En un momento de su captura el 12 de septiembre de 1992, Abimael Guzmán se dirige a Antonio Ketín Vidal, director de la DIRCOTE (Dirección Contra el Terrorismo), y se apunta a la cabeza con el índice derecho mientras afirma que “si uno muere, esto queda en los demás y eso nunca se va a borrar”. Guzmán está sentado en un sofá acompañado por Elena Iparraguirre, su segunda esposa y la número dos de Sendero Luminoso, la organización terrorista que fundó su marido. Ketín Vidal murmura monosílabos como quien le da la razón a un loco, porque esa es la imagen que queda de la captura: la caída de un fanático que arrastró hacia el abismo a todo un país.
Una gran parte de los peruanos creímos que ese era el punto final a más de una década de atentados y masacres, que llegaría una época de paz y que a nadie más se le volvería a ocurrir un plan tan salvaje de destrucción. Lo cierto es que los remanentes del terrorismo siguieron actuando pero en zonas aisladas del país, con lo cual no hubo más apagones ni coches bomba en la capital ni en otras ciudades importantes. La paz que se vivió fue la del gobierno de Fujimori, una dictadura encubierta que había comprado a casi todos los medios de comunicación por obra del asesor Vladimiro Montesinos, hoy encarcelado por delitos de lesa humanidad, entre otros.
Y durante años pareció existir consenso respecto al daño que causó Sendero Luminoso. A nadie se le ocurría buscar una justificación a sus acciones. La Comisión de la Verdad y Reconciliación realizó un informe sobre las dos décadas de terrorismo que sufrió el Perú, investigando en las causas que nos llevaron a esa escalada de violencia. Al parecer ninguno de los políticos más cuestionados en la actualidad, sean miembros del Gobierno del Presidente Pedro Castillo o de la oposición, se ha tomado la molestia de leer dicho informe.
Algunas de las acciones más brutales del senderismo tuvieron como víctimas a campesinos de la sierra, como la masacre de Lucanamarca, un pueblo de Ayacucho. Sendero Luminoso asesinó a sesenta y nueve personas, entre las que había dieciocho niños. Fue una represalia por la rebelión de los pobladores que, hartos de los abusos de los senderistas, mataron a uno de sus mandos. Los senderistas usaron hachas y machetes, además de armas de fuego, para su venganza. Abimael Guzmán admitió su responsabilidad en este caso y justificó los excesos cometidos por su organización.
Hay más detalles de esta y otras masacres que deberían llegar al despacho de Guido Bellido, por ejemplo, presidente del Consejo de Ministros e investigado por apología del terrorismo. Y acaso sea la demostración de que Abimael Guzmán no se equivocaba al apuntarse a la cabeza y decir que “esto queda en los demás y eso nunca se va a borrar”. Bellido, un tuitero polémico, no solo por sus tuits homófobos, no ha escrito nada en su perfil sobre la muerte del líder de Sendero Luminoso, fallecido el 11-S a los ochenta y seis años por una septicemia. Ha elegido el silencio, pero a estas alturas ya da igual lo que escriba o no, todo en él genera sospecha.
Miembro del partido de izquierda Perú Libre, que llevó a Pedro Castillo a la presidencia, Bellido uno de esos personajes de los que se sirve la derecha para terruquear a la izquierda en general. El terruqueo es una práctica que consiste en la descalificación de las ideas progresistas vinculándolas con el terrorismo. Si hablas de igualdad de oportunidades, de mejoras en educación pública o salud, llegará el momento en el que te terruqueen, gracias a esos políticos trasnochados que no han entendido que ninguna forma de violencia es justificable.
La sociedad peruana no es ajena al fenómeno de la polarización política, pero la dicotomía cromática no es blanco y negro, sino rojo y naranja. El rojo agrupa a la izquierda, desde los radicales hasta los llamados caviares. El naranja es el color del fujimorismo, es la DBA (Derecha Bruta y Achorada). Así se ven unos peruanos a los otros, desde su orilla sin ideas, en este momento. Y quizás se trate de la victoria que Abimael Guzmán nunca pudo conseguir con las armas. Su figura, que debería generar un rechazo rotundo y unánime, sirve como instrumento de odio contra quienes desde la izquierda lo repudiamos, divide, es una bomba que hace estallar cualquier diálogo.
Ahora, muerto, me pregunto si quienes debieron zanjar su posición respecto a Abimael Guzmán lo harán o es que ya no importa.