Cementerio de elefantes presidenciales

El retiro presidencial empezó como una cortesía que pasó a costumbre y luego a obligación. Pero tal vez la experiencia de los expresidentes podría ser aprovechada en las instituciones del Estado, en lugar de los organismos internacionales o los campos de golf.
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En un perfil que David Remnick le hizo a Bill Clinton en 2006, el expresidente le dice que tras dejar su cargo (en 2001) sentía que tenía dos opciones: “Puedes sentarte y sentir pena de que ya no eres presidente, o puedes encontrar alguna manera para usar lo que aprendiste, a las personas que conociste y lo que sabes sobre cómo hacer que las cosas se materialicen, para hacer todo el bien que puedas. La única decisión que tomé […] fue que no dejaría la Casa Blanca ni pasaría el resto de mi vida deseando ser todavía presidente”. Y aunque efectivamente su trabajo con la ONU (en campañas contra el sida, tuberculosis y malaria) y las iniciativas de la Clinton Global Initiative lo mantuvieron ocupado y de viaje, Remnick apunta que, de acuerdo con varios de sus ayudantes, al término de su segundo y último periodo presidencial Clinton disfrutó el tiempo que tenía para leer y jugar al golf en Westchester. Se le veía con frecuencia en el deli o en el Starbucks local, “pero tenía dificultades para adaptarse a su nueva falta de poder y a la pérdida inmediata de un staff de miles de personas. También tuvo que adaptarse a la realidad de que nunca, en el resto de su vida, podría lograr lo que había hecho en una sola semana como presidente”.

El retiro presidencial siempre me he parecido curioso, una cortesía que acabó por convertirse primero en costumbre y luego en aparente obligación. Entiendo la necesidad de asegurar una transición fluida y no interferir con el comienzo de un nuevo gobierno, pero de ahí a “retirarse” a un cementerio de elefantes presidenciales hay un trecho. ¿Por qué los “buenos” presidentes, aquellos que fueron líderes eficaces y contaron con el apoyo de su partido y de amplios sectores de la sociedad deben retirarse terminado su periodo? ¿Por qué desperdiciar su know how o dejar que este solo sea aprovechado por instituciones internacionales? ¿Por qué es tan complicado, por ejemplo, pensar en la posibilidad de que continúen con su vocación de servicio público a través del Congreso, de un partido político o una secretaría de Estado?

En Estados Unidos hay algunos ejemplos: John Quincy Adams, después de haber sido el sexto presidente, estuvo en la Cámara de Representantes durante diecisiete años; Andrew Johnson, que era vicepresidente cuando asesinaron a Abraham Lincoln, fue electo senador seis años después de dejar el cargo que intempestivamente tuvo que asumir tras el magnicidio; William Howard Taft, presidente entre 1909 y 1913, fue después presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos (1921–1930). En tiempos más recientes, aunque aún no pinta para un cargo público, Barack Obama emitió, a menos de un mes de haber dejado la presidencia, una declaración animando a los estadounidenses a protestar públicamente contra la prohibición migratoria de Trump dirigida a ciudadanos de siete países mayoritariamente musulmanes.

En América Latina están los casos de Fernando Lugo, presidente de Paraguay que fue destituido en 2012 y electo senador el 21 de abril de 2013 o Álvaro Uribe, presidente de Colombia entre 2002 y 2010 y senador desde 2014. Y hace unos días, Cristina Kirchner, la expresidenta de Argentina, anunció que se postula al Senado.

En México, es cierto, quizá no hemos tenido a ese expresidente ideal (un líder eficaz que haya dejado el cargo con suficiente apoyo social y político) cuyo regreso a la arena pública anhelamos (aunque algunos exploran exitosamente su veta cómica). Pero llama la atención cómo la presidencia es al mismo tiempo el cenit y el inicio del fin en la carrera de nuestros políticos. De ahí que, como escribe Daniel Zovatto en un ensayo para The Brookings Institution, América Latina esté viviendo una ola de “reelección, continuismo e hiperpresidencialismo”. La política como vocación no se agota en un par de mandatos presidenciales, pero para comprenderlo debemos aprender a aprovechar la experiencia de nuestros expresidentes.   

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Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.


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