Voces, voces, entonces: guijarros hechos de timbre y altura, arena dispersa y luego concentrada en armónicos y escalas, en tono y síncopa, en escalas y arpegios, todo eso extrañamente sostenido por una especie de silbido primitivo. Voces distantes, probablemente de otros lugares donde se hablan idiomas diferentes del mío, pero voces maravillosamente puestas a mi alcance por un Mercurio atravesado por resonancias de esperanto y traductor simultáneo de organismos internacionales, un dios con alas en los pies que debe disimular quién es o lo que es para entrar en los cónclaves de los consejos de seguridad y las comisiones de comercio y legislaciones varias que se deciden en altas esferas, tan altas como el piso 38 al lado del río Hudson.
Comoquiera, las voces me llegaban perfectamente inteligibles y yo podía descifrarlas y asimilarlas en su sentido y forma sin grandes dificultades. No está lejos el momento en que registre aquí lo que esas voces decían, clamaban, hacían sonar en mi piel y en mis terminaciones nerviosas, adiestradas en ásperas griterías a lo largo de manifestaciones de protesta política, afinadas en la escucha de balbuceos estudiantiles y afirmaciones doctorales de profesores de andar pesado e hipnóticamente viscoso, perfeccionadas en el rigor fluido de la música y su sabio silencio articulado en el torrente aural que ha dado tantas versiones de consuelo a tantos oídos fatigados o llenos de bruma, de agobio, de nuberíos ominosos.
Las voces me llenaron y luego se fueron, dejándome vacío, dueño apenas de mis pasos por el andén de la Estación Panteones; pero no se crea que porque esto fue así como lo cuento sufrí un desmayo o me hundí en la pesadumbre de una tristeza neoclásica y poco convincente; no, no, no: cuando las voces me dejaron y se fueron a su venero de misterio y difíciles uniones de mundo y seres, sentí el gozo de una alegría incandescente, tan encendida que si hubiera durado solamente una fracción más de segundo, ahora estaría yo hecho, como dijo el Maestro, ceniza breve, un montoncito de recuerdos materiales que están a punto de entrar en la inexistencia, para derramarse de inmediato en dosis homeopáticas dentro del curso del agua universal, para nunca ser recordados, jamás invocados, desaparecidos para siempre. Y decir “siempre” me sobresalta, me exalta con humores sublimes, como si me hubiera caído en el pie izquierdo un pedazo de mármol del Partenón y en el pie derecho se hubiera posado un suspiro de Venus. ~
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Fragmento de El viento en el andén, libro en preparación.
(Ciudad de México, 1949-2022) fue poeta, editor, ensayista y traductor.