Todos sus amigos mexicanos, los que lo habían acompañado a su cierre de campaña, y los que seguíamos desde aquí lo que pasaba en Perú, estábamos seguros de que Mario Vargas Llosa ganaría ampliamente las elecciones presidenciales de 1990. Quienes habían ido describían la atmósfera festiva y las multitudes que rodeaban a Vargas Llosa. Su mensaje de unidad, que debió haber convocado la lealtad de muchos entre los más pobres –indios, negros y serranos–, y su proyecto de modernización política y económica, que apoyarían seguramente las clases medias. Los apristas de Alan García en el poder, no tenían ni un programa alternativo, ni un líder que pudiera enfrentar a Vargas Llosa. Alguien mencionó que el vacío opositor era tan profundo que un peruano de origen japonés, salido de la nada, había subido en las encuestas. Seguramente a costa del aprismo, concluimos. Vargas Llosa ganaría sin duda. Y desde la primera vuelta.
Pero fueron precisamente los resultados de la primera vuelta los que mostraron que algo estaba mal. Vargas Llosa recibió una tercera parte de los votos, un porcentaje cercano al del candidato salido de la nada, Alberto Fujimori. Dudó en participar en la segunda vuelta y, tal vez debió haberlo hecho, porque no hubiera tenido que enfrentar una derrota aplastante: Fujimori ganó por 23 puntos: 57% contra 34% de Vargas Llosa.
Para exorcizar a la política y explicar lo que a primera vista parecía inexplicable, Vargas Llosa se fue a Berlín y se sentó a escribir. El resultado fue un gran libro –El pez en el agua– que esclarece desde el epígrafe la causa principal de la derrota de Vargas Llosa en las urnas. El epígrafe es, por supuesto, de Max Weber, que en 1919 dictó dos conferencias sobre la vocación intelectual y la política y advirtió: quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino todo lo contrario. Vargas Llosa lo descubrió muy pronto. La política real, escribió en El pez en el agua, “la que se vive y practica día con día, tiene poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación y, para decirlo con crudeza, con la generosidad, la solidaridad y el idealismo”. Está hecha de maniobras, intrigas, pactos y traiciones, porque al político lo que lo mueve es el poder: “llegar a él, quedarse en él o volver a ocuparlo cuanto antes”.
Un escenario muy desventajoso para un hombre generoso e idealista que buscaba salvar a Perú. Un novelista, que era, a la vez, un pensador profundo, y que hizo campaña con la verdad en un territorio –la política– donde decir la verdad es un suicidio. La verdad de que el proceso de transición económica implicaría reajustes costosos lo privó del voto de los millones que en sociedades como la peruana, donde privan la desigualdad y la desinformación, prefieren que todo “se quede como está”. Y el aprismo y el mismo Fujimori pusieron en la mesa las cartas del racismo y las diferencias religiosas. El mensaje era claro: estaban dispuestos a fomentar la violencia entre grupos étnicos y religiosos con tal de bloquear el programa económico y la consolidación democrática que proponía Vargas Llosa.
Cuando volvió a la vida pública –con El pez en el agua en la mano– había dejado atrás el espejismo del filósofo rey que transformaría, a través de su carisma y un proyecto visionario, a un país entero. Asumió su vocación intelectual y la ética de la convicción que la guía –la cual Weber había contrapuesto a la política con su ética de la eficacia y su pacto con la violencia legítima–, regresó a la literatura y se convirtió en un crítico implacable de dictaduras y tiranos antidemocráticos de cualquier signo ideológico.
Y así, como un gran novelista y un pensador crítico del poder, pasó a la historia. ~
Publicado en Reforma el 20/IV/25.