Portada del disco "Pink elephant", de Arcade Fire.

 “Pink elephant”, Arcade Fire después del incendio

El nuevo disco de Arcade Fire prometía despejar las dudas sobre el rumbo musical de la banda. En realidad, ratifica su indecisión.
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Si algo define a Arcade Fire es la dualidad, evidente tanto en su lírica como en su música. A partir de la reflexión autobiográfica de Win Butler, el líder y principal compositor, proyectada contra el telón de los acontecimientos cotidianos, su cancionero trenza el sufrimiento personal con la incertidumbre social. Pop neoexpresionista en el que la angustia derivada del hipercapitalismo se entrevera con una personalidad ya en crisis, esta conciencia escindida ejemplifica la zozobra del nuevo milenio; sus cuarteaduras nos permiten asomarnos por igual a la psique del yo lírico que a los interiores ocultos tras las brillantes superficies. Musicalmente, esa bipolaridad se expresa en la combinación de elementos procedentes del punk, el post punky el noise con la ambición mayestática de la rimbombancia orquestal y la complejidad melódica. Los estallidos y apoteosis rítmicos contrastan con el uso de arpegios de guitarras, piano o sintetizador, mientras que las armonías y sutilezas de instrumentos poco comunes –xilófonos, glockenspiel, mandolinas, cornos– a menudo chocan con las percusiones delirantes, los cambios de ritmo, la distorsión y la densidad sonora.  Ese eclecticismo y ese calculado manejo de elementos contradictorios y en apariencia disonantes erigieron a la banda en icono del indie y en portavoces generacionales. En la reseña genésica de Funeral, publicada en Pitchfork en 2004, David Moore percibió que la pena individual que cantaban Butler y Chassagne traducía el relato generacional, “su búsqueda de salvación en medio del caos de la realidad es la nuestra; su catarsis final forma parte de nuestra iluminación incesante”.

Gracias a esa tensión entre lo personal y lo colectivo, entre la belleza y la fealdad –enamorados del ruido, hemos olvidado que la estridencia cae en esa categoría–, y entre el grito y el cántico coral, Arcade Fire aportó uno de los grandes legados del período: el cuarteto de álbumes que comenzó con Funeral (2004) y cerró con Reflektor (2013). (No omito, sin embargo, que escuchar este disco atentamente, doce años después de su publicación, acaso podría inducirnos a concluir que, más que la culminación de un ciclo, fue el principio del declive.)

Los discos siguientes, Everything now (2017) y We (2022), acusaron, además de un cambio en la dirección musical –no temática–, irregularidad en los resultados. Si bien mantenían el enfoque de abordar los fenómenos sociales, orientados desde Reflektor a las transformaciones propiciadas por internet y la era digital, en el aspecto musical las composiciones adolecían de profundidad y, caso paradójico, chapoteaban en esa plástica superficialidad que las letras denunciaban. Si la característica dualidad de sus inicios parecía una ilustración anacrónica de esa esquizofrenia que Fredric Jameson consideró padecimiento de la modernidad tardía, en su viraje hacia la electrónica y el pop Arcade Fire se mostraba atrapado en el bucle de las pantallas del hipercapitalismo. Al dirigir su atención hacia la esfera de espejos de la pista de baile, los últimos álbumes, más que la abigarrada y cambiante realidad, reflejaban el abismo del caos creativo.

Por ello, Pink elephant (2025) auguraba relevancia. Estéticamente, porque despejaría la incógnita de cuál de los derroteros tomaría el grupo: si permanecía en la vacuidad pop-electrónica iniciada en Everything now, o por el contrario, contenía el aliento y emergía con una exhalación pomposa y magistral a la altura de las ambiciones de sus tres primeros álbumes: un testamento personal y colectivo, como insinuaba We.

En segundo término, al ser el álbum inmediato a las denuncias contra Butler por un comportamiento abusivo y acosador de carácter sexual, implicaría una respuesta a las acusaciones y mostraría cómo las había asimilado.

Sin embargo, la mayor interrogante era si, como sus críticos advertían desde hacía casi una década, la banda había perdido la inspiración y sobrevivía gracias a la respiración artificial que le proporcionaba la producción. Que un artista recurra con vehemencia a distintos productores para sus álbumes delata más agotamiento que la búsqueda de un nuevo sonido. Mientras la deriva hacia el pop y la electrónica eligió como timoneles de la producción a Thomas Bangalter y a Steve Mackey, el disco publicado a principios de mayo aspira a la paisajística sonora postindustrial que ha afamado a Daniel Lanois, uno de los grandes productores musicales de los últimos treinta años, orquestador de algunos de los mejores discos de U2 (The Joshua Tree, Achtung Baby).

Pink elephant responde las tres cuestiones. De entrada, ratifica que Arcade Fire se encuentra indeciso entre la ruta que lleva a sus orígenes y la que conduce hacia otro derrotero, que nada tiene ya de novedoso. La composición resulta familiar: gira en torno a una nueva denuncia de los males contemporáneos, centrada en la alienación, la manipulación ideológica y el clima de persecución y de desconfianza, que los lectores suspicaces han interpretado como una crítica a la cultura de la cancelación. Y si temáticamente pretende asumirse una obra compleja, en el aspecto musical busca recuperar la urdimbre conceptual: piezas instrumentales que actúan como puentes y articulaciones con los temas con letra. Dos de ellas, la obertura “Open your heart or die trying” y “Beyond salvation”, son de lo mejor del álbum. La primera arroja al espectador in medias res al angustiante ambiente del disco, con los drones y las sirenas que alteran el ritmo cardíaco y asociamos a un estado totalitario o represivo. La segunda, en cambio, evoca la dulzura redentora de Vangelis en Blade Runner –de hecho, algo de esa partitura y de la atmósfera del filme se percibe en el disco– y permite el tránsito entre el postpunk de “Alien nation” –paronomasia de transparente alusión: “alienación”–, que tras un inicio acompasado que recuerda al neofunk de The Black Grapes da paso a un exabrupto evocador del caos punk, sin que medie una transición aceptable, por lo que parece la yuxtaposición de dos piezas distintas, y la melosidad de “Ride or die”, cuyo título astutamente sugiere profundidad: “viaja o muere”, un mensaje idéntico al de “Year of the snake”: “transformarse o morir”. Pese a cierta monotonía melódica, gracias a un registro que retoma la sutileza acústica de otras épocas, es de las mejores canciones del álbum.

Si la mezcla compositiva guiña a la ambición conceptual de la primera etapa del grupo, lo cierto es que más que una herramienta creativa resulta una estratagema. No hay inspiración, sino destreza. La otrora asociación de efervescente creatividad, en la que Win Butler era la fuerza principal pero no la única, se ha convertido en una banda corporativa que resuelve la composición como una pintura por números, cuyas decisiones toma Win, ya ni siquiera por su esposa, quien, desde Everything now, ha perdido relevancia.

Pink elephant no resuelve la interrogante sobre el porvenir creativo de Arcade Fire, sino que, por el contrario, la ahonda ya que sugiere que se ha convertido en la banda de acompañamiento de su líder. El egocentrismo que siempre afectó la lírica ha derivado en egolatría. Más allá de que los versos, con frecuencia vagos y en los peores momentos gratuitos y divagantes, insinúen una crítica a la era del recelo, se antojan más un alegato de autoexculpación y redención, al que Chassagne contribuye, cuyo mensaje de amor, resiliencia y optimismo parece minimizar la gravedad de los actos de Butler. Algunos son particularmente inquietantes: “Soy un niño de verdad/ mi corazón está lleno de amor/ no es una pieza de madera” (“Year of the snake”, la alusión es a Pinocho, por ello mi traducción es una versión, no literal). Y, sobre todo, esta frase de “I love her shadow”: “De tus cicatrices imborrables, quiero crear nuevas constelaciones/ Nunca nos conocimos, pero no olvido quién eres”. Como si fuera un superficial baladista, el cantante farfulla que “está lleno de amor” y que “recuerda a alguien que no conoció”. Peor aún, parece incidir en ese tópico redentor con el que se pretende ocultar la conducta predatoria

No obstante, mi crítica no se basa en la ceguera lírica, sino en la falta de inspiración. Mientras los lugares comunes y la pobreza imaginativa afectan la lírica, en la composición se recurre a soluciones fáciles: la percusión intempestiva (“Alien nation”) o el ritmo bailable, lo cual ni trasmite el clima de alineación denunciado ni contribuye a propiciar el clima de redención y de comunión amorosa que proponen “Circle of trust” –o la confirmación de los votos conyugales– y “I love her shadow”, un aceptable himno melancólico amoroso. Por ello, aunque fueron pensadas como puntos culminantes del escueto disco, terminan zozobrando en la inocuidad.

Probablemente Butler deba replantearse ese empeño por la unidad temática. Hay canciones buenas, aunque sin la profundidad de sus grandes hitos, pero la dureza en la evaluación proviene del enfoque: si hemos de considerar el disco unitariamente, la cohesión no se da: es un esbozo de álbum. Pink elephant comprueba que Arcade Fire ha pasado de la encrucijada creativa al páramo cenagoso; que Butler no ha conseguido resolver sus conflictos en torno a su actitud predatoria; y que estéticamente, más allá de mañas propias de un veterano, poco queda de aquella chispa del fuego arcádico. Los decanos del rock independiente se han convertido en mercaderes tan taimados como los antiguos productores de éxitos comerciales. ~


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