Los escándalos de corrupción salpican a personajes de todos los colores del espectro político. Emilio Loyoza ha denunciado, según el documento filtrado en agosto, una trama de sobornos en el que habrían participado priistas, panistas y perredistas. Y de acuerdo con el video que se difundió hace algunos días, Pío López Obrador y otros personajes cercanos al Partido Verde y a Morena podrían ser parte de un esquema de financiamiento ilícito para este último partido.
Aunque cueste trabajo aceptarlo y Andrés Manuel López Obrador insista en que ellos son diferentes, lo cierto es que no hay nadie que se salve. En todo caso, cuando intentó justificar los videos que revelan a su hermano menor recibiendo dinero en efectivo, hizo una defensa tan endeble como cuestionable. El presidente sugiere, sin convencer, que hay de ilegalidades a ilegalidades, que no todos los corruptos son iguales.
Lo más grave de todo este asunto es que las vías institucionales están rebasadas. Nos hemos cansado de reformar nuestro orden jurídico para tapar huecos en temas electorales y de corrupción. Los resultados siguen siendo decepcionantes. La única forma de acabar con este juego del gato y el ratón es mandar una señal clara de que cualquier irregularidad será investigada y sus autores perseguidos, sean quien sean. Que habrá investigaciones eficaces, criterios parejos de persecución y jueces capaces e independientes.
Sin embargo, la incesante erosión de las instituciones democráticas no permite visualizar salidas en el corto plazo que gocen de cierta credibilidad y vislumbren acciones para que la sociedad no termine por desentenderse del aparato de procuración e impartición de justicia. Todo el mundo tiene “compromisos” insalvables. El propio López Obrador ha hecho poco para fortalecer a las instituciones y, peor aún, ha privilegiado el circo mediático por encima de los procesos judiciales. El escenario es sombrío si lo que esperamos es acabar con la impunidad y un genuino combate a la corrupción.
Quizás el mayor fiasco institucional de la última década sea la fallida transformación de la Procuraduría General de la República (PGR) en una nueva fiscalía. Esta transición supuso un proceso largo, de muchas batallas, en las cuales se apostó por transformar a una institución atravesada por la corrupción, la parcialidad, las violaciones a derechos humanos y las enormes deficiencias de gestión. El marco constitucional que creó a la Fiscalía General de la República (FGR) es, en términos generales, adecuado. Pero la realidad ha terminado por ganarle a las normas.
Desde la designación del fiscal Gertz Manero se han tenido serias dudas sobre la imparcialidad de la FGR. La 4T no ha sido capaz de disiparlas. Por el contrario, sus protagonistas han hecho todo lo posible por convencernos de que actúan con absoluta parcialidad. El fiscal Gertz se ha tomado tan en serio la autonomía de su cargo, que su trabajo en estos casos da la impresión de ser también autónomo de su mandato constitucional. Y quien tenga dudas sobre la parcialidad del Ejecutivo, nada más observe las actuaciones y declaraciones de la zarina anticorrupción y autoproclamada guardiana de la austeridad republicana, la secretaria de la Función Pública. Incluso el poder judicial, que se mostraba más fuerte, ha sido afectado por escándalos como la renuncia del ministro Medina Mora, y el propio presidente de la Suprema Corte ha reconocido que el sistema de justicia no ha podido ganarse la confianza ciudadana debido al nepotismo y la corrupción.
Ahora que la corrupción también salpica a integrantes del proyecto lopezobradorista, las dudas sobre quién ha de juzgar a sus correligionarios no se hacen esperar. Y con sobrada razón… Tirios no confían en los fiscales que pusieron los troyanos. Y, por lo visto, no se equivocan. En tiempos de todos contra todos, confiar en los demás se ha convertido en una actividad de alto riesgo.
Pero el problema es más complejo, pues en la crisis generalizada de confianza que atravesamos no es fácil encontrar un piso parejo que permita investigar y procesar a todos los involucrados por igual más allá de su afiliación partidista –no por nada, Dworkin escribió que “la igualdad es la especie en extinción de los ideales políticos”–. Peor aún, la capacidad para hacerlo no saldrá por generación espontánea, ni mucho menos bastará con la fuerza moral que algunos feligreses le achacan al presidente. Queda claro que será indispensable repensar nuestro sistema de justicia a partir de la creatividad y la cooperación colectiva, buscando alternativas que puedan saldar la enorme deuda de credibilidad e imparcialidad que tienen estas instituciones con la sociedad mexicana.
¿Qué hacer frente a la escasa credibilidad de la FGR para combatir, con imparcialidad, la corrupción? Desde hace varios años diversas voces han expresado la necesidad de recurrir a un mecanismo internacional que nos asista en el combate a la impunidad y que contribuya a la refundación de nuestras desprestigiadas instituciones. Frente a dicha propuesta, las descalificaciones no se han hecho esperar y las soflamas patrioteras auguran el final de nuestra gloriosa soberanía nacional. Tales consignas, por decirlo pronto, no solo ignoran la gravedad del problema sino que también se encuentran bastante alejadas de nuestra realidad institucional.
Es precisamente la realidad la que nos señala el camino a seguir. El proyecto nacional se encuentra en una terrible encrucijada. La corrupción y la inseguridad son rampantes y las alternativas políticas se encuentran desprestigiadas y agotadas. Pensar que las próximas elecciones permitirán corregir el camino es ingenuo, en el mejor de los casos. Los partidos, una y otra vez, han mostrado que sus renovaciones son cosméticas, optando por rechazar lo evidente y victimizarse. La contienda electoral también tiene que recibir señales claras sobre el fin de la impunidad. Sin ellas, seguiremos repitiendo el esquema de la simulación hasta el cansancio. Y entonces sí, para parafrasear a San Agustín, la diferencia entre el Estado que pretendemos ser y una banda de maleantes se difuminará.
Vale la pena traer a colación la experiencia de Guatemala con la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), pues sus labores resultan un estupendo ejemplo para analizar y seguir, sobre todo, por repensar esquemas, renovar aparatos de investigación y formar nuevos cuadros separados de los vicios tradicionales. Es cierto, no hay recetas mágicas, pero en este momento tenemos que partir del hecho que los actores políticos nacionales han mostrado sistemáticamente su incapacidad (y desinterés) para articular respuestas viables y confiables a nuestros problemas estructurales.
El caso de Guatemala y, con sus importantes limitaciones, el del Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes para el caso Iguala (GIEI), nos muestran la importancia de la imparcialidad en la construcción de confianza. Efectivamente, estos mecanismos cometen errores y no son la panacea, pero nadie puede negar tanto el papel de la CICIG en la construcción de instituciones en Guatemala, como el del GIEI para derribar las mentiras y omisiones de la PGR en el sexenio peñanietista.
Como si esto fuera poco, México enfrenta el problema de la pobreza extrema. La actual crisis sanitaria lo hará todavía más grave. Mientras tanto, la corrupción y la impunidad nos muestran cuadros de opulencia grosera, ofensiva. Eso es una vergüenza y una tragedia. La austeridad del actual régimen tampoco ha sido capaz de resolver la cuestión de la marginación. Sus herramientas se inspiran más en el clientelismo que en la solución de los problemas de raíz. De nuevo, la lógica electoral es el motor que mueve su actuar.
La disyuntiva es clara. Podemos ensayar nuevas reformas y tratar de implementarlas con las recetas tradicionales de siempre, es decir, volver a perdernos por enésima vez en el mismo callejón sin salida. El otro camino es conceder que lo más beneficioso para el país es aceptar la colaboración para el combate a la corrupción. Para articular esta salida es necesario un amplio acuerdo político y social en el que los actores encomienden a un mecanismo internacional la misión de resolver la enorme impunidad que nos aqueja. Los problemas no desaparecerán de la noche a la mañana, pero los incentivos para resolverlos de fondo en el largo plazo posiblemente cambiarán. Eso quizá sea un pequeño paso en términos sistémicos. Pero, en comparación con el raquítico estado de nuestras instituciones, podría representar un salto cuántico en el combate a la corrupción.
Es profesor investigador de la División de Estudios Jurídicos del CIDE