Yo le debo mi felicidad al neoliberalismo. Mi esposa y yo nos conocimos en las movilizaciones contra sus políticas de libre comercio. En 2003, nos mudamos a vivir juntos y nos dedicamos el año entero a organizar comunidades y sindicatos contra el Área de Libre Comercio de las Américas. En noviembre de ese año entendimos de mala manera qué significaba “en la calle codo a codo somos mucho más que dos” o cinco o diez, cuando nos encontramos corriendo junto con cientos de personas, perseguidos por los esbirros del neoliberalismo en trajes de robocop por las calles del centro de Miami. Entonces nos dimos cuenta, con los ojos llenos de lágrimas por los gases, de que, si bien el neoliberalismo nos había unido, nuestra relación transcendería las vicisitudes de la política económica. Y aquí seguimos.
Claro que esto solo lo pienso ahora, en esta época en que por “neoliberalismo” nos referimos a un ente difuso y misterioso, causa directa de todos los males o, si se me perdona la nostalgia, celestina de jóvenes altermundialistas. En los primeros años del milenio llamábamos “neoliberalismo” a un conjunto de políticas económicas y medidas de gobierno muy específicas, como la reducción del presupuesto de programas sociales con el pretexto de la austeridad y el combate a la corrupción, las privatizaciones a destajo, la desregulación y la reducción del Estado a su mínima expresión.
También sabíamos en ese entonces que el neoliberalismo no era tanto el producto de la corrupción moral de una mafia innombrable que opera tras bambalinas, sino un patrón de acumulación con base en la desregulación del capital y el control estricto sobre el trabajo. Nos oponíamos a los tratados de libre comercio porque buena parte de su contenido estaba diseñado para incrementar el acceso a mano de obra barata, maniatada por contratos de protección, sindicatos charros o de plano violencia abierta antisindical, como en Colombia y América Central, en beneficio de las grandes trasnacionales y no de las comunidades en las que aquellas llegaban a instalarse. Por cada resplandeciente parque industrial en la frontera hay un Rancho Anapra de pobreza y marginación extremas. Ese contraste es una representación visual de la persistente desigualdad social en México.
Era una batalla dura, sobre todo porque el discurso de apoyo a las políticas neoliberales las presentaba como medidas de “sentido común”. Cuando se hablaba de desregulación se nos decía, por ejemplo, que el objetivo era incentivar el surgimiento de pequeños negocios. ¿No tenía sentido liberar al tendero de la cuadra de los múltiples y engorrosos trámites para abrir su changarrito? Pues sí, pero ahí íbamos de necios a insistir que en realidad la desregulación e incentivos fiscales tenían más bien como objetivo facilitar la proliferación de las cadenas de supermercados que al final iban a desplazar a las tienditas de la esquina. ¿Y quién se podía oponer al adelgazamiento de una administración pública inflada y fofa? Nadie, solo los que perdían su trabajo y no lograban acomodarse en una economía con mínimo crecimiento.
Al cabo de los años, mi crítica a muchas de estas políticas no ha cambiado mucho, así como tampoco a lo que considero uno de sus aspectos más nocivos: la excesiva mercantilización de bienes y servicios públicos, como salud y educación. Lo que sí fui apreciando más claramente fue la peculiaridad del caso mexicano, en el que la implementación del modelo neoliberal coincidió con una apertura política que hizo posible no solo pensar en modelos alternativos, sino defenderlos libremente en la arena pública, sobre todo a partir de la alternancia en 2000.
Por ello siempre me fue difícil pensar en el neoliberalismo como un periodo oscuro precedido por una edad de oro de bienestar y destinado a ser reemplazado por la restauración de los años maravillosos. El neoliberalismo le presentó a la izquierda mexicana un reto para el que nunca estuvo realmente a la altura: ¿cómo pensar un modelo distinto con base en el reconocimiento de las lacras del pasado; un modelo de estado interventor con políticas de bienestar severamente limitadas por la corrupción, el corporativismo y los cambios de humor sexenales; y con la imaginación suficiente para respetar y aun acrecentar el protagonismo de una sociedad civil revitalizada en lo político, lo económico, lo social y lo cultural?
La medida de ese fracaso es lo que vivimos hoy: la desneoliberalización del neoliberalismo; es decir, el ahuecamiento del neoliberalismo como concepto y su uso como significante del mal en un discurso que compensa su falta de profundidad intelectual con una burda simplificación moral. La Cuarta Transformación es una operación discursiva muy eficiente. Al achacarle los males más aberrantes, como las desapariciones de personas, a un neoliberalismo tan inmoral como difuso, el gobierno en funciones erosiona la aplicabilidad del término “neoliberalismo” como concepto que define una serie de políticas públicas y medidas de gobierno y lo diluye en la dicotomía oficial del sexenio: el bien contra el mal.
Al mismo tiempo, la administración de AMLO está implementando medidas que en otros tiempos nadie en la izquierda mexicana dudaría en llamar neoliberales. La reducción del presupuesto para el programa de estancias infantiles y la entrega directa de los recursos a los padres de familia es una propuesta de libro de texto de los partidarios de la “libre elección”, eufemismo para lo que en los hechos constituye una privatización de los cuidados infantiles y la educación preescolar. Los despidos masivos de trabajadores con el argumento de la austeridad, sin ningún plan de reubicación laboral o desarrollo de nuevas habilidades de trabajo, parecen sacados de alguna película de Michael Moore sobre la crueldad patronal. Pero como todo ello ocurre en un marco discursivo en que el neoliberalismo desaparece a personas y deja morir a los niños quemados, ya no queda casi nadie dentro de la Cuarta Transformación que pueda ver la relación entre neoliberalismo y políticas y medidas concretas, en este caso, algunas de las que ellos están aplicando.
Fuera de los círculos oficiales habría que insistir en que los conceptos importan. Si el presidente ya lo pensó mejor y decidió que no todas las políticas neoliberales son malas, debería ser honesto y decirlo, aunque me temo que nos seguirá queriendo asustar con el neoliberalismo vestido como la bruja del cuento.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.