Desesperanza

Lo que comenzó como las revoluciones nacionalistas en Europa del Este termina ahora como la revolución del nacionalismo desencadenado en Rusia.
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Decir que la situación mundial actual es la peor desde el final de la Segunda Guerra Mundial no es una afirmación excesiva ni original. Ahora que estamos al borde de una guerra nuclear, no hacen falta demasiadas palabras para convencer a la gente de que esto es así.

La cuestión es: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Y hay una salida?

Para entender cómo hemos llegado hasta aquí, tenemos que ir al final de la Guerra Fría. Esa guerra, al igual que la Primera Guerra Mundial, terminó con los dos bandos entendiendo el final de manera diferente: Occidente entendió el final de la Guerra Fría como su victoria global sobre Rusia; Rusia lo entendió como el final de la competencia ideológica entre el capitalismo y el comunismo: Rusia abandonó el comunismo y, por lo tanto, debía ser una potencia más junto a otras potencias capitalistas.

El origen del conflicto actual está en ese malentendido. Ya se han escrito muchos libros sobre ello, y se escribirán más. Pero eso no es todo. El mundo euroamericano dio un mal giro en los años 90 porque tanto el (antiguo) Occidente como el (antiguo) Este dieron un mal giro. Occidente rechazó la socialdemocracia, con su actitud conciliadora en el ámbito interno y su voluntad de concebir un mundo sin bloques militares rivales en el ámbito internacional, en favor del neoliberalismo en el ámbito interno y la expansión militante en el ámbito externo. El (antiguo). Este abrazó la privatización y la desregulación en la economía, y un nacionalismo exclusivista en las ideologías nacionales subyacentes a los nuevos Estados independientes.

Estas ideologías extremas, del Este y de Occidente, eran todo lo contrario de lo que esperaban las personas de buena voluntad. El mundo que deseaban, una vez terminadas las guerras coloniales y cuasi coloniales de Occidente y las invasiones soviéticas, era el mundo de la convergencia de los dos sistemas, con una leve socialdemocracia en ambos, la disolución de las alianzas bélicas y el fin del militarismo. No consiguieron nada de eso: un sistema se tragó al otro; la socialdemocracia murió o fue corrompida o cooptada por los ricos, y el militarismo, a través de aventureras invasiones extranjeras y la expansión de la OTAN, se convirtió en la nueva norma. En el antiguo Tercer Mundo, la victoria de Occidente condujo a la reinterpretación de la lucha contra el colonialismo. Ahora estaba despojada de todos sus elementos progresistas internos. Eso facilitó la corrupción masiva en los países recién liberados.

Los “trivialistas”, los intelectuales que malinterpretaron, ya sea por su falta de perspicacia o por puro interés, la naturaleza de los cambios en Europa del Este, proclamaron que las revoluciones de 1989 habían sido las revoluciones del liberalismo, el multiculturalismo y la democracia. No se dieron cuenta de que si eran las revoluciones del multiculturalismo y la tolerancia, no había necesidad de romper los Estados multinacionales. Es más, que esa ruptura era antitética a la idea del multiculturalismo. El nacionalismo se confundió así con la democracia.

Los trivialistas consiguieron darle la vuelta al progresismo de la posguerra. En lugar de que el desarrollo y el progreso significaran una combinación de los mejores elementos de la economía de mercado (capitalista) y el socialismo, la eliminación de la política de poder en los asuntos mundiales y la adhesión a las normas de las Naciones Unidas, el progresismo en su nueva lectura de la historia significaba una economía de mercado desenfrenada en el interior, un “orden internacional liberal” de poder desigual en el exterior y pensamiento único en la ideología.

En lugar de un capitalismo socialdemócrata con paz, ser progresista empezó a significar neoliberalismo con el permiso de hacer la guerra a cualquiera que estuviera en desacuerdo con él. En lugar de una mezcla suave e inocua de socialismo y capitalismo en casa y de igualdad de poder de todos los Estados a nivel internacional, nos sirvió el poder de los ricos en casa, y el poder de los grandes países a nivel internacional. Fue un extraño retorno a la hegemonía cuasicolonial, que tuvo lugar –incongruentemente, al principio– en el momento de la “victoria liberal”.

El resto, desde la perspectiva actual, parece casi predeterminado. El nacionalismo virulento de Europa del Este, que alimentó las revoluciones de 1989, acabó engullendo al país más poderoso de esa parte del mundo: Rusia. El nacionalismo xenófobo es el mismo en todas partes: en Estonia, Serbia, Ucrania, Rusia o Azerbaiyán. Pero cuanto más grande es el país, más desestabilizador e imperialista es. Lo que comenzó como las revoluciones nacionalistas en Europa del Este termina ahora como la revolución del nacionalismo desencadenado en Rusia: el mismo movimiento ideológico pero con la recuperación de los territorios “perdidos” como objetivo en lugar de su “liberación”.

El dominio de los ricos a nivel local y de los poderosos a nivel internacional está tan arraigado hoy en día desde el punto de vista ideológico que no parece haber ninguna esperanza de mejora, ninguna esperanza de igualdad nacional ni económica en el horizonte. Gran parte de la responsabilidad de este desastroso estado de cosas recae en los “trivialistas”, la élite intelectual que definió, promovió y defendió esta perniciosa ideología de la desigualdad. La desesperanza no solo envuelve el presente, en el que estamos al borde de la extinción de una parte de la humanidad, sino también el futuro. El pensamiento progresista ha sido viciado, remodelado y extirpado. La oscuridad medieval, bajo el nombre de “libertad”, está descendiendo.

Publicado originalmente en el blog del autor.

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).


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