En el siglo XXI las dictaduras pueden nacer perfectamente de regímenes democráticos con instituciones débiles. Mientras más poder tenga el Estado y menos autonomía económica y organizativa las fuerzas vivas de la sociedad, más lejos puede llegar un gobierno con ambiciones dictatoriales.
No es lo mismo ejercer impunemente el poder cuanto se maneja el 95% del producto interno bruto (PIB) desde un palacio de gobierno que manejar solo el 20%. Si el aspirante a dictador que ganó unas elecciones democráticas quiere dejar su rostro desnudo y sin máscara, necesita el apoyo de las fuerzas económicas, al estilo chino, de la destrucción de partidos políticos con décadas de funcionamiento y del sometimiento de la sociedad civil. La anuencia popular puede lograrse con transferencias económicas, pero estas hay que sostenerlas en el tiempo y tal cosa no ocurrirá si la economía no funciona. Mientras las leyes no se cambien al antojo del aspirante a dictador, los límites no pueden sobrepasarse a menos que se cuente con el respaldo de las fuerzas armadas, asunto complejo si el líder no es militar. Asimismo, un Estado federal no funciona igual que uno centralizado.
No es fácil encarar a un autoritario que quiere ejercer sin cortapisas. Si por las vías democráticas se le concede el poder de cambiar la Constitución o de hacerse con las instituciones del Estado, puede transformar las reglas a su favor y hacer cuesta arriba que la oposición llegue al poder. Así lo indican Steven Levitsky y Lucan Way en su libro Competitive authoritarianism: Hybrid regimes after the Cold War. Este tipo de líder, los adláteres, fanáticos y las fuerzas militares, si por desgracia lo apoyan, se alimentan de la tranquilidad de conciencia, de la certeza del gran favor que nos hacen cuando deciden nuestro destino desde las alturas del poder político. Los más sentimentales apelan a la herencia cristiana de “bienaventurados los pobres de la tierra”, aunque el camarada Marx, desde luego, hubiese denostado este lenguaje oloroso a incienso que alimenta la caridad cristiana.
Los autoritarismos del siglo XXI se basan en causas que suenan a campanas volando en pascua de resurrección. Puede ser la restauración del esplendor nacional ruso al estilo de Vladimir Putin; de la defensa del occidente cristiano como Viktor Orban; de la preservación de la verdadera fe como las teocracias islámicas; de la salvación de los pobres y de la dignidad nacional, casos de Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canel. Los chinos son los mejores: éxito económico y mano de hierro luego de permitirse el lujo de la hambruna y las atrocidades del Camarada Padre Mao Zedong. Por amor los padres de otra época eran capaces de descomunales palizas y luego los miembros de la familia se retratan en navidades con el venerable anciano que los torturó cuando eran niños; total, fue por su bien.
Dice Tzvetan Todorov, en su magnífico texto Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX, que los autoritarios son mucho mejores antropólogos que los demócratas liberales, confiados en que nacemos libres e iguales. La realidad es que quien alce a la masa como un solo ser logrará convertirla en pueblo y en su nombre florecerán los enemigos, los que deben irse del país, los que han de callarse. Los acusados y acosados serán declarados culpables sin otra prueba que la palabra del líder. ¿La ley? Para qué, nadie la necesita a la hora de abrir un micrófono e insultar impunemente. No haber nacido pobre es más que suficiente para ser juzgado sumariamente. Pero, ojo, si se es pobre la conducta ha de ser intachable (es decir, sumisa), no sea que se entre a la categoría de “mafias”, “alienados”, “nariceados”, “aprovechados”. Interpelar a la emoción funciona mucho mejor que los datos, las pruebas, el conocimiento. Cuando los demócratas liberales insisten en el fortalecimiento de las instituciones, saben lo que hacen. Se trata precisamente de distribuir el poder para que las tentaciones autoritarias, como las que exhibe Donald Trump, no lleguen lejos.
Cuando todavía existen instituciones con relativa independencia hay que defenderlas, lo cual se vuelve complicado si el partido en el poder coincide con las aspiraciones de su líder y si los partidos opositores no cuentan con el prestigio y ascendencia necesarios para organizar al sector de la población que no comulga con el gobierno en ejercicio. La preservación de la institucionalidad y la independencia de los poderes debe ser la lucha de todos los demócratas, pero en América Latina la desconfianza no es fácil de derrotar. Además, el voto popular ha sido el arma de los autoritarismos competitivos que pueden llegar a mutar en dictaduras pues se cumple a rajatabla la máxima descontextualizada de “la voz del pueblo es la voz de dios”. Si el voto apoya al líder, por qué él no puede desmantelar el Estado de derecho. Nada es más sospechoso que la vocación plebiscitaria disfrazada de democracia directa. La democracia es frágil porque se basa en límites que asumen los propios políticos, aunque estén en la cumbre de la popularidad, incluso si no se los imponen los poderes públicos.
El triunfo de una dictadura significa el fin de la política para quienes no tienen el poder, aunque de hecho hay una política posible para los perdedores que no es otra que la resistencia, como bien se ha demostrado a lo largo de estos últimos cien años de autoritarismos fundados en grandes causas. No obstante, la resistencia ya no cuenta con los recursos de la política democrática, sino con su propia organización. Su debilidad aumenta si la dictadura tiene a sus víctimas en estado de necesidad. Mientras más horas se inviertan en la obtención de medicinas, alimentos o agua, mejor. La dictadura perfecta tal vez no sea la que parece democracia, sino la que reina sobre las ruinas, pues así no hay fuerzas para oponerse. Las dictaduras triunfan cuando ya la población se arrodilla y pide un poco de gasolina o comida sin que importe nada más, como está ocurriendo en Venezuela.
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.