Casa Rorty IV. Teorías de la justicia y sistema de pensiones

Entre la indignación de quienes se niegan a aceptar el principio de realidad y la astucia de quienes ponen por delante sus intereses electorales, mantenemos sistemas que combinan la injusticia entre generaciones y la precariedad financiera.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Durante los últimos meses, las páginas de los periódicos han dado noticia cómo sistemas nacionales de pensiones eran objeto de reforma: la que ha hecho Francia sin constricción externa y la que ha realizado España como parte del compromiso asumido con la Unión Europea para recibir los fondos europeos movilizados –por decirlo como los políticos– en respuesta a la pandemia de la covid-19. Por ahí fuera se ha hablado más de Francia que de España, y no solo por el mayor interés que suscita nuestro vecino a ojos del mundo entero, sino también por la fiera resistencia que una parte de los citoyens ha presentado contra la decisión de retrasar de la edad legal de jubilación de los 62 a los 64 años. Y aun si aceptamos la premisa de que Francia es un país donde el veto callejero a las reformas estructurales es una costumbre nacional, tan reconocible como la baguette o el adulterio, esta movilización resulta llamativa al presentarnos sin tapujos a una sociedad que se niega a aceptar las consecuencias de su propia longevidad. Pero lo mismo cabe decir de la sociedad española, donde la reacción popular ha sido tan diferente como la propia orientación de la reforma presentada por el ministro Escrivá: que los pensionistas estén satisfechos después de que se les haya prometido el mantenimiento sine die del poder adquisitivo de sus pensiones es otra manera de negarse a aceptar una realidad desagradable.

Vidas largas

Ni que decir tiene que el conflicto en torno a las pensiones es inédito, pues la forma que hoy adopta la pirámide poblacional de las sociedades occidentales carece de precedentes. Sin embargo, la lógica subyacente al problema fue ya identificada en la década de los 70 del siglo pasado, cuando se buscaban explicaciones para la primera crisis fiscal del Estado de Bienestar: estamos ante la superación del Estado por la política. Y es que la sobrecarga del primero es inevitable cuando –en ausencia de una cultura nacional de la austeridad– el aumento del gasto público y la extensión de las prestaciones sociales sirve para ganar elecciones y gobernar sin sobresaltos.

Sobre el presidente francés se ha disparado incluso abundante fuego amigo: no pocos le reprochan que, teniendo razón, se ha equivocado en las formas. Aprobar la reforma por decreto sería el recurso de un autócrata; se imponía el acuerdo parlamentario. Pero ¿y si ese acuerdo era imposible? Nadie parecía tener el menor interés en negociar nada, pese a que la reforma –francamente– tampoco es revolucionaria: se trata de aliviar la carga presupuestaria de las pensiones en un marco demográfico desfavorable y en el país donde mayor es la proporción de gasto público sobre el PIB. Aunque la falta de consenso no es exclusiva de Francia, resulta desconcertante: ni siquiera logramos ponernos de acuerdo sobre la necesidad de revisar un sistema de pensiones cuyas condiciones de posibilidad originarias han desaparecido. Y es que el jubilado nuevo ya no es una anciana desvalida, sino un señor que dejó el banco a los 55 y viaja en el AVE a mitad de precio; o una profesora que salió del instituto a los 60 y vivirá hasta los 95. Del otro lado, las tasas de natalidad están en mínimos históricos y los salarios son tan discretos en algunos países –hablamos de la media– que los jóvenes no pueden acceder fácilmente a una vivienda en alquiler o propiedad. Los servicios públicos se deterioran a ojos vista; la presión asistencial sobre los sistemas públicos de salud solo puede ir en aumento. Hace falta dinero, en definitiva. Si bastara con poner en marcha la máquina de imprimirlo, desentendiéndonos de la producción de riqueza o del equilibrio presupuestario, Cuba sería un éxito y no una calamidad: ni el voluntarismo político ni la indignación moral nos llevan demasiado lejos en este terreno. Aunque los voluntaristas no desaparezcan ni la indignación moral deje de expresarse.

Tal como ha señalado el singular Macron, siempre dispuesto a batirse con entrevistadores hostiles, la solución que plantean los críticos es recurrir al pozo sin fondo del déficit: continuar endeudando a las generaciones jóvenes sobre la base de que los mayores no pueden sufrir merma alguna en su bienestar, sea cual sea la holgura con la que vivan o la carga que eso imponga a las demás cohortes demográficas. Aunque tal vez Macron no se haya informado bien acerca de la solución española, donde han llegado a crearse tributos nuevos para garantizar que las pensiones seguirán donde están –subiendo tanto como la inflación– gracias a la mayor contribución que realizarán quienes ahora tienen empresas con personal a su cargo o trabajan por cuenta propia o ajena. Nótese la sustancial diferencia en el fundamento de las dos reformas: mientras Macron plantea retrasar dos años la edad de jubilación para equilibrar unas cuentas públicas que se encuentran más saneadas que las españolas, Sánchez ha preferido aumentar el esfuerzo de empresarios y trabajadores para evitar menoscabo alguno en las actuales condiciones de jubilación.

No cabe duda de que la principal motivación del primer ministro español es de carácter electoral: igual que Macron postergó su reforma hasta después de ser reelegido, Sánchez tiene unas elecciones generales a la vista y no quiere bajo ningún concepto malquistarse con los millones de votantes que cobran una pensión o están a punto de hacerlo. Pero no me interesa aquí ahondar en un problema que se deja enunciar fácilmente –el poderío electoral de los mayores y la sistemática infrarrepresentación política de los jóvenes– pero tiene difícil solución. Tampoco quisiera evaluar las reformas desde el punto de vista de su sostenibilidad, aunque será inevitable tomar en cuenta la solidez de los cálculos hechos por quienes las promueven; el lector interesado puede recurrir a los muchos análisis publicados en prensa y blogs especializados desde que se anunció la reforma, entre ellos el emitido por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal. Mi propósito es preguntarme por la justicia del sistema nacional de pensiones, lo que lógicamente requiere distinguir entre sistemas organizados de manera dispar e inspirados ya de entrada por diferentes principios normativos. Habida cuenta de la novedad que presenta la reforma Escrivá, mucho más original que su contraparte francesa, pondré mayor énfasis en ella. Vaya por delante que quien esto escribe se encuentra en mitad de su carrera profesional y tiene el mayor interés en recibir una pensión de jubilación esplendorosa durante el mayor número de años posible: ¿por qué iba nadie a querer algo diferente? Asunto distinto es que eso sea posible o deseable. 

Cualquier discusión sobre las pensiones habrá de moverse así forzosamente entre dos planos distintos y sin embargo –para desgracia de los voluntaristas– indisolublemente entrelazados: el de los principios normativos y el de las realidades mensurables. Si gozásemos de recursos infinitos, no habría nada sobre lo que discutir: todos tendríamos una cuantiosa pensión no contributiva sin necesidad de trabajar; algo parecido a una renta universal que en lugar de básica fuera premium. Pero ni siquiera en aquellos momentos históricos caracterizados por una baja tasa de dependencia –muchos trabajadores, pocos pensionistas– recibían los jubilados prestaciones desorbitadas. Tampoco es sencillo ponerse de acuerdo sobre lo que sea realizable en este terreno: cuando los franceses dicen que no quieren trabajar más, difícilmente se les convencerá de que deben jubilarse más tarde enseñándole unos gráficos o explicándoles lo largas que son hoy nuestras vidas; menos aún cuando entre la clase política hay tantos líderes y partidos dispuestos a darles la razón. Esa pedagogía inversa se agrava en España, donde el ministro Escrivá afirma en las entrevistas que ninguno de sus críticos sabe hacer cuentas y en consecuencia todo el mundo menos él está equivocado: vaya usted a persuadir al jubilado (contributivo) vasco –si es fin de semana, búsquelo en su segunda residencia– de que es un privilegiado y no una víctima del sistema.

El objetivo de las pensiones

Ni siquiera parece existir acuerdo sobre la finalidad del sistema de pensiones. Intuitivamente, todos podemos convenir que su objetivo era evitar que quien deja de trabajar a una edad razonable sea privado de los medios materiales necesarios para llevar una vida digna. Algo parecido dice el artículo 50 de la Constitución Española: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. Y aunque podría argüirse que no corresponde al Estado hacer lo que pueden hacer los ciudadanos por ellos mismos, la redistribución a través del sistema de pensiones constituye una forma razonable de paternalismo: es probable que una parte de los ciudadanos no perciba a tiempo la necesidad de, o carezca de los medios necesarios para, asegurarse una vejez confortable. Ciertamente, la existencia de un sistema obligatorio de pensiones encaja con dificultad en un marco liberal, en la medida en que se exige al ciudadano que contribuya a él: una solidaridad a la fuerza. No obstante, la necesidad de mantener en pie una “sociedad bien ordenada” –por decirlo con Rawls– ha producido un amplio consenso acerca de la conveniencia de no desatender este aspecto de la vida colectiva. Eso sí, la legitimidad del sistema dependerá de su justicia y eficacia a partes iguales.

Huelga decir que el problema se presenta en cuanto queremos especificar a cuánto debe ascender la prestación destinada a garantizar la citada “suficiencia económica” y cuáles son los medios a través de los cuales se financiará. Si nos asomamos por la ventana, encontraremos a pensionistas no contributivos que apenas tendrán suficiente y a pensionistas contributivos que reciben mucho más que suficiente si atendemos al nivel de vida del que disfrutan. Pero cuidado: un pensionista puede disfrutar de un alto nivel de vida por distintas razones y hay que diferenciarlas con cuidado. Imaginemos por un momento que todos los pensionistas cobrasen lo mismo: será inevitable que unos tengan más recursos que otros. Unos habrán tenido más suerte que otros; no todos habrán sido igual de competentes o previsores o talentosos; no todos habrán ahorrado lo mismo o gastado tanto; unos heredaron en su momento y otros no lo hicieron; y así sucesivamente. Que un Estado quisiera garantizar el mismo nivel de vida a todos los pensionistas con independencia de su trayectoria no solo sería injusto, sino que desincentivaría el esfuerzo de aquellos que tratan de poner los medios –ahorrando o invirtiendo– para evitar que el fin de su carrera laboral o profesional suponga una merma excesiva de sus recursos disponibles.

Va de suyo que un Estado que pudiera permitírselo bien podría fijar una pensión igual de elevada para todos sus ciudadanos, aun cuando no estuviera en su mano garantizar que esa generosidad pueda mantenerse en el futuro. De ahí que una sociedad avanzada seguramente elija asignar una pensión sostenible en el tiempo y confíe en que los ciudadanos acumularán riqueza suficiente durante sus vidas para suplementarla; en esa misma sociedad, los ciudadanos disfrutarán de servicios públicos universales y gratuitos  semigratuitos de calidad que supondrán, en la práctica, un ahorro adicional al pensionista. Ahora bien: que la pensión pública se conciba como un mínimo suficiente no implica que su cantidad deba ser igual para todos los ciudadanos. Podría serlo, en cuyo caso cabe esperar el desarrollo de una cultura del ahorro privado que permita a los ciudadanos elevarse por encima de ese mínimo en función de sus deseos, necesidades o capacidades. Otra posibilidad es que la cuantía de la pensión, como ha sucedido históricamente en España, dependa de las contribuciones que realiza cada individuo en el curso de su vida laboral, aunque no se financie solo con ellas; por algo se denomina pensiones no contributivas a aquellas que obtienen quienes no han llegado a cotizar. En ese caso, las pensiones resultantes serán desiguales, porque no todo el mundo gana el mismo dinero e incluso hay un régimen separado para quienes son trabajadores autónomos. Se trata de un equilibrio delicado: no parece viable ni justo que se igualen al alza las pensiones de todos, pero tampoco lo es que las pensiones de quienes han ganado poco dinero y por esa misma razón no han podido ahorrar pensando en la vejez estén por debajo de un cierto nivel de suficiencia.

Aludir a la vejez introduce nuevas variables en este rompecabezas colectivo. ¿Acaso no habla la constitución de la “tercera edad” como etapa vital que justifica el pago de las pensiones? Cuando los trabajadores se retiraban tarde y morían pronto, la dimensión temporal de las pensiones no planteaba especiales problemas. Ahora, la mayor longevidad de los ciudadanos hace posible que las clases pasivas exhiban trayectorias interminables: no es raro que quien se jubile a los 60 viva hasta los 90, haciéndose así acreedor de una pensión durante 30 años. Por otro lado, hay sectores aficionados a los procesos de prejubilación; nuestro país está lleno de exempleados de banca que dejaron su escritorio poco después de cumplir los 50. También habrá quien cotice toda su vida y fallezca justo antes de jubilarse o apenas tres años después de hacerlo: no podrá beneficiarse de la contribución que ha hecho durante su vida laboral, de la que en cambio se beneficiarán otros pensionistas. ¿Sería razonable permitir el cobro de una parte sustancial de la pensión con carácter anticipado, justo después de que el ciudadano pase a engrosar las clases pasivas, para evitar ese siniestro lucro cesante? ¿O quizá sería preferible prohibir las prejubilaciones que favorecen a unos segmentos laborales frente a otros, permitiendo en todo caso la existencia de regímenes especiales (ya los hay) para trabajadores que realizan labores de fuerte exigencia física?

No se vayan todavía, aún hay más: ¿qué hacemos con los shocks económicos que castigan a algunas generaciones, dificultando que sus integrantes desarrollen carreras profesionales tan exitosas –hablamos del promedio– como las de otras cohortes generacionales? Si la renta per cápita española no aumenta desde el año 2007 y el salario medio está por debajo de lo que se paga al nuevo pensionista promedio, ¿puede un dato así pasarse por alto a la hora de asignar recursos entre generaciones si estamos tratando de diseñar un sistema que sea a la vez justo y sostenible? De manera análoga, ¿cómo tomar en consideración la evolución demográfica, con un impacto sobre la tasa de dependencia que reduce dramáticamente la proporción entre trabajadores y jubilados? ¿Se parece a un shock económico, externo o puede imputarse responsabilidad a las cohortes menos fértiles? Y si las cuentas no salen, ¿cómo repartir las cargas resultantes?

Justicia intergeneracional e intrageneracional

Antes de introducir principios de justicia, conviene subrayar el contraste entre un sistema de pensiones que responde al riesgo futuro de colapso mediante un retraso en la edad de jubilación (como ha hecho Francia) y otro que busca mantener el poder adquisitivo de las pensiones elevando la contribución de quienes ahora trabajan en todos los segmentos de edad y escalas salariales, creando en la práctica una suerte de impuesto progresivo destinado a financiar las pensiones presentes y futuras echando mano de recursos distintos al fondo creado con las contribuciones de los trabajadores (es el caso de España). Sospechando de la viabilidad de su propia solución, la reforma española quiere estimular las jubilaciones tardías y reducir las prejubilaciones, aumentando el número de años que se computan para el cálculo de la pensión (cabe esperar que las prestaciones futuras sean algo menores) e introduciendo una suerte de mecanismo de alerta para el caso –no hay experto que deje de pronosticarlo– de que haya desviaciones presupuestarias significativas. Ni que decir tiene que una reforma que aumenta la carga impositiva sobre empresarios y trabajadores en un país con tendencia a la destrucción de empleo y con altas tasas de precariedad laboral, que además destaca por su elevada tasa de desempleo joven, amenaza con tener efectos negativos sobre el mercado de trabajo y el crecimiento económico, socavando adicionalmente los pilares sobre los que debe sostenerse el propio sistema. Finalmente, es obvio que los recursos que se destinan a unas partidas (pensiones) dejan de asignarse a otras (educación, transición energética, conciliación, sanidad pública). Nada de esto es anecdótico: los principios de justicia son abstracciones que se aplican en contextos sociales particulares y de nada serviría invocar el derecho a la pensión digna ante un Estado que no pudiera pagarla.

Tal como se ha visto, los sistemas públicos de pensiones plantean problemas de justicia intrageneracional (entre los miembros de una misma cohorte) e intergeneracional (entre miembros de distintas generaciones). Y a fin de que las obligaciones que genera sean tenidas como legítimas por quienes contribuyen a ella, el Estado tendrá –o tendría– que explicar por qué quita X a Pedro para darle Y a Juan, así como cuánto puede esperar recibir Pedro cuando deje de trabajar y cuán sostenible es la fórmula llamada a hacerlo posible. La legitimación de los sistemas de reparto quiere evitar que unas generaciones se sientan maltratadas y puedan romper el pacto generacional implícito sobre el que descansa esta dimensión del Estado de Bienestar. Cuándo se rompe un pacto intergeneracional, por lo demás, no está demasiado claro: en España se produjo la revuelta juvenil del 15-M y poco más de diez años después se ha aprobado una reforma del sistema de pensiones que castiga a los jóvenes sin que estos parezcan darse por aludidos ni lo hagan los partidos que prohijaron la marca 15-M y se arrogan la representación de aquellos malestares.

En un trabajo dedicado este asunto, el profesor José Manuel Gragera Junco ha señalado el error que supone pensar que la sostenibilidad de las pensiones es un problema que solo afecta a una generación (la que está jubilada o está a punto de hacerlo), ya que en la práctica un sistema como el español compromete a distintas generaciones –pensionistas, trabajadores, jóvenes– y todas deben ser tenidas en cuenta, so pena de crear injusticias que hayan de ser soportadas solo por algunos de sus miembros. Por ahí resoplan los problemas allí donde se invierte la pirámide de población, como también ha subrayado José Ignacio Conde-Ruiz: el aumento imparable de la población receptora de ayudas exige de una mayor inversión en la generación jubilada, lo que crea severas desigualdades intergeneracionales que a su vez se ven agravadas por efecto de las jubilaciones anticipadas y por el hecho de que muchos no trabajan o empiezan a hacerlo más tarde de lo que les correspondería. Tratar de arreglar este problema incrementando la contribución de las generaciones activas laboralmente, como ha hecho la reforma Escrivá, resulta desconcertante.

¿Existe alguna teoría de la justicia que avale la lógica que gobierna esta peculiar reforma? Parece difícil que apliquemos un principio general de ventaja mutua, ya que las generaciones laboralmente activas –en especial las más jóvenes– se encuentran claramente desventajadas y mal podrían aceptar la premisa de que el sistema se sostiene sobre el beneficio recíproco de todos los implicados. Tampoco cabe aplicar el igualitarismo del bienestar, no solo porque el bienestar es de por sí una condición difícil de determinar por depender de la percepción de cada individuo, sino porque la reforma Escrivá no trata a todos los ciudadanos por igual. Nota al margen: tampoco sería viable un sistema que igualase a todos los contribuyentes con independencia de su esfuerzo o salario, salvo que se fijase una pensión mínima idéntica para todos que luego cada cual hubiera –si puede– de complementar por su cuenta. Esto último, en realidad, está más cerca del llamado suficientismo: el principio según el cual todos hemos de tener lo suficiente para desarrollar nuestro plan de vida; en este caso, se trataría de lo suficiente para vivir con dignidad el último tramo de la existencia. Pero la reforma española tampoco va por ahí; la reforma en curso agrava los desequilibrios generacionales preexistentes.

¿Y qué hay de las teorías de justicia que se inclinan por favorecer a los más desfavorecidos? Es el caso del prioritarianismo, que no aspira a nivelar a todos los ciudadanos y sin embargo quiere primar a quienes menos tienen incluso si ya tienen suficiente. En esa línea se sitúa la célebre teoría de la justicia defendida por John Rawls, que combina el igualitarismo de recursos (dar un mínimo a todos) con el prioritarianismo (favorecer sistemáticamente a los desfavorecidos). Rawls cree que la sociedad justa es una que concede un conjunto de libertades básicas a todos y las combina con un criterio de justicia distributiva que reparta los bienes sociales primarios (ingresos, bienestar, poder) de manera igualitaria a menos que un reparto desigualitario ayude a los menos aventajados. Esto último quiere decir que el Estado habrá de tener en cuenta las condiciones de partida de cada uno y proporcionará más recursos a los que menos tienen.

He aquí una sólida justificación filosófica del Estado de Bienestar; de una formación socialdemócrata como el PSOE cabría esperar una reforma de las pensiones inspirada por estos principios. Pero no es el caso, salvo que consideremos que los pensionistas contributivos cuya prestación de jubilación se sitúa muy por encima del salario medio y puede ser disfrutada durante décadas conforman el grupo de los desfavorecidos en la sociedad española. Tal cosa podría afirmarse de los pensionistas no contributivos que además se encuentren en una situación personal desfavorable; o de los trabajadores autónomos que no han sabido suplementar con su ahorro una pensión modesta. Pero incluso en este caso, habrá que comparar: no es lo mismo ingresar 1500 euros con una casa en propiedad que se terminó de pagar hace décadas, que enfrentrarse con esa cantidad a un mercado del alquiler cada vez más encarecido. De la misma manera, la comparación con los jóvenes debe hacerse teniendo en cuenta que estos tardarán en amasar un patrimonio y consolidar su carrera profesional. Y es que la igualdad debe medirse entre grupos similares de edad; la desigualdad entre generaciones entra en juego cuando, como se ha señalado arriba, el sistema de pensiones compromete a los distintos grupos –trabajadores, pensionistas, jóvenes– mediante un reparto concreto de cargas y beneficios.

¿Un sistema mixto?

En un trabajo aparecido el año pasado, el filósofo alemán Dieter Birnbacher emplea el estándar rawlsiano para evaluar la justicia del sistema de pensiones alemán. A diferencia del español, este último solo permite una prejubilación sin penalizaciones cuando se ha cotizado durante al menos 45 años; la edad de jubilación es ahora allí de 67 años (cinco más que en Francia). Pero no son los organismos públicos los que pagan íntegramente las pensiones alemanas, sino que las empresas contribuyen a ellas y es común que a su vez se vean reforzadas por planes privados que los ciudadanos se preocupan de contratar. Eso explica que más de la mitad de las pensiones públicas alemanas ronden los 1000 euros, aunque es un país con mayor nivel de vida que el nuestro. Pese a ello, Birnbacher considera que el principio de solidaridad está sobrerrepresentado cuando de proveer a la tercera edad se trata, lo que da lugar a un desequilibrio en la distribución generacional de beneficios y cargas que –a la vista del desarrollo demográfico en curso– se aleja considerablemente de los principios rawlsianos. Y aduce una razón elemental que, como es obvio, puede aplicarse al caso español:

“Un sistema de reparto supone que las cohortes de trabajadores que presentan menor tamaño a causa del desarrollo demográfico deben pagar las pensiones de las crecientes cohortes de personas con derecho a pensión. Como sucede en otros países europeos, el aumento continuado de la esperanza de vida va de la mano de una tasa de natalidad decreciente, de manera que la proporción entre pagadores y receptores es cada vez más desfavorable.”

¡Elemental, querido Birnbacher! Los trabajadores de hoy albergan el razonable temor –más bien es una certeza matemática– de no estar en condiciones de recibir mañana la pensión que sí obtienen quienes disfrutan ahora de la jubilación o están a punto de hacerlo. En el caso español, el problema se agrava con una reforma que aumenta la carga de quienes ahora trabajan con el objetivo de asegurar el mantenimiento del poder adquisitivo de los pensionistas, sin introducir modificación alguna en la edad de jubilación a pesar de que la longevidad de los españoles sigue en aumento. Dado que los sistemas de reparto permiten distribuir el riesgo entre generaciones, todo indica que los trabajadores españoles –sobre todo los jóvenes– asumen un riesgo muy superior al de sus mayores justo cuando tratan de abrirse camino en la vida o de consolidar una carrera profesional ya en marcha. Una de las preguntas que cabe hacerse es si una sociedad que se quiere justa debe primar el bienestar de las clases pasivas, si eso supone mermar las oportunidades de las clases activas o potencialmente activas. De hecho, no parece que tenga mucho sentido hablar de oportunidades cuando nos referimos a los pensionistas, sino que estaría más justificado referirnos a sus capacidades; para los jóvenes, en cambio, las oportunidades lo son todo. Más aún: la reforma española no solo prima el bienestar de las clases pasivas, asignándoles recursos que podrían tener otro destino público, sino que lo hace a costa de las clases activas: aumentando su contribución forzosa al sistema en todos los niveles salariales y creando un nuevo recargo de solidaridad.

De todo lo anterior se deduce que la presunta solución española va en la dirección contraria a lo que demandaría hoy un justo reparto de las cargas intergeneracionales. El economista belga Eric Schokkaert ha señalado que la solución más apropiada es aumentar la edad de jubilación: cuando el Informe Beveridge sentó las bases de la Seguridad Social en la Europa de la posguerra, no se contaba con que los trabajadores cobrasen pensión más allá de unos pocos años. Para Gragera Junco, una reforma integral del sistema habría de inspirarse en el llamado “igualitarismo de la suerte” defendido por el filósofo Axel Gosseries, que, además de preocuparse de manera genérica por el retiro de quienes se jubilan, toma en consideración el infortunio que pueden padecer cohortes particulares (en forma de shock económico o desigual evolución demográfica). Para financiarlo, sería necesario aumentar la contributividad del sistema, creando un sistema más transparente y ajustado a las contribuciones de cada uno: que los cotizantes sepan en todo momento cuánto les corresponde en el futuro, a fin de que puedan decidir qué hacer al respecto. Aunque la cuantía media de las pensiones se vería reducida, se repartiría mejor el coste de mantenimiento del sistema de acuerdo con una noción coherente –no meramente retórica– de la justicia intergeneracional.

Tal como se ha comprobado estos meses, sin embargo, no hay argumentación que valga: entre la indignación de quienes se niegan a aceptar el principio de realidad y la astucia de quienes ponen por delante sus intereses electorales, seguiremos manteniendo sistemas que combinan la injusticia entre generaciones y la precariedad financiera, aguardando con el corazón en vilo al momento en que alguna de las patas de la mesa se rompa con estrépito.

+ posts

(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: