Es una suerte que al economista Jim O´Neill, que en 2001 tuvo la ocurrencia de agrupar a las “potencias emergentes” que supuestamente dominarían el siglo XXI bajo el acrónimo de BRIC, la M le haya resultado poco eufónica y haya dejado de lado a México. El bautizo colectivo resultó ser el beso de la muerte. Desde su aparición a los BRIC se les han ido desgajando las letras. Rusia se ha convertido en un petro Estado dictatorial; India es una democracia fragmentada con un modelo de desarrollo tan desigual que habría que preguntar qué partes de la India califican como (mini)potencias “emergentes”. China es tal vez el único BRIC que se sostiene económicamente, pero no es una democracia y eso lo descalifica de entrada como modelo, y los problemas de Brasil desembocaron a mediados de junio en una ola de manifestaciones multitudinarias que han puesto en duda los principios del proyecto modernizador que ha dominado la vida del país por más de un decenio.
Las semillas económicas del descontento las sembró Lula, pero ha sido la presidenta Dilma Rousseff quien las ha cultivado con esmero. Lula gobernó Brasil en medio de la bonanza resultado del alza en los precios de los minerales y productos agrícolas que el país empezó a exportar en cantidades crecientes a China. Brasil creció velozmente. En algunos años, a una tasa anual de más de 10%. Lula aprovechó los ingresos por exportaciones, más la entrada de sumas crecientes de capital extranjero, para sacar de la miseria a millones de brasileños que se incorporaron a la clase media. Pero también para apuntalar un modelo económico intervencionista –que algunos han llamado capitalismo de Estado– que financió a industrias escogidas, como la empresa aereonaútica Embraer o Petrobrás, y favoreció a algunos sectores económicos con exenciones de impuestos, subsidios y otras medidas proteccionistas que distorsionaron el funcionamiento del mercado.
El caso de Petrobrás es ilustrativo. La estrella del firmamento económico de Brasil se convirtió a partir de 2007 en un instrumento de la política económica gubernamental a corto plazo. Lula obligó a la empresa a comprar sus insumos en el mercado interno, elevando sus costos de operación y retrasando sus proyectos. Después, Brasil adquirió la llamada “enfermedad holandesa” que es siempre consecuencia del descubrimiento y explotación de riquezas como gas, petróleo, minerales o diamantes, que enriquecen a un país pero alteran el funcionamiento de la economía. Brasil empezó a padecerla como resultado de la explotación y venta de materias primas: el real empezó a apreciarse frente al dólar, encareciendo el precio de los bienes manufacturados que perdieron competitividad en el mercado internacional, y la inflación aumentó erosionando automáticamente los ingresos y ahorros de los brasileños. Para aliviar esos males Rousseff obligó a Petrobrás a vender gasolina y diesel por abajo del precio internacional de esos productos. La moneda se depreció y la inflación se redujo, pero para Petrobrás el resultado fue desastroso: en 2012, reportó pérdidas por primera vez en 13 años, y tuvo que vender activos en el Golfo de México para compensar su déficit.
Para colmo de males el gobierno agravó el impacto de la crisis financiera del 2008 y del descenso de la demanda europea, con impuestos a las transacciones financieras, afectando el flujo de capital externo y la confianza de los inversionistas: la tasa de crecimiento se desplomó. Pasó de 7.5% en 2010, cuando Dilma Rousseff llegó a la presidencia, a 0.9% en 2012. Los problemas económicos del país empezaron a pegar en los bolsillos de los brasileños, sobre todo en los de la clase media baja que había comprado el mito de la irreversible grandeza brasileña y que vieron erosionarse su poder de compra en lugar de elevar su nivel de vida.
El dispendio en estadios y otras instalaciones en los que se escenificará el Mundial de futbol en 2014 –en lugar de invertir en escuelas y hospitales– fue la chispa económica que desató las protestas. Nunca en Brasil se había escuchado el grito de “un maestro vale más que Neymar”, ni llamados a boicotear un Mundial de futbol.
Cambiar el modelo económico brasileño es tan sólo parte del problema de Rousseff. Los manifestantes tienen también una larga lista de agravios políticos: corrupción de funcionarios, compra de votos, gobernadores dispendiosos y ladrones, un alto índice de criminalidad, impunidad, y brutalidad policíaca. La presidenta deberá actuar pronto y con eficacia para asegurar su reelección en octubre de 2014 y, mucho más importante, para convertir el sueño de la grandeza brasileña en una realidad.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.