Hace unas semanas, representantes del Gobierno exigieron al Banco de España que pidiese disculpas por sus análisis acerca de los efectos negativos de la subida del SMI. Días después, el director económico de un gabinete sindical se sumó a las críticas anteriores aludiendo a los resultados de un informe de la OCDE que, al parecer, analizaba los impactos positivos que la subida del SMI ha tenido en el mercado laboral español. Para hacer este alegato, en lugar de acudir a las fuentes originales del citado informe de la OCDE, el autor citaba una noticia periodística. De hecho, si hubiese acudido con ojos inquisitivos al informe, podría haber visto que no entraba al detalle metodológico que se le presumía a un asunto tan minucioso y delicado como es el de la subida del SMI.
No es un caso aislado. La AIReF, (la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal), que ha ido ganando reputación como auditor externo de la política económica, no ha parado de recibir críticas desde todo el espectro político. Unos han criticado sus proyecciones demográficas para la población española, que irremediablemente implicarían cambios en la los escenarios futuros del sistema de pensiones del país. Otros pretenden ligar a la AIReF con resultados y conclusiones que no se derivaban de sus propios estudios. Ante las críticas, el director de la agencia tuvo que interceder a través de las redes sociales para defender la rigurosidad de sus informes.
Continuamente instituciones que desarrollan su labor con rigurosidad se convierten en el centro de las críticas si los resultados que obtienen en sus estudios no son del beneplácito de las diferentes organizaciones políticas y civiles. En pocas ocasiones se atiende a las fuentes originales de los estudios y a la discusión metodológica de los resultados, sino que se recurre a grandes titulares periodísticos para llevar a cabo la crítica. Bajo el pretexto de que las instituciones que auditan la realidad social “fallaron anteriormente al predecir determinada situación”, se defiende cualquier crítica actual, sea fundamentada o no.
Esta forma de proceder no es para nada nueva. Es más, podríamos hablar del business as usual dentro del debate de las políticas públicas. Pero la paradoja surge cuando, simultáneamente, surge un movimiento cada vez más fuerte demandando una mejor toma de decisiones políticas, a poder ser, haciendo valer a estas de un mayor uso de la evidencia científica disponible. Y lo que es más importante, esta demanda está surgiendo desde la sociedad civil. Su lógica es rotunda y sensata. Si cada vez disponemos de más evidencias acerca de cuáles son los efectos de las políticas, aprovechemos dicho conocimiento y consigamos unas políticas públicas más eficientes.
Entre los movimientos propuestos, quizás el más llamativo sea la creación de una oficina científica en el Congreso de los diputados. Esta idea no es nueva. Surge a semejanza de las oficinas que operan en otros países europeos y, muy especialmente, en el propio Parlamento Europeo a través de su EPRS (European Parliament Research Service). En España, iniciativas como Ciencia en el Parlamento están siendo las encargadas de dar fuerza y forma a esta idea, todavía en estado embrionario. En una reciente columna en El País, Pablo Simón argumentaba las bondades que una oficina de este tipo ofrecería para el Parlamento, al dotar de mayor poder y contenido a las iniciativas que partiesen desde el poder legislativo.
La propuesta es esperanzadora. Se plantea que esta oficina recopile evidencia empírica relativa a todas las áreas de conocimiento, que contacte con expertos o que llegue a servir de mecanismo consultivo en materia de políticas públicas para aquellos partidos políticos que no tuvieran el conocimiento técnico necesario. Es decir, podríamos hablar de una verdadera oficina de transferencia de conocimiento. Personalmente, y puestos a sugerir, una oficina de este tipo debería aspirar en el medio plazo a disponer de una dotación presupuestaria propia y fuera del ciclo político para así poder llevar a cabo sus propias evaluaciones, elaborar sus propias bases de datos y contratar a su propio personal. La plasmación de evidencias empíricas en políticas públicas requiere de su tiempo, adaptación y recursos. Seguramente tendríamos que hablar de las funciones y el mandato de una oficina de este tipo.
Pero ¿qué pasaría si los contenidos que empezase a generar esta oficina fuesen a la contra de las políticas que quisieran impulsar los partidos políticos? ¿Y si esta oficina, o el grupo de expertos consultados, empezase a mostrar evidencias que no van en línea con múltiples mensajes políticos que inundan el debate actual? ¿Seríamos capaces de respetar las conclusiones de los informes realizados por esta institución? ¿O acudiremos a argumentos que pongan en duda su buen hacer y rigurosidad, o que incluso aludan a un posible sesgo político? Si, al igual que el Banco de España o la AIReF, la oficina científica publicase estudios apuntando a que los resultados de diferentes políticas laborales, fiscales, energéticas, alimentarias o ambientales, distan mucho de ser los que se perseguían o defendían los partidos impulsores de las mismas, ¿seríamos capaces de asumir la crítica e incorporar dicho conocimiento en la futura toma de decisiones? ¿O dejaríamos de hablar de evidencia empírica? ¿Aceptaríamos que los estudios realizados con rigor tan solo deberían de ser criticados desde el más profundo rigor y no atacando a la institución que los realice?
Estos son tan solo ciertos interrogantes que surgen ante la euforia por las políticas basadas en evidencias. Desde luego, esta no tiene por qué ser la situación con la que nos encontremos, pero al menos cabe preguntarse si seremos capaces de tolerar que la evidencia contradiga nuestras creencias.
Jorge Díaz Lanchas es economista investigador y profesor asociado de la Universidad Loyola Andalucía.