En la Cuarta Transformación, conceptos como el “neoliberalismo” y la “democratización” de las universidades –en particular, de la Universidad Nacional Autónoma de México– se han vuelto conceptos vacíos susceptibles de ser llenados por los cambiantes significados del peor oportunismo político. “Neoliberalismo” es ahora todo lo que sirva para intentar justificar las dificultades y fracasos del gobierno de López Obrador, y “democratización” es el término tras el que se escudan los ataques a la autonomía y los intentos de someter a la UNAM al control directo de la presidencia.
Para quienes participamos en movimientos dentro de la universidad para democratizar (sin comillas) la toma de decisiones, especialmente durante los rectorados de Jorge Carpizo, José Sarukhán y Francisco Barnés, este ahuecamiento de una de nuestras principales demandas plantea el reto de aclarar y aclararnos qué entendimos o seguimos entendiendo por democracia universitaria. Ello se complica por el hecho de que nunca es fácil separar una demanda de los usos oportunistas que de ésta se pueda hacer. Veamos pues.
Durante la segunda mitad de los años 90 del siglo pasado, la época en que participé directamente, la demanda de “democracia” tenía varias dimensiones. En primer lugar, el sentido más literal del término: la participación en la toma de decisiones de quienes eran afectados por las mismas. Esta aspiración, fácil de implementar en una polis regida por el principio liberal de plena igualdad entre los ciudadanos, se complica en una comunidad académica donde la toma de decisiones requiere de contribuciones diferenciadas según el objeto de cada decisión. Por ejemplo, es evidente que los cambios a los planes de estudios requieren de un alto nivel de especialización, lo cual reduce el universo de quienes pueden aportar a la discusión de esos cambios.
Nuestro punto de partida era la certeza de que, aun reconociendo la naturaleza acotada de los espacios de toma de decisiones de las universidades, en la UNAM prevalecía un sistema que excluía las decisiones entre pares en favor de las decisiones entre cuates, y esta situación resultaba en órganos académicos autoritarios y opacos. Esto último, la opacidad, explica por qué otra de las dimensiones de nuestra demanda de “democracia” era más bien la transparencia. Como estudiantes éramos testigos todos los días de decisiones arbitrarias que tenían un impacto directo en nuestra formación académica: docentes estupendos que nunca recibían plazas de tiempo completo mientras que verdaderos monumentos a la mediocridad eran inamovibles; carencias de todo tipo en la infraestructura mínima necesaria para aprender, mientras otras áreas no escatimaban en gastos suntuosos.
La falta de criterios claros en las decisiones, desde las que determinaban cuántos pizarrones se reparaban hasta la elección de un nuevo rector, era la queja fundamental que sustentaba nuestra demanda de democratizar a la UNAM. Horizontalidad, transparencia y racionalidad eran los ejes de esa demanda.
Sin embargo, este es un recuento parcial. Aunque las causas de la inconformidad por el estado de cosas eran comunes y discernibles en lo general, la forma de expresar la demanda de mayor democracia estaba íntimamente a las líneas políticas o garabatos ideológicos de cada corriente estudiantil. Los había quienes buscaban una “democracia cognoscitiva” y la “autogestión” con base en lo poquito que pudo escribir José Revueltas al respecto desde su estancia de investigación en Lecumberri. Estaban los infaltables paleoestalinistas de todos los tonos que seguían llamando “democracias populares” a las dictaduras del socialismo real. Y estábamos los que intuíamos que había que cambiar las cosas en la universidad, pero nunca desarrollamos un modelo concreto de arreglo institucional que resolviera el déficit democrático en la UNAM.
Porque, en el fondo, buena parte del asunto era de ingeniería institucional, aunque este término fuera anatema por sus claros ecos tecnocráticos y neoliberales. ¿Cómo podrían reformarse los órganos de gobierno universitarios para volverse más democráticos? Si partimos del hecho, y una amplia mayoría lo hacía, de que el modelo de “un ciudadano, un voto” no es viable en la universidad, ¿cómo puede entonces aplanarse la pirámide de toma de decisiones de forma que admita la participación ponderada de los diferentes grupos que conforman la comunidad universitaria: estudiantes de bachillerato, licenciatura y posgrado, docentes con distintos niveles de definitividad, directivos y trabajadores administrativos? Si aceptamos que las autoridades universitarias están sobrerrepresentadas en los órganos colegiados, ya que en teoría todo director de escuela o instituto de investigación es un académico con un encargo temporal, ¿cuál es la fórmula de representación adecuada? ¿Es la paridad entre estudiantes y docentes una fórmula fija de 1 por 1 o admite adecuaciones que permitan contribuciones sustantivas de uno y otro sector?
La huelga estudiantil de 1999-2000 puso en evidencia la crisis institucional de la universidad, pero las propuestas de reforma de los órganos de gobierno que surgieron del movimiento estudiantil –y aquí no incluyo a quienes se mantuvieron en su mantra de “democracia popular”– eran solo cifras arbitrarias: paridad numérica simple entre estudiantes, docentes y trabajadores (es decir un tercio de representación de cada sector); paridad ponderada de estudiantes con cuotas por nivel académico, más académicos separados entre docentes de medio tiempo e investigadores de tiempo completo, etc. Números más, números menos. Y no entremos en el espinosísimo asunto de la elección de las autoridades universitarias, en donde varios nos detuvimos en seco ante la certeza de que la demanda de voto directo y universal era la entrega de la universidad a la demagogia más vil.
Esta vaguedad es la herencia más perniciosa del movimiento en favor de la mayor democracia en la UNAM. Ahora constituye el suelo fangoso desde donde se lanzan las intentonas más oportunistas contra la autonomía universitaria, de las que podemos distinguir tres tipos. En primer lugar, los intentos de extender cotos de poder a través del amago de apelar a la masa para luego negociar un pedazo más grande del pastel, como los coqueteos de John Ackerman con el voto universal y su posterior repliegue en apoyo del rector Enrique Graue.
Por otro lado, están los manoteos de quienes parecen empeñados en agradar al presidente anticipando lo que consideran sus deseos de controlar a la universidad. Este parece ser el caso de la reciente iniciativa del diputado morenista Miguel Ángel Jáuregui, que propone modificar la Ley Orgánica de la UNAM para introducir el voto directo para la elección del rector, y que ya le ha valido un distanciamiento público de su coordinador de bancada. Finalmente, no se puede aún descartar que estos y otros intentos torpes por agitar las aguas de la democratización de la UNAM sean parte de un sondeo desde la presidencia para ver hasta qué punto la universidad es susceptible de ser incorporada al proyecto de gobierno, mediante la gestión de personajes cercanos al régimen.
Muchos universitarios, incluso algunos viejos amigos, que hace unos años se envolvían en la bandera de la autonomía para salvar a la UNAM del “neoliberalismo”, ahora ven a la autonomía como un estorbo para poner a la universidad bajo la tutela del gobierno federal. Hay quienes pensamos que eso es tan inaceptable ahora como en el pasado, y que la lucha por la democracia en la UNAM hoy pasa por la defensa absoluta de la autonomía universitaria y la libertad de cátedra.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.