y para resistir las presiones de Estados Unidos.
     El resto de la historia es conocido: el narco ha crecido en poder económico, influencia política y capacidad criminal. Paralelamente a este crecimiento han aumentado también las presiones de Estados Unidos y la injerencia de Washington en el diseño e instrumentación de la política antidrogas del gobierno mexicano: los norteamericanos supervisan el reclutamiento de policías, entrenan militares, persiguen "en caliente" narcos en territorio mexicano e investigan narcofosas en ciudades de la frontera norte de México. Adicionalmente, cada año la Casa Blanca "certifica" el compromiso mexicano en la guerra contra las drogas. Este es un proceso peculiar que expone claramente la lógica de esta guerra sin límite de tiempo y de caídas. Independientemente de los resultados finales en esta guerra, la cual durante las últimas décadas no ha mostrado progresos significativos, México es siempre certificado. ¿Por qué? Pues porque lo que se mide es el "esfuerzo" que hace el gobierno mexicano, no los resultados. De hecho, los indicadores usados en este proceso (decomisos, erradicaciones, arrestos, arrestos de grandes capos, presupuesto gastado, reformas legales, compromisos internacionales firmados) no son indicadores "duros" de resultados. Son indicadores de voluntad política. Ello, paradójicamente, al dejar un margen tan discrecional para aprobar o desaprobar, dificulta evaluar la estrategia antidrogas, pues nunca se miden resultados finales, tales como el volumen de drogas que ingresa a los países consumidores. Adicionalmente, hay problemas de medición objetiva de los resultados finales, pues se trata de un fenómeno clandestino. Esto, obviamente, complica más el problema, pues hace aún más difícil evaluar las políticas que México y otros países llevan a cabo. El resultado final no podría ser más catastrófico: el gobierno de Estados Unidos evalúa a México sobre la base de indicadores de voluntad, lo cual hace posible certificar o no certificar sin ningún punto de referencia objetivo. En este contexto, y dada la compleja red de intereses comunes que hay entre México y Estados Unidos, una "descertificación" de México se vuelve muy costosa para la Casa Blanca, pues podría afectar otras áreas de la relación bilateral, lo cual hace que la certificación sea obligada cada año, haciendo de esta forma imposible reconocer los fracasos de la estrategia antidrogas e impidiendo así una modificación de la misma. Esto es el infierno de Dante en su forma más refinada: el gobierno mexicano está obligado a luchar contra el narco con un Estado débil pero sin la posibilidad de reconocer la derrota por la "certificación automática" que cada año expide Estados Unidos. Es, pues, una lucha sin límite de tiempo, sin límite de caídas y sin la posibilidad de rendirse, pues el mánager "certifica" cada año el buen estado del gobierno mexicano, a pesar de que a éste se le ve cada vez más débil y más golpeado.
     El costo para México de este complicado entramado es terriblemente alto: el gobierno mexicano está inmerso en una guerra para la cual no está preparado y en la cual se corrompe una parte vital de su cuerpo: los aparatos de seguridad. Y esa es la verdadera amenaza que enfrentan gobierno y sociedad en México. No es tanto que el narco se apodere del Estado y manipule las políticas de éste. Esa no es la finalidad del narco. El narco no es un actor con un proyecto político. El narco no tiene interés en las grandes decisiones del Estado, como la privatización de Petróleos Mexicanos o de la industria eléctrica. El narco corrompe y al corromper debilita el propósito fundacional del Estado: dar seguridad. El narco es el sida del Estado. El narco atrofia la capacidad estatal de proteger y de impartir justicia. Y esa es una tragedia para todo el país: gobierno y sociedad. El gobierno pierde en esta situación su razón de ser y la sociedad queda inerme ante la criminalidad. Más aún, en este trance es factible que sectores de la sociedad decidan abandonar la defensa de los principios básicos de convivencia y comiencen a ver como rentable delinquir. El costo del deterioro estatal es hacer racional la violación de la ley.
     Hace algunos años un funcionario del gobierno estadounidense se quejó en una visita a México de que por el narco se estaba perdiendo la juventud en Estados Unidos. Cierto. Pero en México el problema no es menos grave: por el narco se está perdiendo al Estado y con ello la posibilidad de una convivencia social civilizada. De ese tamaño es la amenaza.

¿Qué hacer?
A estas alturas de la guerra contra el narcotráfico en México está claro que la actual estrategia lleva a un callejón sin salida. La guerra contra el narco es una guerra de desgaste que se puede prolongar al infinito, pues no son factibles ni la victoria ni la derrota para terminarla. En este proceso el Estado mexicano se está desgastando a niveles nunca vistos en el pasado. El narco, como ya apuntamos, atrofia la capacidad estatal de dar seguridad, lo cual pone en riesgo el pacto social. La amenaza real no es que el narco llegue a dominar las decisiones del Estado. Simplemente no está en su interés. Lo que busca el narco es un espacio para operar sin ser molestado. El hecho de que ésta sea una actividad ilegal hace inevitable la corrupción y eso es lo que atrofia al Estado. El riesgo es, pues, que el Estado mexicano sea incapaz de desempeñar su función básica de dar seguridad. En buena medida la crisis de seguridad que ha experimentado México en la década de los noventa está relacionada con el auge del narcotráfico en esos años. El riesgo, en suma, no es tener un narco-Estado. El riesgo es no tener ningún Estado. Y ello es grave no porque el Estado mexicano actual sea un dechado de virtudes, sino porque la opción es un caos más parecido al estado de naturaleza hobbesiano que al paraíso anarquista.
     En esta coyuntura, ¿qué opciones tienen el gobierno y la sociedad mexicana? A corto plazo no hay ninguna. Las tendencias actuales tienen tal inercia que en el futuro inmediato vamos a presenciar un deterioro creciente de los cuerpos de seguridad mexicanos y la crisis que ahora se presenta en esta materia se va a profundizar. Junto a esta crisis aumentará la presencia de Estados Unidos en el diseño e instrumentación de las políticas antidrogas y, probablemente, de algunas políticas en materia de seguridad. En el mediano plazo, una opción factible, aunque poco efectiva, sería una respuesta selectiva del gobierno mexicano que busque aislar el problema y evitar que éste afecte a toda la sociedad. Esta opción no resuelve el problema aunque sí lo difiere. Una segunda opción es aquella en la cual el gobierno busque trabajar de manera más sistemática en el fortalecimiento de las instituciones mexicanas de seguridad y de impartición de justicia. Ello es un proceso que va a llevar tiempo y que depende de otras variables, como el ritmo de la democratización en México. Tanto esta opción como la anterior gozarán de simpatía de parte de Estados Unidos, pues no implica modificar la estrategia antidrogas actual. No obstante, la primera, como ya apuntamos, no resuelve el problema de fondo y, en el caso de la segunda, su éxito estará limitado por la capacidad estructural del Estado-nación para combatir el fenómeno del narcotráfico. Finalmente, una tercera opción es legalizar la producción, el tráfico y el consumo de drogas. Esta es una opción que no ha sido apoyada por Estados Unidos básicamente porque no resuelve el problema del consumo que afecta a ese país. Sin embargo, es factible que en algunos años, ante el deterioro creciente de México y de otros Estados latinoamericanos, la Casa Blanca considere seriamente esta posibilidad. Sólo esperemos que cuando eso ocurra, si ocurre, existan todavía los Estados de la región a los que se pretende rescatar. Mientras tanto, sólo queda cruzar los dedos para que el Estado mexicano no desfallezca en esta lucha sin límite de tiempo, sin límite de caídas y con una irracionalidad también sin límite. –

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