Cuando Alejandro Martínez Laborda, ataviado con el uniforme del ejército zarista en 1805 (con algunos leves anacronismos que sería más justo describir como elementos de fidelidad a la novela), observó desde lo alto de la explanada cómo se aproximaban dos conjuntos de miles de personas (si bien las cantidades aportadas por las autoridades sobre el número de asistentes variaban considerablemente), que se miraban desafiantes y se lanzaban imprecaciones, estuvo a punto de enviar un wasap a uno de sus viejos amigos, con el que había dejado de hablarse, y se preguntó si la polarización había llegado demasiado lejos.
Aunque ocupaba un lugar periférico, Martínez se sentía responsable de lo que un periodista había calificado como “un inesperado giro de los acontecimientos”. A fin de cuentas, él había sido uno de los que, apenas unos años antes, empezaron a recomendar las obras. En su caso, en un club de lectura que se reunía en el centro cultural del extrarradio de una ciudad de provincias y que en un primer momento congregaba a menos de veinte personas, en su mayoría mujeres de mediana edad.
¿Cómo un país con una tasa de lectura relativamente baja para su entorno, con un porcentaje elevado de personas que decían que no leían nunca un libro, se ha convertido en lo que un prestigioso corresponsal llamó un hotspot de la polarización literaria? ¿Cómo una disputa por personajes de ficción y símbolos ha terminado por monopolizar la vida política nacional, distanciar familias, quebrar viejas amistades y degradar la conversación pública en un agrio intercambio de erudición, citas, paráfrasis y términos despectivos importados de la Rusia zarista? ¿Cómo una sociedad civilizada ha caído víctima de la ilusión letal de la rivalidad novelesca? ¿A qué se debe ese retroceso?
La academia ha ofrecido varias hipótesis al respecto. Según algunos estudios (Flatdock, Michaels y Rosemary, 2018) obedece a la influencia disruptiva de las viejas tecnologías, mientras que otras investigaciones empíricas (D’Arjon, Cosculluela y Chester, 2018) apuntan a la conciencia desasosegante de un vacío existencial en el hombre contemporáneo. No obstante, buena parte de la academia no ha logrado o intentado siquiera sustraerse a los efectos de la polarización: cuando les piden una explicación, los expertos más honestos señalan que todos los fenómenos sociológicos son policausales y además la culpa es de los del otro bando.
“En realidad, lo que ha ocurrido no es tan distinto a lo que ha sucedido en otros países. Por ejemplo, en el Reino Unido del Brexit”, explica la socióloga María José Lahoz. “Lo particular ha sido el eje de la polarización”, que, sin embargo, “se puede explicar por una extraña concurrencia de factores”. Por una parte, la transformación económica que ha convertido la industria editorial en una potencia de primer orden y que ha relegado a un segundo plano otros sectores económicos, gracias al frenesí lector del público que propició la apertura de librerías y el gusto de las nuevas generaciones, hastiadas de las pantallas y redes sociales que esclavizaban a sus padres y hermanos mayores, por las obras de crítica literaria en general y la filología eslava en particular. Las tertulias televisivas, que languidecían entre comentarios sobre crímenes pirotécnicos, escándalos sexuales y episodios de incompetencia partidista ya desprovistos de interés, comenzaron a aprovechar ese filón: el intercambio de pareceres entre qué era mejor, Guerra y paz o Los hermanos Karamazov, La muerte de Ivan Ilich o El jugador, cuáles eran las mejores traducciones, sus efectos sobre la literatura y la filosofía posterior, era vehemente y se seguía con un interés desaforado.
Esto propició la aparición de emprendedores políticos que aprovecharon ese espacio. Era la única manera, explica Lahoz, de lograr la atención de una sociedad que les había vuelto la espalda. Y, de hecho, a menudo las diferencias ideológicas que articulan los alineamientos parecen un tanto arbitrarias. A primera vista la Agrupación Nacional de Lectores de Dostoievski parece más conservadora: históricamente, se oponía a una cierta integración y convergencia con Europa que, desde su punto de vista, suponía un desgaste espiritual. Uno de sus eslóganes más repetidos, en tertulias y pancartas, es “Si dios no existe, todo está permitido”, y combina lo que algunos han llamado “retorno a la religión” con una extraña actitud hacia el nihilismo: una alternativa que parece simultáneamente amenazante y atractiva. A veces se diría que justifica las desigualdades económicas. Para algunos esto resulta evidente en frases como: “En la desesperación están los placeres más intensos, sobre todo cuando uno es muy consciente de la falta de esperanza de su posición”, muy común en los argumentarios de las tertulias nocturnas.
Tampoco resulta claro que la Coordinadora Federal de Seguidorxs de Tolstói sea automáticamente más de izquierdas: cierto, parece tener en algunas versiones una moral sexual más permisiva (si bien pesimista en último término), elogiar a la gente sencilla y recomendar el vegetarianismo, pero también tiene una idea radical, ciertamente exigente, del cristianismo y una visión estrecha de la literatura. Existen distintas interpretaciones de sus crípticas consignas. Alguna parece señalar las diferencias sociales, como la célebre pancarta de “Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”, que se emplea para enfatizar el problema de la pobreza. “El héroe de mi relato es la Verdad” se utiliza para rebatir a los dostoievskianos, acusados de relativismo. Otras frases son más desalentadoras y libres, como la glosa de Nicola Chiaromonte: “El destino está compuesto de todo lo que el hombre desconoce y no tiene manera de conocer. Y se expresa mediante el tiempo, por el hecho de que el tiempo es efímero e irrevocable”, uno de los eslóganes más repetidos (con variantes) en las manifestaciones.
Cada grupo asume las causas que le parezcan más convenientes. La lucha contra la ludopatía fue desde el principio una obsesión de los dostoievskianos. Los tolstoianos recordaban los finales de Ana Karenina y su creador cada vez que se caía la página de los ferrocarriles nacionales. Pero cuanto más arbitrarias parecen las diferencias, más intenso es el enfrentamiento y el cruce de reproches. Los especialistas que han estudiado o traducido a los dos autores son inmediatamente tildados de traidores. Hay peleas por los descendientes y por las interpretaciones; un grupo y otro intentan apropiarse a los críticos del bando opuesto. Los habituales encargados de las operaciones encubiertas de la inteligencia rusa pasaron un momento de desconcierto porque la división les tocaba de cerca, pero parece que finalmente han seguido el modelo histórico de la CIA y financian y sirven materiales verdaderos y falsos a ambas tendencias, para tener un aliado gane quien gane. La tensión histórica de los departamentos de literatura se ha trasladado a la calle, que vive un fervor recreacionista con cientos de personas disfrazadas de Vronski, Natasha, Hadji Murat, el Gran Inquisidor o el príncipe Myshin, adoptando posiciones antagónicas en el conflicto entre los VTC y el taxi.
“La capacidad de enfrentamiento de las disputas estéticas es muy intensa”, explica Lahoz. “Pocas cosas son tan tóxicas como una preferencia por un novelista.” En los últimos tiempos parece haberse acallado una tercera opción, el chejovismo, que trataba de conciliar la herencia de la tradición religiosa rusa con la visión humanista del tolstoianismo clásico. “Sí, así es”, admite la socióloga, “en tiempos de polarización los extremos se tensan y el chejovismo sufre”.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).