Hasta ahora el diálogo, entre comillas, iba a ser la llave mágica mediante la cual debería encontrarse la solución al reto del independentismo catalán. El mantra del “diálogo” había sido ya utilizado en tiempos de Zapatero, y hubiera ya tenido entonces consecuencias imprevisibles de no cortarlo un etarra de nombre Thierry. La situación en Cataluña es bien diferente y el “diálogo” podía ofrecer la oportunidad de un debate abierto sobre el futuro de Cataluña y de España, aunque fuese al precio de forzar la legalidad con los juiciosos indultos y de orientar a favor de la causa catalana los medios de comunicación indirecta o directamente dependientes del Estado. Pedro Sánchez obtenía en compensación el gruñón apoyo de ERC a su heterogéneo gobierno.
Mientras la espera y el misterio se prolongaban, lo más preocupante y significativo era el silencio de Pedro Sánchez y del PSC sobre el futuro político de Cataluña. La posición oficial federalista fue pura y simplemente archivada. El mando militar que Sánchez ejerce sobre su partido ha impedido que nadie infrinja la ley del silencio, y haga propuestas sobre el tema, ni siquiera como aportación al “diálogo”. De forma complementaria, el PSC ha secundado leyes de catalanización lingüística forzada, caso de la que anula el 25 por 100 de enseñanza en castellano. ¿Inhibición o complicidad?
Hubiera o no una nación catalana, lo más significativo era que la fuerza del sentimiento nacional catalán no impedía el predominio de la doble identidad, catalana y española, ni llevaba al independentismo a lograr un predominio claro, en cifras, a pesar de la presión ejercida desde 2012 para homogeneizar la sociedad catalana en dirección a la independencia. Así las cosas, el PSOE y el PSC nada hicieron para oponerse a la búsqueda de una hegemonía absoluta por parte del independentismo, aun cuando emprendiera acciones nada democráticas. Con el desplome de Cs y la abstención pasiva del PSOE, el constitucionalismo quedó en Cataluña desmantelado.
La negociación
El misterio de fondo, no obstante, persistía hasta la reunión del viernes 15 de julio entre Pedro Sánchez y Pere Aragonès. Silencio gubernamental, pero la declaración del presidente de la Generalitat disipó cualquier duda. Para empezar, no se trataba de un “diálogo”, sino de una “negociación”, lo cual por una parte colocaba las cosas en su justo término, sin la confusión introducida por los eufemismos. Además, dejaba ver que el encuentro había sido precedido de tratos que garantizaban el contenido de la tal negociación.
Lo suficiente para anticipar, sin alto margen de error, cómo van a desarrollarse los acontecimientos y cuáles pueden ser sus puntos de llegada previsibles. Los fragmentos del largo recorrido precedente y el perfil inequívoco del contenido futuro de las reuniones, explicado por Aragonès, permiten elaborar de antemano un diseño, similar al de los arqueólogos con la anastilosis: a partir de esos indicios y de la definición de Aragonés, prever cómo será la columna, el final negociado del procès.
Las dos claves son ahora inequívocas. No habrá “diálogo”, esto es, intercambio de planteamientos generales. Pedro Sánchez renuncia definitivamente a contar a su interlocutor y a informar a los ciudadanos acerca de cuál es su visión de las relaciones actuales entre Cataluña y el Estado español, si tal cosa existe, y cuáles las posibilidades concretas, abiertas de cara el futuro. El federalismo, enterrado. El gobierno acoge las demandas catalanas en línea con mayo del 68: “todo es posible, todo está permitido”.
Pere Aragonès es transparente. La negociación no mira al corto plazo, sino a la resolución definitiva del “conflicto político entre Catalunya y el Estado español”, y solo puede consistir en la posibilidad de que sea expresada “la voluntad mayoritaria, amplia, sólida y transversal de la ciudadanía”, votando si “Catalunya ha de ser un Estado independiente”. Los primeros pasos, que ha de abordar la Mesa reunida a fin de mes consistirán en exigir la “desjudicialización”, es decir, la eliminación de las normas que permiten al Estado bloquear la secesión desde el poder judicial, como el delito de sedición. Aragonès lo describe en términos dramáticos: “el fin de la represión, el fin de la criminalización”.
El futuro está más claro de lo que parece. Pedro Sánchez ha renunciado a toda defensa pública del orden constitucional, no hablemos del federalismo. Necesita los votos de ERC para sobrevivir antes y después de las elecciones de 2023. Cederá: como siempre sin explicarlo, asumirá la “desjudicialización”. Pero no puede ir al fondo del conflicte, ya que entonces pierde las elecciones. Encubrirá el riesgo, aplazándolo. En cuanto a Aragonès, le urgen “resultados concretos” para no ser arrollado por los demás partidos independentistas. Exigirá garantías, y si Sánchez sobrevive a las elecciones, no tendrá otro remedio que cumplir los compromisos, acudiendo como siempre al engaño de la opinión. Presentará ante los electores “el diálogo” con la Generalitat como éxito definitivo, por muy comprometidas que estén sus consecuencias. La eliminación del acuerdo, en el caso de victoria electoral de la derecha, será presentada de antemano como un ataque reaccionario a la democracia, susceptible de desencadenar la revolta dels catalans, con pleno apoyo de los “progresistas” de toda España.
Ambos presidentes, el catalán y el español, están encerrados cada uno con su juguete hasta las elecciones. Aragonès lo tiene entonces fácil, si gana Sánchez, y éste difícilmente puede escapar a su promesa. Acudirá tal vez al engaño, recurriendo al referéndum consultivo, acorde con la ley fundamental (artículo 92), que luego por sus espectaculares resultados, ausente el constitucionalismo en la opinión, debería ser respetado. Fue el juego, perdedor claro, de Moratinos en Gibraltar. Pedro Sánchez tiene todavía una última baza: una independencia encubierta, con reservas de fachada, evocando tal vez la unión de Coronas de los Reyes Católicos, y que de paso permitiría mantener al nuevo Estado catalán en la UE.
Surge ahí la última pregunta: ¿qué hacer con los vascos? Difícilmente admitirán los nacionalistas que haya un Estado dual solo con Cataluña. Claro que Sánchez siempre puede seguir ampliando la plurinacionalidad, con tal de presidir el gobierno.
Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).