El cine de Amat Escalante (Barcelona, 1979) no es amable con el espectador. Ninguna de sus películas habrá de tranquilizarlo ni ofrecerle esquemas simples de inocencia y maldad. Lo que en otros cineastas podría verse como inclinación a incitar, en Escalante se percibe como una imposición ética. Su cine aborda las plagas que afectan al México actual –violencia, impunidad, machismo, corrupción– no como un espectáculo sino buscando recrear el clima de esa realidad. Por eso genera sensaciones incómodas. Ante todo, vulnerabilidad.
Hijo de madre estadounidense y padre mexicano, Escalante creció en Guanajuato: la ciudad colonial de trazo delirante que sirvió a Luis Buñuel para espejear la mente torcida del protagonista de Él (1953). Esas mismas calles empinadas y túneles subterráneos fueron el fondo del cortometraje Amarrados (2002), el primer trabajo de Escalante en recorrer festivales. La historia de un niño indigente y de la mujer que abusa de él esboza ya temas que serían constantes en la filmografía de Escalante: seres que evaden su realidad, sexualidad pervertida y violencia interiorizada que acaba por estallar. En Sangre (2005), su ópera prima, Escalante encuentra un estilo que contagia al público el malestar de sus personajes: encuadres que cortan cabezas, ruidos intrusivos, ausencia de elipsis. También situada en Guanajuato, Sangre narra la historia de una familia atrapada en su rutina y evoca el cine de Carlos Reygadas, una influencia explícita del director. Cuando la cinta se exhibió en la sección Un Certain Regard del festival de Cannes, llamó la atención de otro de los directores admirados por Escalante, el francés Bruno Dumont. Este presidía un jurado que otorgaba becas a cineastas para que escribieran en París su siguiente guion. Escalante fue uno de sus elegidos.
Así nació Los bastardos (2008), un relato situado en Los Ángeles, California, que anticipa la guerra cultural promovida por Donald Trump. En ella Escalante incorpora los paisajes abiertos y sin asideros que recuerdan a Dumont, pero otorgándoles una función clara: subrayan la insignificancia de los inmigrantes protagonistas, su desamparo y su desolación.
En Heli (2013) cristalizaron todas las influencias y preocupaciones del director. También ubicada en Guanajuato, narra el destino trágico de una familia que trunca una operación sucia del ejército mexicano. Por un lado, sus escenas de mutilación delataban la filiación de Escalante al Nuevo Extremismo Francés, el género que James Quandt definió como el “cine que está decidido a romper cada tabú, a vadear ríos de vísceras y espumas de esperma”. Por otro, el horror existencial que describe la cinta es casi de naturaleza local. Incluida ese año en la sección oficial de Cannes, Heli dividió a la audiencia. Más significativo, le hizo obtener a Escalante el premio al mejor director.
Cierta lógica dictaba que el cineasta volvería al hiperrealismo que lo consagró en Cannes. Fiel a su principio de no cumplir expectativas, Escalante incursionó en el género de la ciencia ficción. Ganadora del premio al Mejor Director en el pasado festival de Venecia, La región salvaje (2016) imagina el encuentro entre una criatura alienígena y miembros de una clase media –de nuevo, guanajuatense– atrapada en la infelicidad y limitada por sus propios prejuicios. La premisa es fantástica pero la advertencia es real: los miedos y deseos reprimidos toman formas inesperadas. Se apoderan de los cuerpos y les roban la voluntad.
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Se ha dicho que tu cine es provocador y eso se extiende a ti. ¿Estarías de acuerdo?
La provocación es parte fundamental de cualquier tipo de arte. Es distinto provocar por molestar que hacerlo para generar una reacción. Mi padre es pintor y su obra también podría calificarse de provocadora –yo crecí viendo eso, e incluso a veces pintaba con él–. Por lo mismo, siempre me ha atraído el cine que confronta: la primera película que me dejó una impresión fue La naranja mecánica de Kubrick. No me interesa mostrar cosas “shockeantes” –internet está lleno de eso y ahí puedes encontrar cualquier imagen que busques–. Prefiero recrear la violencia en la imaginación. Creo que la violencia se experimenta de una forma personal y profunda –es una sensación que te invade todo el cuerpo– y que el cine no expresa eso. Muestra mucha violencia, pero solo como herramienta o como valor de producción. He querido explorarla desde otro ángulo.
Lo hiciste en Sangre, tu primera película. No es violenta en términos tradicionales, pero los personajes acumulan frustración.
Le sucede al personaje del padre, Cirilo Recio Dávila, quien por debilidad no permite que el amor de su esposa y de su hija fluya a su alrededor. Esto afecta a la hija, que termina cometiendo un acto violento en contra de sí misma. En principio la película hablaba de uno de mis miedos, que es el de no saber manejar situaciones incómodas. Si uno no puede controlar a ciertas personas o controlarse ante ellas, empieza a sacrificar cosas. Cuando hice Sangre nunca antes había tenido una pareja y esos temas me preocupaban. Veía cómo se relacionaban otras parejas y creaban estas dinámicas. Otro de los temas de Sangre es la evasión. Observaba cómo los padres de algunos amigos o sus familias veían televisión mientras comían, y cómo estos hábitos se usan como un filtro para no hablar de los sentimientos.
Además de contar una historia incómoda, Sangre rompía con nociones del “cine correcto”, como lo hacía también el cine de Carlos Reygadas. ¿Cómo se dio el encuentro entre ustedes?
Leí sobre el primer largometraje de Reygadas, Japón, en la revista Film Comment, donde la comparaban con el cine de Andréi Tarkovski y de Werner Herzog. Nunca antes había leído algo así sobre una película mexicana, y me llamó mucho la atención. Cuando por fin la vi superó mis expectativas. Era muy cercana a mis intereses de entonces, como cineasta y como cinéfilo. Contacté a Carlos, nos hicimos amigos, y terminé siendo uno de los asistentes de dirección de su película Batalla en el cielo. Ahí conocí a mucha gente que después me ayudó a hacer Sangre, como el productor Jaime Romandía y el fotógrafo Alex Fenton. Como Batalla en el cielo tardó más de lo planeado en terminarse, Carlos y yo estrenamos nuestras películas el mismo año, en Cannes. Eso fue muy especial para mí.
Como en el cine de Reygadas, en Sangre aparecían actores no profesionales y con rostros no convencionales.
No encontraba autenticidad en el cine industrial mexicano de entonces, y tampoco en el de hoy. Parte del problema son los actores, ya sea porque salen los mismos en muchas películas o por su escuela de actuación. He hecho casting a muchos actores profesionales mexicanos y, aunque sé que podrían funcionar, siempre hay algo que no me convence. En Sangre preferí filmar a gente que estaba cerca, aun sabiendo que había un riesgo en poner frente a la cámara a personas que no habían actuado. Ni siquiera hice pruebas de cámara, por lo que el primer día de rodaje fue muy incómodo. A la vez, el guion estaba diseñado para eso. No es que me propusiera mostrar gente que no fuera atractiva. Yo veía a mis actores como personas particulares y atractivas en otro sentido. Por ejemplo, encontré a Cirilo mientras comía en una lonchería en Guanajuato y me atrajo cómo se movía. Le falta un cierto filtro que muchos de nosotros tenemos, y eso permite que la cámara entre directamente a su interior.
Lo mismo ocurre con los migrantes protagonistas de Los bastardos, tu siguiente película. Sus rostros sugieren miedo, resentimiento y el deseo de tener lo que ven alrededor. ¿Cómo los conociste?
El mayor, Jesús Moisés Rodríguez, es de Guanajuato. Mi hermano Martín hizo el casting y lo encontró en una construcción. Luego nos enteramos de que había nacido en Texas y que su madre lo trajo a México aún siendo bebé. Al menor, Rubén Sosa, lo encontramos en Estados Unidos. Él nació en Hidalgo, pero había cruzado la frontera ocho veces cuando todavía era menor de edad.
Ya conocía el rechazo…
Era lo que nos decía. Ya no era necesario pedirle, como a un actor profesional: “Imagínate que tu personaje cruzó la frontera ocho veces.” Lo llevaba en la cara, en la actitud.
Los bastardos es de las pocas cintas sobre migrantes en Estados Unidos que evita el cliché de las víctimas y los villanos. El personaje estadounidense (interpretado por Nina Zavarin), la dueña de la casa en la que irrumpen los migrantes, vive su propio infierno.
Quería hacer algo diferente a lo que había. A los doce años me fui a vivir a Estados Unidos y estando allá veía cómo los mexicanos eran representados en las películas no como víctimas pero sí como santos –algo que no ayuda en nada–. Nadie es cien por ciento inocente ni cien por ciento villano. Si volviera a hacer Los bastardos ahora, considerando lo que ha pasado en Estados Unidos con Donald Trump, seguramente no haría la misma película. Pero en ese entonces, cuando había tanta corrección política, el racismo no estaba a la luz. Yo quería mostrarlo, incluso poniendo al espectador en una posición que lo llevara a tener sentimientos racistas.
Incluso el título es ambiguo.
Los “bastardos” podrían ser los migrantes, la estadounidense a la que secuestran o su esposo. Podría ser quien sea. Gente cercana a la producción de la película dudaba si debía llamarse así porque es un nombre agresivo, pero la película también lo es. Su violencia viene de su ambigüedad.
Además la palabra tiene dos connotaciones. Se usa como insulto pero es como se llama a los hijos no reconocidos. Los migrantes son hijos no reconocidos por México ni por Estados Unidos.
Y cuando te vas a otro país extrañas mucho al tuyo, y lo idealizas. Te sientes huérfano porque no tienes madre patria. Fue mi experiencia, y también de ahí viene el título.
A pesar de ser una película violenta, Los bastardos contiene una escena de mucha intimidad entre invasores y secuestrada. El sexo entre ellos es casi consensual. Eso también es provocador.
Hubo una retrospectiva de mis películas en Sarajevo y una mujer me lo reclamó. Dijo que estaba cansada de ver eso en el cine, y me regañó enfrente de todos. No discutí mucho con ella, pero la escena muestra un momento en que la mujer se siente incómoda durante el intercambio, y le pide al personaje que pare. Le dice: “No.” Él lo entiende y se detiene. Por otro lado, entiendo que si hay una pistola de por medio puede verse como una violación. Es parte de la ambigüedad.
En tus películas, la televisión es una vía de escape. En Los bastardos, sin embargo, detona la tragedia cuando uno de los migrantes ve un programa donde se muestra un arresto a un mexicano. ¿Crees que la televisión ha jugado un papel en el clima actual de rechazo hacia los inmigrantes mexicanos?
Así es como llegó a la presidencia Donald Trump, ¿no? A través de explotar el miedo. También tienes ahí programas como Cops –que es el que sale en la película–, que trata de arrestos solo a negros y mexicanos. Lo que se busca en Estados Unidos es que te quedes en tu casa a ver la televisión. Esos programas, junto con los noticieros, te dicen lo peligroso que es salir a la calle, y además te invitan a consumir.
La ironía en Los bastardos es que es justo la televisión la que hace estallar la violencia dentro de la casa.
Las primeras guerras que recuerdo “sucedieron” por televisión. No se sentían reales y eso me marcó de alguna manera. Me parecía una negación de la muerte que, por ejemplo, en Estados Unidos se prohibiera mostrar los ataúdes de los soldados americanos que volvían a su país. En Los bastardos quise que la violencia en la pantalla realmente llegara al sofá de una casa.
Has dicho que en tus películas quieres explorar la relación entre México y Estados Unidos.
Por ser de los dos países y por haber vivido en ambos, siempre me ha llamado la atención cómo Estados Unidos ha invadido México a través de sus corporaciones. No digo que esté mal, solo que es muy evidente. En Sangre se dice que la comida favorita de Diego, el protagonista, es de Carl’s Jr., y es la comida que compra su esposa Blanca para conquistarlo de nuevo.
Es una observación parecida a la que haces en El cura Nicolás Colgado, el cortometraje con el que participaste en el proyecto colectivo Revolución (2010). El relato comienza en lo que parecen ser los años de la Guerra Cristera, con unos niños que rescatan a un sacerdote colgado de un árbol. Luego todos “caminan” juntos hasta el México del presente: piden limosna a los automovilistas y cuando juntan un poco de dinero se dirigen a McDonald’s.
Es la misma idea. Quizá ganamos ciertas guerras, pero al final la invasión de Estados Unidos se dio de otra forma. No solo económicamente sino por cómo hemos adoptado sus hábitos y por la forma en que eso nos ha afectado. Que haya corporaciones es lo de menos; hay otras formas de invadir que ni notamos y que son más profundas. Puedes llamarlos intercambios, pero se sabe que en los intercambios siempre hay uno con más ventaja que el otro. A Estados Unidos le beneficia la explotación que puede llevar a cabo aquí.
Heli, la película que siguió a Los bastardos, atrajo mucha atención. En parte por el premio que obtuvo en Cannes, pero también por una escena de tortura que a algunos les pareció excesiva. Recuerdo que The Guardian te entrevistó al respecto y tú respondiste: “Que vengan a México y vean.”
Cuando la película provocó esa reacción allá sentí una especie de decepción. Si eres de México, o de cualquier lugar donde pasan tales atrocidades, es difícil no sentirte responsable. Habla de cosas que ves en la calle o que le están pasando a gente cada vez más cercana a ti. Por eso quise tocar el tema.
La primera secuencia muestra a personajes colgando cuerpos de un puente peatonal, que es como los delincuentes mandan señales a sus enemigos. Resume el México actual, pero quizás a un extranjero le puede parecer irreal.
No lo sé. Tal vez lo impresionante fue ver a gente llevándolo a cabo. Es una imagen que ya forma parte de nuestra realidad social, pero siempre la vemos en foto. Siempre me ha interesado mostrar el lado de las cosas que no solemos ver, sin editarlo. De ser posible, que los únicos cortes sean los parpadeos. Alguien puede decidir taparse los ojos, pero también puede descubrir qué pasa si lo ve representado sin glamur.
¿Representa un reto filmar ese tipo de escenas?
Lo he podido conseguir gracias al cine digital. En películas de bajo presupuesto como las mías, los efectos digitales te dan la libertad de imaginarte algo y poderlo mostrar. Parque Jurásico fue la primera película con efectos digitales y desde entonces esa tecnología se ha ido democratizando. Se ha vuelto una herramienta muy importante para mí.
A propósito de Parque Jurásico, fue notable que Spielberg presidiera el jurado que te premió en Cannes. Es un director que procura dar placer a su público –y, en ese sentido, Heli es la película menos spielberguiana posible.
Sí, y eso le abrió posibilidades a la película. Al parecer, una de las cosas que más le gustó a Spielberg fue justo la primera secuencia.
Tiene sentido, considerando el valor que le da Spielberg a la narrativa visual.
Creo que también interesó el hecho de que México está al lado de Estados Unidos, y que Heli muestra cosas que están pasando en nuestro país de las que ellos no están conscientes.
El uso que haces en Heli de espacios abiertos y horizontes sin límite es muy inquietante.
El contraste entre la Ciudad de México y el resto del país es muy grande. A veces en la capital nos sentimos desamparados, siendo el lugar en donde mejor funcionan las leyes y los servicios públicos. En otros lugares del país la situación es mucho peor. La gente tiene que hacer valer la ley con sus propios recursos. En esos terrenos olvidados y abiertos se tiene la sensación de estar en la nada. Por otro lado, me gusta mucho Sergio Leone y géneros como el spaghetti western, y me gusta la idea de filmar paisajes así de abiertos.
También en Heli, como en Los bastardos, hay ambigüedad en los personajes. Da la impresión de que hasta los militares que cometen delitos y crímenes son víctimas de algo mayor. ¿Es así?
Sí, quería hablar de cómo las cosas no solo pasan porque pasan. Hay una cadena en donde uno va afectando al otro. No hay un malvado que de pronto diga: “Ahora todo va a estar mal.” Es el caso de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en donde nadie es culpable porque todos son culpables. Y como es difícil señalar a un solo responsable resulta más sencillo culpar a quien sea. Por eso en Heli no hay un “malo”. Me interesaba más mostrar un sistema podrido desde adentro.
¿Qué te hizo saltar del hiperrealismo de Heli a la ciencia ficción de La región salvaje?
Ya no quería volver a esos temas, y me alejé, hasta llegar al espacio. En las primeras versiones del guion que escribí con Gibrán Portela no había elementos de ciencia ficción. Me di cuenta de que otra vez estaba abordando temas sociales sin aportar ningún tipo de respuesta. Me pregunté cómo hacer para entrar en los personajes y se me ocurrió que una criatura extraterrestre podía ser una representación de lo que llevan dentro: el rechazo y el deseo que sienten ante muchas cosas. La criatura tenía que sugerir algo sexual pero a la vez ser grotesca. Además me entusiasmó la idea de tener en mi película a una criatura así, un elemento tan propio del cine. Podría venir de otras películas, como de La posesión de Andrzej Żuławski, o del cine de David Cronenberg. Me pareció interesante poner a la criatura en un contexto donde nadie la espera, y ver cómo se daba el choque entre ella y los personajes de la otra historia de la película, muy mexicana y cotidiana.
Esa otra historia casi pertenece al género del melodrama. Sus personajes describen dinámicas de familias disfuncionales. Hay una suegra dominante y un marido con inclinaciones homosexuales pero comportamiento homofóbico.
En México y en Estados Unidos se vive una represión que viene de la Iglesia y de las llamadas “buenas costumbres”. En nuestro país es usual que se obligue a los hombres a estar con mujeres, incluso si no quieren. Eso causa violencia al interior de la familia. No es una sociedad libre. También influye la idea del matrimonio, que dice que un hombre y una mujer se tienen que casar y permanecer juntos toda la vida. Eso causa ansiedad.
Los personajes de tu cine viven una sexualidad conflictiva, pero una escena memorable de La región salvaje muestra animales de todo tipo copulando felizmente.
Los animales viven el presente, no se acusan ni se chantajean. Su instinto los lleva a vivir en un estado continuo de libertad y de felicidad sexual. La escena muestra el extremo de eso y sugiere la desinhibición que se vive en la zona donde se encuentra la criatura extraterrestre. Mucha gente nunca ha vivido esa libertad y si la probaran les resultaría mágico, como les sucede a los personajes de la película.
Hacia el final de la cinta se descubren cuerpos enterrados en el campo. A los mexicanos eso nos remite a las fosas clandestinas del narco.
Yo pensaba más bien en las mujeres asesinadas. No pensé en el narco, pero he oído que algunas personas lo han interpretado así. También podría ser. Sigue sin resolverse el misterio de los feminicidios, aunque si se investigara un poco más se sabría qué pasa. Por supuesto, se asume que los cometen distintas personas en situaciones distintas; el misterio al que me refiero es por qué sigue creciendo la epidemia de asesinatos de mujeres cometidos por hombres. Si no se aplica la ley a los que están cometiendo crímenes empieza a surgir una figura equivalente a un monstruo. La impunidad crea esos monstruos. ~
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Esta es una versión ampliada de la entrevista publicada originalmente en Caimán. Cuadernos de Cine, nº 59 (110), abril de 2017.
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.