Debe haber más de una manera de deshacerse de Boris, cavilaban los conspiradores para quienes el gobierno era insostenible.
“¡La economía en picada!”
“¡Las huelgas!”
Lo único similar era la desconfianza en la gestión pública, una visión cínica de los políticos como mal necesario. El escollo para librarse del gobierno era encontrar quién reemplazara al primer ministro.
Boris Johnson en cambio estaba convencido de que todo iba bien, se sentía orgulloso de sus tres años en Downing Street, hasta que una sesión en el parlamento terminó abruptamente seguida de voces cantarinas que lo despedían. Bye, Boris, bye.
Al contrario de lo que había ocurrido hasta entonces, sus acciones tenían consecuencias. En términos de reputación, la suya era la de costumbre. Boris es maestro en el arte de esquivar dardos, convencido del pleno derecho de hacer lo que quiera. Así ha sido toda su vida, por lo que también es conocido como “el cerdo engrasado”, como los cochinitos de feria que los concursantes tratan de agarrar, pero siempre se escurren. Su disposición narcisista y ocurrente le había granjeado la simpatía de quienes lo consideraban un pícaro inofensivo, hasta que fue imposible ignorar la gravedad del asunto.
Hasta hace poco la guerra en Ucrania lo salvó, dándole un papel protagónico en la respuesta a la invasión rusa, pero la situación ha cambiado. Su creciente impopularidad no parecía agobiarlo, que balbuceaba promesas que eran cualquier cosa y nada, así que sacarlo del número 10 recientemente redecorado gracias a la munificencia de un donador, es asunto urgente. Boris Johnson se niega a abandonar Downing Street quizá porque Chequers, la mansión de descanso de los primeros ministros del Reino Unido, no está mal para celebrar allí sus nupcias con Carrie.
La vida y hazañas de Boris el filibustero son las de un personaje picaresco cuya fama lo precede. Las fotos simpáticas disimulan la corrupción, el acomodo, la manera desparpajada con la que todo es posible. Lo que asombra más bien es la incongruencia compartida que le dio la mayoría histórica del 2019.
En un relámpago dos ministros renuncian y pronto medio centenar de funcionarios los siguen. Es tal la deserción que hay renuncias colectivas en las que cinco representantes ecológicamente afines comparten la carta. Boris sobrevivió un escándalo tras otro hasta que Christopher Pincher, el funcionario pellizcón, fue la gota.
El escándalo involucró a un individuo que según Boris es “Pincher by name and nature” y que no obstante incluyó en el círculo de confianza. Apenas se embriagaba, Pincher alargaba la garra a los genitales de sus subalternos. El acoso sexual es una infamia que hasta hace poco no era extraordinaria, pero que afortunadamente ahora es inaceptable. Confirma además la laxitud moral de Boris, ya cuestionada profundamente cuando recibió una multa de 50 libras por violar sus reglas de reclusión por la covid-19. A la Hillary Mantel, ese capítulo podría titularse “Que se apilen los cuerpos”.
Boris dejó de ser la estrella del circo para ser un payaso fúnebre, una vergüenza nacional injustificable aun en tiempos de guerra. Contrariamente a lo que el primer ministro afirmaba, su mandato difería del de un presidente, ya que el primer ministro es quien unifica y confirma a quien deberá disputar su sitio, a quien espera una herencia ingrata: el Brexit, pero más descompuesto. El electorado queda perplejo, unos pensando que al enemigo no se le detiene en su huida, otros que no lo hacía mal y tenía buen corazón.
Por fin, la inveterada tendencia de Boris a mentir descaradamente es motivo de indignación nacional, aunque todos supieran desde siempre que Boris era un fraude. Su popularidad era sustantiva porque traspasaba los confines conservadores, el tsunami de su personalidad que sobradamente contaba con la mayoría, su mágica capacidad para ganar votos. Para hacer campaña no hay otro como Boris que boxea, rompe muros, dice tonterías o balbucea incoherencias que ganan la sonrisa.
Pero gobernar exige otras cualidades. El sistema nacional de salud, el transporte público, la educación y la depauperación, el deterioro internacional de la reputación del país y su incapacidad de negociación son algunos de los temas que requieren trabajo y capital. Quien siga enfrentará el país en tiempos de inflación, donde la amenaza diaria contra la seguridad personal es acuciante, y un partido resquebrajado, territorio disputado internamente entre la derecha recalcitrante y los de centro tradicional, que son rehenes de sí mismos.
Tanto los tories como el laborismo experimentan cambios de composición electoral. El viejo partido conservador ya no atrae a la gente joven y calificada, más cercana al laborismo. El desplazamiento revela fracturas generacionales, de clase, geográficas, urbanas, étnicas, de género, incluso de identidad cultural que tiran en sentidos opuestos mientras el electorado se les escapa. Así lo ilustra el llamado “muro rojo” que Boris Johnson ganó para luego dilapidarlo, y los resultados en Tiverton y Honignton, y Wakefield, tradicionalmente tory, hoy en manos del laborismo y de los Demócratas Liberales. Juntos han formado una auténtica oposición de la que Keir Starmer, el laborista, afirma no tener planes de dirigir en un gobierno de coalición.
La actual crisis no es novedad y ninguna instancia del gobierno puede negar su responsabilidad al elegir un Brexit duro para mantener contenta a la minoría vociferante de la derecha populista que ha llevado a la bancarrota los servicios públicos durante 12 años de adelgazamiento tory. La pandemia sucede en un contexto de fragilidad institucional debido a metódicos recortes presupuestales. El daño era considerable, pero la pandemia lo hizo escandaloso.
Algunos alaban la ágil respuesta a la covid-19 –la vacunación fue una sorpresa positiva, dicen–, pero otros creen que la estrategia de Johnson fue cambiante, favoreciendo la contaminación masiva causó millones de muertes innecesarias. Los sueños imperiales y la nostalgia pirata que aseguraron a sus electores una nueva edad dorada, enfrentan la cuenta de Brexit, la pandemia y la inflación. Los bancos de comida se han incrementado y las píldoras para la depresión han aumentado ventas.
El partido conservador empleará el verano para elegir entre la caballada, que luce famélica. La competencia para elegir líder y primer ministro convoca a los candidatos que sobrevivieron la primera eliminación con el apoyo de 20 representantes. La segunda exige 30, y la tercera es la vencida, cuando 160 mil miembros del partido deciden. Mientras, hay debates por tele hasta que quedan solo dos contrincantes. En última instancia el proceso es una puesta en escena porque el resultado es decidido por pocos. Si los auténticos electores deciden la continuidad del Brexit duro, se abre la puerta para que la robótica Liz Truss gane. Rishi Sunac, el otro contrincante, se distingue por ser el único que cuenta con una propuesta para controlar la inflación y por abstenerse de promesas incumplibles. Su renuncia obedeció, según él, a discrepancias con el primer ministro, afecto a los cuentos de hadas. El resto es una competencia para reducir los impuestos sin especificar cómo proponen financiar su empatía de campaña.
Mientras sucede lo inevitable, Boris se dispone a pasar el verano entre Downing y Chequers y armar la próxima aventura. ¿Qué habría sugerido Monty Python? ¿Habrá que soplar y soplar, como el lobo del cuento? ¿Catapultarlo? ¿Defenestrarlo? Pero para ello habrá de desaferrarlo de la puerta. ¿Polvos de Vladimir?
Johnson es el tercer ministro que el Brexit rompe, pero a diferencia de sus antecesores, David Cameron y Theresa May, Boris saldrá como inquilino indeseable que por fin acepta mudarse. Se lleva consigo la persona, el estilo que definió Brexit y al que le dio literalmente cuerpo. Boris se escribe con B de Brexit. Su futuro editorial está asegurado. Conferencias, cada una a cambio de 250 mil libras. Su memoria de Downing Street alcanzará varios ceros más. El filibustero tiene un futuro económicamente prometedor como parte de un selecto circuito internacional.
Quien suceda a Boris se saca el tigre. En lugar del “nivelamiento” económico hacia una sociedad más igualitaria, la declinación económica; en lugar de Global Britain, el invierno racionado. Los beneficios que Boris prometió eran de guasa. Lo que provoca risa es el absurdo vestido de normalidad. Lo serio viene ahora, y acompañará a los ingleses mucho tiempo después de que Boris Johnson se haya ido. hacerle frente a un panorama muy poco alentador.