Una mañana, hace algunos años, vi por vez primera Playtime, de Jacques Tati. Por la tarde fui al supermercado.
Solía ir allí dos o tres veces por semana, pero aquella tarde el lugar había cambiado por completo, por más que las luces, los pasillos, los estantes y los limones estuvieran en el mismo sitio. De repente las conversaciones entrecortadas de los clientes con los que me cruzaba, el chirrido de los carritos, el pitido de las cajas, los colores de las verduras y los juegos de la luz fluorescente en el suelo me asaltaron como un torbellino, como un festival de sinestesia, y me quedé plantado delante de unos higos pensando a qué debía tamaña sensorialidad, tan novedosa como agradable. Caí entonces, claro, en que la culpa la tenía la película, una función circense de dos horas que te cae sobre los sentidos dormidos con la terquedad y obstinación con que la lluvia persistente acaba por conseguir que algo florezca en el barbecho.
Pasada la edad en la que uno solo intuía, sin querer aceptarla del todo, la idea de que no hay tiempo en la vida para todo el cine, música y literatura que vale realmente la pena, resultan muy frustrantes las películas y libros que pasan por ti como ciudades apenas entrevistas desde el tren. Son un tesoro, por el contrario, esos otras obras que, terminadas, reconfiguran tu relación con el entorno, erigiéndose ante tus ojos como un prisma de luz que redirige de ahora en adelante tus miradas. Películas y libros que te cambian la manera de plantarte ante la realidad, de trepar por ella y de conducirte por entre sus ramas. Savia nueva. La fuente del encanto es uno de esos libros.
A medio camino entre la antología y el ensayo, entre el memorial y la autobiografía, entre la prosa y el verso, en La fuente del encanto Andrés Trapiello propone un itinerario en paralelo de su obra en verso y de su vida poética, alternando pruebas de su logradísima consecución de la primera y erigiéndose en voz de autoridad para guiar al lector en su propio camino hacia la consecución de la segunda. Trapiello sigue aquí, como en tantas otras cosas, a Juan Ramón Jiménez “cuando decía, siguiendo las enseñanzas krausistas, que el propósito de un poeta no era tanto escribir poesía como lograr una vida poética, haciendo innecesaria incluso la obra […] Ser uno poesía, y no poeta”.
Trapiello invoca lejanísimos recuerdos del paraíso perdido de su infancia, ese período “en el que los momentos de plenitud eran […] nuevos, refulgentes, recién estrenados, […] se sucedían de continuo, inesperadamente”. Y a partir de ellos, elabora un recorrido de más de sesenta años, denso y grácil a un tiempo, mezcla de crítica y de autobiografía (“¿cómo hacer la una sin la otra?”) por toda su vida de lector de poesía, de editor de poesía, de poeta. El espíritu del libro cabe en estos versos de El camino de vuelta, uno de los poemas incluidos en la antología: “Noche estrellada, si te acuerdas, dile / a tus pequeños astros / que me lleven de vuelta / siquiera hasta mi infancia, / que desde allí yo ya sabré orientarme.”
Leyendo este ensayo, o antología, o crítica autobiográfica, se conoce en sus más hondos matices el recorrido vital del que brota esa sensibilidad sugerente, cálida y reservada que permea su Salón de Pasos Perdidos, cuya vigesimotercera entrega (Quasi una fantasia) ha publicado también este año. “La poesía es el ámbito de la intimidad, y la historia de la poesía es también la de la conquista de la intimidad” dice en La fuente del encanto. Y en Quasi una fantasia: “La intimidad viene a ser como la proyección de un negativo fotográfico sobre el papel, que a mayor exposición de la luz más se quema, destruyendo la realidad que había apresado. De modo que esto quieren ser estos libros, algo en luz baja entre tú y yo, y eso que a ti ni siquiera te conozco.”
En La fuente del encanto Trapiello habla en voz baja, sí, pero con la sutilidad firme con que una flor, bien observada, se echa el universo entero a la espalda una mañana de primavera: “La vida es inacabable, un instante nuestro dura más que toda la eternidad que nos espera, desconocida.” “Si nuestra vida ha sido vivida de modo pleno, es decir, de una manera consciente y atenta, la propia vida nos llevará de la mano a lo largo de los años a otros pequeños paraísos donde las cosas se armonizan de una manera silenciosa y natural, muy parecida, quiero decir poéticamente.” “Haz con la poesía que la muerte no exista. Esa es toda la verdad, toda la belleza.”
Yo llegué a Trapiello tarde, tardísimo. La fuente del encanto es de hecho mi primer contacto con su obra poética, y no hace tanto que empecé a deshojar la margarita de sus diarios, ensayos y artículos de prensa, sin haber atacado todavía las novelas. El regalo desde que llegué con retraso a su obra es continuo, y pasé de envidiar a quienes hace ya veinte años que dijeron “cómo no he descubierto esto antes” ante un tomo del Salón a sentirme mucho más afortunado que ellos, teniendo tantos aún por leer. Disfruto con sus libros de una manera tan extraordinaria que resulta casi sospechosa, por lo que me tranquiliza dar con alguno que no me atrapa del todo, y que recibo casi con alivio, como la confirmación empírica de lo efectivamente buenos que son todos los demás.
Me ocurrió con El gato encerrado, el primer tomo (1987) del Salón de Trapiello, a cuenta del cual voy a dejar unas líneas en esta reseña que quizá den la razón a su querido Ramón Gaya cuando decía que “los críticos entienden de algo que no comprenden”. Pero corramos el riesgo: veo una diferencia sustancial entre el Trapiello que iniciaba el Salón por entonces y el que llega, ahora, a Quasi una fantasia. En el de 1987 percibo en ocasiones el cálculo, el ajuste, la lucha con la página, el querer encaramarse a la frase, a la cita, al adjetivo, al hallazgo, perdiendo con ello la honestidad que siempre luce en las cosas que se muestran sentidas en su total porosidad, vividas en su totalidad. Y quedándose el autor, paradójicamente, por debajo de su prosa. Pero en Quasi una fantasia sucede lo contrario: todo es de una verdad y belleza tales que el autor se eleva por encima de su prosa, mérito doble teniendo en cuenta que esta es pulcra, depuradísima, casi de porcelana. La excelencia alcanzada en el oficio permite también al Trapiello de hoy moverse con soltura y desenfado en la ironía, y hacerlo sin el mínimo riesgo de caer en la afectación gruñona. Malas noticias para el Club de las Almendritas Saladas.
Recordé mis sensaciones ante El gato encerrado al leer Niño en un carro de heno y Virgen del Camino, los primeros poemas recogidos en La fuente del encanto. Los leí con cierta extrañeza, toda vez que Trapiello dice en la introducción que los poemas de La fuente del encanto son lo que más estima de cuanto ha escrito. Sin saberlo, tenía yo algo subida esa ceja que los que hemos puesto alguna vez versos por escrito tendemos a levantar al iniciarnos por primera vez en la obra poética de nuestros prosistas preferidos. Nos permitimos entonces ejercer de jueces, de censores (peor aún, de editores) tratándolos como meros principiantes, neófitos como nosotros, llegando a comparar los primeros versos suyos que nos llegan con nuestros propios inicios en el gremio. Término este, gremio, que se ajusta perfectamente a la mecánica un tanto tosca de nuestros versos.
Digo todo esto porque se me estaba subiendo la ceja ante los poemas de Trapiello, pero tuve la suerte de leer entonces Las manzanas y comprender que estaba llamando “neófito” a un poeta como si tal cosa. Siguieron algunos poemas por los que pasó uno sin mojarse, sí, pero minoritarios entre los que reservaban súbitas conmociones, muy numerosos, los que devolvían reflejos del propio paraíso y los selectos, finos, eminentes candidatos desde ya mismo (como Naturaleza muerta o Sementera) a acompañarle a uno en los años por venir.
Leer La fuente del encanto es también darse un paseo por el panteón ilustre que ha conformado la vida poética de su autor: Jorge Manrique, Bécquer, Emily Dickinson, Unamuno, Machado, Juan Ramón Jiménez, Pessoa… Vuelve Trapiello a una vieja idea suya, la de que todos los poetas escriben el mismo libro: “Me gusta pensar que la poesía no es sino un extenso y único poema que escriben, en épocas diferentes y en diferentes lenguas, los distintos poetas. Según esto, un poeta escribe siempre en un papel prestado y con plumas prestadas. De poeta a poeta solo varía el trazo, la caligrafía”. Cauto, apunta con gracia más adelante: “Trayendo del pasado ejemplos tan egregios se corre el riesgo de que algún malicioso lo interprete mal, y piense que uno trata de subirse a las comparaciones.” Y también: “Me hacía, sí, ilusión no ya codearme con los grandes poetas en un posible encuentro en el más allá del más acá de los poemas, sino permanecer en un rincón, oyendo sus chácharas en silencio, sus bromas, sus pequeñas cuitas.” La modestia de Trapiello no tiene, en efecto, nada que ver con la del Dante que se unía, en el primer círculo del Infierno, a la tertulia del quinteto estelar de Virgilio, Homero, Horacio, Ovidio y Lucano: “sì ch’io fui sesto tra cotanto senno”.
En unas páginas magníficas hacia el final de La fuente del encanto habla Trapiello de la muerte como “supremo orden de la memoria”, del “tiempo que todo lo acaba” y del “amor constante que ha vencido a la muerte”. De la poesía, suma de amor, muerte y tiempo, “que hace visible lo no visible, sin destruirlo” y que es “lo que se queda cuando todos se van y el viejo sacristán cierra las puertas del templo y este se sume en una larga noche […] que dura tanto como duró el día. Quiero decir que no hay muerte que dure más que la vida. Y que pasado un tiempo, alguien volverá a abrir la puerta de ese templo, como hay alguien siempre que posará por vez primera sus ojos en el poema, antes de proseguir su camino hacia otra ciudad remota, donde le espera otro templo”. Esas páginas bastan para hacer de La fuente del encanto un libro merecedor de que en toda generación haya al menos un lector que pose sus ojos en él por vez primera.
Dice también Trapiello: “Que otros vean más [en mi vida de escritor] la prosa que la poesía es hasta cierto punto natural, porque los ojos del mundo están hechos más a la oscuridad que a la luz, como esos peces abisales cuya vida transcurre en las simas marinas.” Debe uno disentir en ese tildar de “oscura” a su obra en prosa, porque doy fe de que ese estilo suyo sigiloso, modesto, exhalado casi en un murmullo logra a veces verdaderos terremotos interiores.
Me alegra leerle más adelante, como en una súbita confirmación: “Oír, ver y callar […] Así me gustaría a mí estar en este mundo, y mientras viva y dure lo que dure la muerte. Y llevar con mis palabras un poco de alegría o consuelo a quien las lea, esté yo o no para ver su semblante o notar el latido de su corazón. Esa esperanza ilumina mis días y crea alrededor la alegría necesaria para seguir trabajando.” Y también, a cuenta de Juan Ramón Jiménez: “Los verdaderos maestros son aquellos que no te cambian la forma de escribir o tu visión de las cosas, sino la vida, y JRJ cambió la mía.”
Sin “pretender subirse a las comparaciones”, sepa Trapiello que releyendo La fuente del encanto ha tomado uno conciencia de demasiadas cosas que hace tiempo que debían ser vividas de otro modo, y está obrando en consecuencia. No es poca cosa. Puede que esto le dé igual, y seguramente lo mejor es que se mantenga impasible a estos ruidos y que siga escribiendo en voz baja, alimentando intimidades propias y ajenas desde esos refugios tan evocados en sus libros, la casita del conde madrileña y la casona extremeña de Las Viñas. Lo realmente relevante para quien esto escribe es comprobar cómo Trapiello le va alimentando libro a libro cierto reino privado, íntimo.
Cómo cada nuevo libro suyo es vida ensanchada, mirlo fiel, ladrillo visto en la muralla de ese reino. Muralla que voy reforzando librito a librito hasta el día en que pueda decir, como en uno de sus poemas: “Subid cuanto queráis, negras mareas: / somos ya inexpugnables.”
Iker Zabala es crítico cultural.