Contra la barbarie

Ni el asesinato sistemático de judíos ni la muerte programada de Leningrado con todos sus habitantes tienen paralelo. Pero recordarlos sirve porque la violencia sigue ahí, bajo otros disfraces.
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“Todos los hechos que ocurren después de las 5 pm del 9 de mayo de 1940 son imaginarios”, advierte C. J. Sansom en la primera página de su novela Dominion. A la sombra de un aniversario más de la liberación de Auschwitz y del cincuentenario de la muerte de Winston Churchill, lo que sigue en el libro de Sansom importa como una versión alternativa y literaria bastante precisa de lo que pudo haber sucedido si, en lugar de Churchill, hubiera asumido el cargo de primer ministro algún otro de los muchos políticos británicos inclinados a negociar un acuerdo de paz con Hitler. Entre ellos Lord Halifax, que era nada menos que el candidato del rey y de la mayoría del partido conservador.

Durante más de un año, hasta junio de 1941, cuando Hitler atacó a una Unión Soviética inerme (gracias a la estúpida política de apaciguamiento de Stalin, que había diezmado, por lo demás, a los altos mandos militares soviéticos), y obligó a los rusos a entrar a la guerra, solo un hombre evitó el dominio nazi de toda Europa: Churchill.

Esa reunión en el Parlamento inglés donde Halifax, que tenía primacía, pudo haber optado por asumir el cargo de primer ministro, es una lección escalofriante. El curso de la historia pudo haber cambiado para siempre en minutos: entre las 4:50 y las 5:00 de la tarde de ese 9 de mayo. Y no se necesita imaginar realidades alternativas pasa saber qué hubiera sucedido si la maquinaria bélica nazi hubiera avasallado al mundo: basta asomarse al microcosmos de Auschwitz. Un experimento industrializado de lo que hubiera pasado en todos los territorios habitados por etnias no deseables de acuerdo con los nazis. Un experimento innecesario, porque como escribió Daniel Goldhagen en The New York Times, el hombre nunca ha necesitado cámaras de gas y crematorios para matar a diez o a cientos de miles de sus congéneres. Aproximadamente la mitad de los seis millones de judíos asesinados durante la II Guerra Mundial perecieron a balazos fuera de los campos de concentración.

Y para quien aún piensa que Auschwitz fue un acto de locura excepcional, un hoyo negro en la historia humana dirigido nada más a un pueblo, y que el resto hubiese recibido un trato más digno bajo el Reich de Hitler, podemos adelantar las páginas de la historia hasta la operación Barbarroja y el sitio de Leningrado. Cerco brutal que terminó también hace poco más de un siglo, el 27 de enero de 1944, 872 días después de que los alemanes rodearon la ciudad dejándole una sola vía de comunicación con el resto de la Unión Soviética: el inmenso y tumultuoso lago Ládoga.

Los nazis estaban tan cerca que podían ver el perfil de los palacios de la ciudad. Sabían que los más de tres millones de leningradenses, sin electricidad y sin agua, ateridos de frío y con raciones que apenas podían mantener con vida a un ser humano por unas semanas, morían de hambre a diario. Pero el mandato de Hitler era acabar con los judíos europeos y borrar del mapa a Leningrado y sus habitantes (“eslavos desechables”), y a eso se dedicaron los soldados que lo obedecían ciegamente. Estuvieron a punto de lograrlo.

Nada sorprende más de los innumerables testimonios de los sobrevivientes de Auschwitz y Leningrado que la ausencia absoluta de piedad. La violencia, que parece ser un rasgo genético de los seres humanos especialmente bien diseñado para quedarse, acabó con cualquier asomo de compasión. No he encontrado un solo caso de “objetores de conciencia”. Ningún guardia repartió pan para salvar desinteresadamente a grupos de judíos en Auschwitz. Ningún piloto alemán, a sabiendas de que los camiones —o barcazas— que atravesaban el Ládoga con alimentos salvarían a unos cuantos de morir de hambre y regresarían llenos de mujeres y niños al borde de la inanición, se abstuvo de bombardear esos transportes.

El asesinato sistemático y tecnificado de todo un pueblo no tiene precedentes en la historia, y la muerte programada de Leningrado, una inmensa ciudad con millones de habitantes, tampoco tiene paralelo. Pero recordarlos sirve porque la violencia sigue ahí. Bajo el disfraz de fundamentalismos religiosos, ideologías anacrónicas que prometen paraísos socialistas, irredentismos geopolíticos y de la promesa de ganancias millonarias traficando drogas. Entonces como ahora es imposible negociar con la barbarie: Winston Churchill tenía razón.

 

 

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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