Cien días es un periodo demasiado corto para presumir logros o exigir resultados. No obstante, sí permite identificar las prioridades, estrategias y mecanismos mediante los cuales un nuevo gobierno pretende implementar sus políticas. Durante este lapso hemos observado que, de manera consistente con su discurso de campaña, el presidente López Obrador ha mantenido al combate a la corrupción como el tema central de su administración, al incluirlo ya sea como objetivo o como justificación de casi toda acción de gobierno. Basta con levantarse temprano y poner atención a cualquier conferencia mañanera para comprender que, para el nuevo gobierno, detrás de cada problema público, hay un caso grave de corrupción. Resulta difícil entonces entender por qué no existe todavía una estrategia concreta para su combate. Y es que, además de la ausencia de un plan establecido, las acciones tomadas hasta el momento muestran ambivalencias y contradicciones.
Por un lado, la sospecha de corrupción es razón suficiente para cancelar la construcción de un aeropuerto. Pero esta misma razón resulta insuficiente para dar marcha atrás a obras con sospechas más sustentadas y sobrecostos mayores, como el Tren México-Toluca.
Se puede exhibir y criticar la compra de medicamentos de administraciones anteriores y al mismo tiempo justificar la adjudicación directa de 1,675 millones de pesos (tres veces el presupuesto de la COFECE) para la compra de pipas. Mientras que en el primer caso la falta de competencia y la alta concentración del mercado son tratados como actos corruptos e inmorales, en el segundo, las mismas restricciones a la competencia son no solo válidas, sino ejemplares.
De igual forma, el combate a la corrupción es el motivo perfecto para sustituir programas e instituciones por transferencias directas de dinero. Pero al diseñar estas nuevas modalidades de asistencia, la corrupción es ignorada en una de sus representaciones más comunes: el clientelismo.
Lo anterior no es una defensa a los proyectos o compras de administraciones pasadas ni una crítica a políticas específicas del actual gobierno. Es simplemente un ejercicio para ilustrar que no es posible discernir en qué casos se aplica un criterio u otro, y que tampoco resulta claro cómo es que el gobierno federal blindará sus programas para que logren sortear riesgos de corrupción importantes.
Hasta el momento la lucha contra la corrupción se ha limitado a exponer individuos y, en algunos casos, a remover funcionarios sobrevivientes de la administración pasada. Pero no existen, o al menos no son perceptibles, los mecanismos específicos destinados a prevenir, detectar, investigar y sancionar actos de corrupción dentro de la propia administración.
Ahora bien, la ausencia de un plan anticorrupción no quiere decir que no exista una lógica detrás de las acciones realizadas. Simplemente quiere decir que la manera en que el gobierno de López Obrador entiende y utiliza el fenómeno de la corrupción es diametralmente distinta a la usual. Este es el principal aprendizaje que nos dejan los primeros cien días de gobierno.
¿Qué o quién?
En el gobierno de López Obrador, a la corrupción no la definen las acciones, sino las personas. La clasificación de una situación como corrupta ya no depende de las actos que se llevaron a cabo, sino de los individuos que los realizaron. Ahora no importa qué se hizo, sino quién lo hizo.
La situación que mejor ilustra lo anterior es la extraña preferencia del gobierno federal por las adjudicaciones directas. Sorprende que un gobierno comprometido con la bandera de la austeridad y el combate a la corrupción decida adjudicar directamente en lugar de hacer licitaciones públicas, ya que esto resulta en una compra más cara, de menor calidad y con un mayor riesgo de corrupción. Por ello, la aprobación de la “Ley Compadre” en Tabasco, la compra de pipas en el extranjero, la designación del Banco Azteca para distribuir las tarjetas de los programas sociales, entre otras, parecerían ir en contra de los objetivos del gobierno. No obstante, el mismo López Obrador aclaró que el problema y el riesgo de corrupción no recae en la adjudicación, sino en quién está adjudicando. A pregunta expresa sobre la compra de pipas para transporte de gasolina, justificó que no había corrupción diciendo lo siguiente:
“(…) y como nosotros no tenemos problemas de conciencia, porque no somos corruptos, por eso se actuó como se hizo”
Queda claro entonces que la acción (adjudicar) no es el problema, lo importante es si quien lo hace es honesto o no. Pero si no es mediante las acciones, ¿cómo distinguimos si alguien es corrupto? La experiencia de los primeros cien días de gobierno es preocupante, ya que esa distinción, lejos de cualquier fundamento legal, se realiza en las mañanas desde el púlpito presidencial.
En una conferencia mañanera podemos observar por igual a secretarios de Estado exponiendo una compleja trama de conflicto de interés del titular de la Comisión Reguladora de Energía, o al presidente de la nación aclarando que la recién nombrada ministra Yasmín Esquivel no tiene ningún conflicto de interés. Uno es acusado de otorgar permisos a una empresa propiedad del primo de su esposa, otra es absuelta a pesar de los cuestionamientos por haber resuelto casos donde estaba implicado directamente su esposo. ¿Qué diferencia hay entre ambos casos? En apariencia, solo la relación entre los involucrados y el gobierno federal.
Hemos sido testigos ya de varios ejercicios donde pareciera existir una aplicación selectiva de la ley. Donde el objetivo del gobierno no es necesariamente la instauración de un estado de derecho donde exista un verdadero mandato de la ley y que esta aplique por igual a todos los mexicanos. Más bien, la lucha contra la corrupción parece ser parte de una estrategia de mandato mediante la ley, donde el gobierno utiliza las disposiciones legales como una herramienta y no como un marco bajo el cual guiar y limitar su actuar.
En un país plagado de corrupción como México, esta lógica de combate a la corrupción es especialmente alarmante, ya que, además del riesgo de convertir el movimiento anticorrupción en un instrumento de persecución política y en un lugar común para justificar acciones del Estado, ignora los riesgos de malos manejos presentes en el actuar de todo gobierno, y por lo tanto, no ofrece una solución real al problema.
El gobierno de López Obrador tiene, por su legitimidad y popularidad, una oportunidad histórica para implementar mecanismos que reduzcan y limiten en gran medida la corrupción. Pero, de seguir por el mismo camino, desgastará mediante el discurso y la conveniencia una demanda legítima de la ciudadanía sin generar las soluciones que permitan enajenar este mal del día a día de los mexicanos. Urge un cambio en la lógica mostrada durante los primeros meses de gobierno, y elaborar e implementar medidas concretas para atajar un fenómeno tan complejo.
No es necesario ir tan lejos para encontrar buenas prácticas en el combate a la corrupción, ni siquiera buscar más allá de Morena. Basta con voltear a ver las acciones del gobierno de la Ciudad de México, el cual ha apostado por la tecnología y la innovación como principales aliados para enfrentar a la corrupción. Éste, junto con ejemplos de otros gobiernos estatales como Chihuahua, deberían ser referencias obligadas para la creación de una estrategia anticorrupción del gobierno federal.
Es coordinador anticorrupción del Instituto Mexicano para la Competitividad, A.C. (IMCO)