La presencia del presidente Miguel Díaz-Canel y parte de su gabinete en el desfile militar por el 16 de septiembre en México es una acción sin precedentes, tanto en el ceremonial político mexicano como en la rica tradición diplomática de este país. Una acción que interroga a múltiples instituciones: el Ejército, la cancillería, el partido gobernante y la propia presidencia de la República.
Un acto que tradicionalmente se consagra al Ejército mexicano y que sirve para homenajear a los héroes de la independencia fue puesto en función del intento de legitimar internacionalmente al presidente cubano, cuestionado dentro y fuera de la isla por la forma autoritaria y represiva en que enfrentó las protestas populares de los días 11 y 12 de julio.
Los discursos de ambos presidentes fueron predecibles. López Obrador recordó todos los adjetivos que el gobierno virreinal y la jerarquía eclesiástica dedicaron al cura Miguel Hidalgo, tras la insurrección de Dolores. La recapitulación de epítetos, que hemos leído en estudios de Hugh Hamill, Carlos Herrejón o Jean Meyer, le sirvió para otra típica pirueta de bilocación discursiva. Él, AMLO, es el Hidalgo de hoy, calumniado diariamente por la prensa conservadora y fifí.
El de Díaz-Canel estuvo directamente transcrito de una soporífera literatura burocrática sobre la “amistad fraternal entre México y Cuba”, que la historiografía académica ha cuestionado. Mencionó a José María Heredia y a José Martí, sin evocar la experiencia liberal de ambos en México. Habló del apoyo de Benito Juárez a la independencia de Cuba en 1868, pero no del retiro de ese apoyo en 1871, cuando el gobierno de la República Restaurada inicia el restablecimiento de vínculos con Amadeo de Saboya y llega a México el embajador español Herreros de Tejada. Tampoco mencionó el respaldo de Porfirio Díaz a la independencia de la isla, ni su encuentro con Martí, en Palacio Nacional, en el verano de 1894.
La parte de ambos discursos dedicada a criticar al embargo comercial de Estados Unidos contra Cuba también era de esperar. México ha sido un crítico consistente de la política de Washington hacia la isla desde el gobierno de Adolfo López Mateos. La idea de que esa política comienza con la 4T y con AMLO forma parte de la invención de una nueva era, que articula obsesivamente este gobierno, pero que no se sostiene históricamente.
Lo más lamentable de ambos discursos no fue la manipulación de la historia o la crítica al embargo de Estados Unidos, razonable desde diversas perspectivas. Lo peor fue la reiteración de la narrativa oficial cubana sobre las protestas del 11 y 12 de julio en la isla. Los dos presidentes aludieron a lo que es un derecho legítimo, la libertad de manifestación pacífica, como un acto provocado por Estados Unidos.
En esa zona de su discurso, López Obrador fue más allá de la tradición diplomática mexicana, que defiende la soberanía y la autodeterminación de Cuba. Sus expresiones equivalieron a un espaldarazo a la represión y el autoritarismo con que el gobierno cubano se está conduciendo, en los últimos años, frente al creciente malestar de una juventud cívica, pacífica, a la que mediática y judicialmente trata como un pequeño grupo de vándalos y contrarrevolucionarios.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.