Los títulos de algunos de los libros que se han publicado en inglés recientemente sobre la democracia hablan por sí mismos. Algunos apuntan a la complacencia o desinterés de los votantes en las democracias modernas; otros a la relación entre el liderazgo y la obediencia, y alguno más a las “amenazas” a la democracia en Occidente. La preocupación de los autores y de quienes han reseñado estos libros se desprende del fortalecimiento de movimientos como el Tea Party en los Estados Unidos, o del crecimiento de partidos de ultraderecha en Europa, que ponen en riesgo la institucionalidad democrática y los derechos que la sustentan. Les preocupa el futuro de la democracia, su flexibilidad potencial para adaptarse a los cambios de la modernidad y la naturaleza de la gobernabilidad en una atmósfera de flujo político.
Lo que ninguno de estos analistas anglosajones pone en duda, a pesar de los problemas y ambigüedades de cualquier democracia, son las evidentes ventajas políticas y morales de la democracia representativa sobre cualquier otro sistema que se le haya ocurrido a la humanidad a lo largo de la historia, llámese monarquía, totalitarismo, oligarquía o dictadura. Por ello, los resultados del Latinobarómetro que la revista The Economist publica año con año (noviembre 2-8, 2013) son alarmantes: el apoyo popular a la democracia en México se ha desplomado de un 63% en 2002, a 37% en 2013. El nivel de satisfacción de los encuestados mexicanos con la democracia es de tan sólo 21%, uno de los más bajos de toda América Latina. Y únicamente 37% de los encuestados mexicanos apoyó la afirmación de que “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”: 3% menos que en 2011. Ocupamos el sótano de la fe democrática en Latinoamérica. Ningún país tiene un porcentaje más reducido.
La encuesta confirma con cifras la atmósfera de enojo, descontento y confusión de la opinión pública en México. Lo grave es que cuando el apoyo de la ciudadanía a la democracia se resquebraja, cualquier otra opción se vuelve una alternativa aceptable.
La democracia perdura y se fortalece en países cuyas instituciones políticas tienen los recursos y la capacidad de adaptación a cambios externos e internos, siempre y cuando esos cambios se den y resuelvan dentro del marco institucional democrático. Líderes políticos como López Obrador o grupos de choque como la CNTE, han vulnerado por años el orden democrático al poner en duda los resultados del voto, inventar fraudes, mandar “al diablo a las instituciones” y optar por canalizar sus demandas y protestas por fuera del marco institucional. No existe un encuadre legal que legitime la abrogación de una ley aprobada por el legislativo a través de plantones, ataques contra la propiedad privada y el desquiciamiento de la vida de una ciudad y sus millones de habitantes. Tolerar ese tipo de estrategias, como lo ha hecho Miguel Ángel Mancera en el DF, devasta la legitimidad democrática porque los votantes que lo favorecieron no se sienten ni representados ni servidos por el gobierno que encabeza.
Lo mismo sucede con la aprobación de leyes negociadas tras bambalinas, a espaldas de la opinión pública, como la llamada reforma fiscal. El gobierno del presidente Peña Nieto ha olvidado que el sustento de la autoridad política democrática es frágil y depende del apoyo de la mayoría a la que representa y de la convicción compartida del sentido y propósito de las políticas públicas. Es imposible que ese apoyo se consolide si el electorado tiene una agenda y el gobierno otra muy distinta.
No hay convicción compartida posible si la ciudadanía demanda antes que nada seguridad, el mantenimiento del orden y la estabilidad económica,y el gobierno está, por el contrario, más interesado en elevar impuestos y combatir la obesidad. Más allá de que el paternalismo coercitivo del Estado nana ha mostrado su ineficacia para modificar los hábitos alimenticios de sus gobernados prohibiendo o encareciendo productos perjudiciales para la salud, ningún gobierno democrático se consolida legislando en contra de su propio electorado.
Todo votante sabe, por supuesto, que las promesas de campaña de un candidato son si acaso un mapa desdibujado de lo que será su gobierno y todos sabemos también que los gobiernos tienen intereses que no coinciden con los del electorado. Pero cuando un gobernante olvida no sólo las promesas de campaña, sino también el mapa, y hace a un lado los intereses de los votantes, su popularidad baja y, con ella, la de la democracia que lo llevó al poder.
La democracia como sistema de gobierno ha sobrevivido porque no hay otro mejor, cosa que ningún votante debe olvidar,y porque ha tenido la capacidad de corregir el rumbo y aprender de sus errores. El presidente está muy a tiempo de compartir con sus gobernados su proyecto político, convencerlos, y fortalecer la democracia.
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.