Foto: Presidencia de la República.

La mutación iliberal: ¿realidad o percepción?

¿Es paradójico diagnosticar la destrucción de la democracia mexicana a partir de los resultados de una elección democrática? ¿O, por el contrario, puede esa elección encumbrar un proyecto iliberal y autoritario?
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Por casi medio siglo, he probado en carne propia –desde la experiencia y el estudio– la realidad de varios ordenes políticos. Nací y crecí, hasta los 33 años, bajo el corsé totalitario del régimen cubano, al que por entonces creía posible de reformar desde los imprecisos contornos de un socialismo democrático. Maduré mi carrera y pensamiento, por década y media, en el México democrático de la post transición; bajo los aciertos, promesas y adeudos de una poliarquía defectuosa y, como lo prueban los últimos acontecimientos, frágil. Entre ambas experiencias de “larga duración”, he pasado varios semestres en las cunas de las grandes revoluciones, reformas y repúblicas modernas, a ambos lados del Atlántico. Todo eso sustenta, parafraseando creativamente a Charles Wright Mills, mi imaginación politológica.

Esa imaginación se ha activado, provocada por la lectura de “El régimen del cambio”, texto de Rafael Rojas publicado en Letras Libres, el cual intenta aportar serenidad a un debate que percibe polarizado y polarizador, en la actual coyuntura de cambio presidencial y continuidad de proyecto político que vive México. Al hacerlo, el historiador lanza una serie de ideas que invitan a la conversación sobre al contexto y sentido de los discursos y análisis relacionados con la mutación de los órdenes políticos en Latinoamérica y, particularmente, México.

El debate sobre el cambio de régimen en México, para Rojas, discurre dentro de la comunidad intelectual desde un marco referencial e interpretativo común. No encuentro la posibilidad de una demarcación clara entre el mundo académico y el partidario dentro de esta conversación. De hecho, las fracturas que atraviesan a la comunidad académica son, a la vez, intelectuales y políticas. Aludimos al mismo fenómeno, con palabras y sentidos divergentes.

En ese tenor, al aproximarme a la “grieta conceptual entre lo que el oficialismo y sus críticos entendían por cambio de régimen” identificada por el historiador, lo que percibo son dos polos que coinciden en el reconocimiento de que vivimos una mutación que rebasa el modelo de la poliarquía. La diferencia radica en que los simpatizantes de la llamada Cuarta Transformación consideran al nuevo orden de cosas como el corolario de un movimiento social y un proceso político que erigen una democracia popular, mientras sus críticos la identifican como el fin de la democracia misma.

El autor parece considerar la posibilidad de esa democraticidad otra contenida en los genes y primeros pasos del obradorismo. En una alusión al proyecto del partido en el poder, Rojas sostiene que las promesas ideológicas, de política pública y reforma institucional habrían podido realizarse dentro del orden democrático, esto “sin que se acotasen los organismos autónomos, se revisara la representación proporcional o se votara por los jueces” ni “una reforma constitucional que trastocara las pautas de la división de poderes y el Estado de derecho”. Una idea que reitera al decir, mirando al presente, que “La asociación del cambio de régimen con alguna modalidad de despotismo tiene otros dos inconvenientes: que se da por consumado un proceso no concluido –antes del 2 de junio faltaban las elecciones y ahora seguirán faltando la concreción del Plan C o el sentido cabal de las reformas constitucionales– y que se presenta como ilegítimo un poder que ha sido refrendado por las urnas.”

Rojas señala que diagnosticar la destrucción de la democracia mexicana a partir de los resultados de una elección democrática es una paradoja. Pero la historia y la política comparada de las autocratizaciones muestran que los episodios de asalto radical –en sus variantes de insurrección revolucionaria o golpe militar– no son la mayoría de las rutas para la supresión de las democracias; mucho menos después de la Guerra fría que consagró el triunfo retórico del ideal democrático. No hace falta vivir bajo los rigores de un régimen plenamente autoritario para asistir al proceso autocratizador que conduce a aquel: el propio Rojas reconoce que “en la mayoría de los casos la democracia se corroe con métodos plebiscitarios y electorales”.

El sexenio que termina refuta cualquier lectura sobre una democraticidad malograda por errores evitables del oficialismo o desmesuras críticas de la oposición. La vocación iliberal es una marca fundante de la 4T. Si bien retrocesos tácticos, disensos internos y chapucerías legales hicieron que la captura total de la institucionalidad republicana no se consumase –como revela el propio impulso al Plan C–, asistimos a un proceso paulatino y, según los acontecimientos, imparable. Un proceso de autocratización cuyo sentido y legado apuntan a un severo acotamiento del pluralismo, un desprecio de la deliberación parlamentaria y social, un deterioro de la rendición de cuentas y una anulación de los contrapesos al poder concentrado en manos de un ejecutivo poderoso.

Al abordar las posturas en pugna en el pasado proceso electoral, Rojas dice que “Para una gran cantidad de votantes, ese cambio de régimen, es decir, la promesa de la Cuarta Transformación, era, en esencia, reducción de la pobreza, aumento del salario mínimo, programas sociales y transferencias directas. Para los opositores, en cambio, era el camino al despotismo: contra una realidad, una abstracción”. Me resulta difícil contraponer una realidad oficialista, expresada en el apoyo mayoritario en las urnas, con su par opositora, reducida a la abstracción. Hay una realidad compartida sobre la que operan, con asimetrías de poder y divergencias de interpretación, los diferentes actores.

En otro momento, Rojas indica que “el debate sobre el cambio de régimen, a pesar de su sofisticación analítica, entraña evidentes riesgos políticos”. Nicolas de Maquiavelo le dio hace medio milenio la razón cuando escribió, en El Príncipe, que “No hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de lograrlo, ni más peligroso de administrar que la elaboración de un nuevo orden político”. Sin embargo, Rojas parece cargar la responsabilidad del lado de los críticos, toda vez que en los diagnósticos sobre la deriva autoritaria “se estaría llamando a una resistencia al despotismo más que al ejercicio de una oposición legítima e institucional, que debe pactar sus divergencias”. En ese punto, previene a la oposición del riesgo de “una natural demanda de épica y compromiso con la resistencia, que puede acabar en el testimonio o desestimular las prácticas de negociación del desacuerdo”. Vale la pena aquí dos puntualizaciones, una conceptual y otra política.

Sobre el empleo de la noción de despotismo –hija de la filosofía política clásica– para analizar las crisis y desmontajes de las democracias contemporáneas, no se debe confundir su uso con una moda conceptual, ajena a la realidad. Un teórico político de la talla de John Keane lo ha recuperado recientemente (The new despotism, Harvard University Press, 2020) para el análisis de los novísimos ordenes iliberales que, a lo ancho del orbe, combinan formas democráticas con contenidos autoritarios. Es desde esa resignificación como leo el uso del término por parte de los intelectuales que lo han invocado recientemente en sus abordajes de casos contemporáneos, incluido el mexicano.

En cuanto al supuesto error de contraponer la resistencia a un proceso de autocratización, sintetizado en la categoría “despotismo” y el ejercicio de las funciones institucionales aún permitidas por un orden que se autocratiza: como demuestran los opositores húngaros, turcos o polacos, la acción en la plaza y en la tribuna juegan roles complementarios dentro de la agenda de una oposición decidida a defender a una democracia agonizante de la erosión iliberal. En esa actitud no hay nada de ilegitimidad. Sobre la alusión a que esa misma oposición debe “pactar las divergencias”, Rojas no especifica el qué, con quién o cómo de ese pacto.

Rojas confronta el caso de México con las experiencias de Venezuela y en Argentina en la primera década del siglo XXI. Es real que asoman semejanzas en las condiciones sociopolíticas con fractura, movilización y narrativas polarizadoras. Rojas identifica “fenómenos similares de fractura social en torno a gobiernos con gran capacidad de movilización del voto popular.” Sin embargo, al decir que las oposiciones antichavistas y antikirchneristas, “al definir como dictadura la nueva hegemonía política, lograda con mecanismos democráticos como las elecciones regulares o los plebiscitos vinculantes”, se colocaron en “una posición inverosímil y afectada, similar a la de las derechas macartistas de la Guerra fría”, el autor comete un error.

Error, porque incurre en una mala lectura de la causalidad y responsabilidad de la polarización: no fueron los discursos y errores de los opositores argentinos y venezolanos los causantes de la deriva populista (en Argentina) y autoritaria (Venezuela) de sus gobiernos. Aquellos fueron respuestas contingentes de amplios sectores de la población a las agendas de copamiento institucional, limitación del pluralismo y de derechos democráticos lanzadas desde la Casa Rosada y Miraflores. Respuestas enmarcadas en coyunturas críticas, donde las asimetrías de poder e información entre gobierno y oposición hacen difícil de comparar las responsabilidades y efectos concretos de las acciones de cada parte. En el caso concreto venezolano, que he estudiado con mayor profundidad, los eventos de abril de 2002 –incluido el fallido golpe contra Chávez–, el paro petrolero de 2003 y los ciclos de protesta de 2017 y 2019, por mencionar unos ejemplos, no pueden comprenderse sin acciones previas del oficialismo en pro de una agenda iliberal de copamiento institucional y neutralización opositora.

En el cierre de su texto, el historiador aconseja que “más que concentrar la mirada en el cambio de régimen –que no se produce como el despertar de un sueño–, conviene a la oposición, a la sociedad civil y al campo intelectual descifrar el régimen del cambio. Identificar con precisión la base social de la nueva hegemonía política y comprender los resortes de sus preferencias son urgencias analíticas en una democracia joven y en construcción como la mexicana”. A diferencia suya, no creo que sea posible separar una cosa (el régimen del cambio) de la otra (el cambio de régimen). Leo todo eso –análisis histórico y sociológico, voluntad de comprensión sin refugio en la abdicación– en los intelectuales y académicos que han escrito los mejores análisis sobre el tema, a varios de los cuales el autor identifica al inicio de su artículo.

Concluyo mi comentario ofreciendo tres preguntas ante el régimen del cambio y el cambio de régimen. Primero: ¿por qué habríamos de aceptar, en la crítica y la acción públicas opositoras, una mutación raigal de las normas e instituciones que definen el régimen democrático? Segunda, ¿por qué deberían legitimarse agendas particulares de un gobierno que erosionan el orden republicano? Y tercera: ¿por qué sería correcto celebrar a nivel social, incluso si deviniesen circunstancialmente hegemónicos, valores y decisiones que atentan contra los derechos de otros segmentos de la población?

Es imposible abordar el régimen del cambio desde el supuesto de una negociación institucionalizada entre gobierno y oposición, desconociendo las preferencias radicales de la actual hegemonía y sus efectos autocrarizadores en el cambio de régimen. Como ha demostrado la historia, y a despecho de sus ratificaciones electorales, esta hegemonía suele mutar en franca dominación, atentando contra la propia capacidad de la (actual) mayoría para corregir en el futuro los efectos nocivos del poder.

Una elección democrática puede encumbrar un proyecto iliberal; también consolidarlo en su mutación autoritaria. Es lo que ocurrió, respectivamente, en las elecciones generales de 2018 y 2024 en México. Comprender esa realidad, desde el análisis politológico, trasciende los lentes y objetos tradicionales del quehacer historiográfico. Supone pasar balance de la trayectoria histórica reciente, calibrar los eventos de la coyuntura y prever los escenarios del futuro inmediato. Hacerlo evadiendo los extremos de la histeria que acompaña al radicalismo estéril y ensimismado o la indulgencia que conduce al acomodo y el apaciguamiento, debería ser el leit motiv de un buen trabajo académico e intelectual, capaz de animar las decisiones e ideas de los políticos y ciudadanos identificados con la defensa y recuperación de la democracia.  ~

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es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.


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