“Porque son los libros semejantes a manjares y viandas: unos de buena, otros de mala calidad; y Dios, con todo, en la visión no apócrifa, dijo sin excepción: Levántate, Pedro, mata y come; a la discreción de cada hombre dejando que eligiere. Los manjares sanos para un estómago viciado poco o nada difieren de los insanos; y los mejores libros no son inexplorables para la mente perjudicada, a veces son un mal. Difícilmente de manjares malos se derivará buen pedazo, incluso mejor guiso; pero se advierte aquí una diferencia en los libros malos, y es que para el discreto, inteligente lector, servirá en varios modos para recelar, impugnar, ilustrar y prevenir”. Así se expresaba John Milton en su Areopagítica publicada en 1644 y que todavía hoy constituye un referente frente a la censura: una sociedad mínimamente sana no necesita de imprimatur.
Cuestión distinta es que, como ha estudiado con brillantez el profesor Víctor Vázquez, cuando el autor de una obra literaria o artística abandona la ficción entra en un territorio en el que su libertad de creación literaria puede entrar en colisión con otros bienes jurídicos, singularmente los derechos de terceros como el honor, la intimidad o la propia imagen. De hecho, los ordenamientos democráticos cuentan con una batería de respuestas penales y civiles para reaccionar ante potenciales excesos en el ejercicio de estas libertades.
Pues bien, este es el marco en el que tenemos que centrar jurídicamente la polémica suscitada en relación con la obra El odio sobre el asesino José Bretón, escrita por Luisgé Martín y publicada en Anagrama. Una obra en la que el autor, como ha descrito Soto Ivars –que sí que ha podido leer el libro–, se enfrenta al “desafío de conocer a un asesino”, perpetrando un libro que es “más sensible de lo que cree Ruth Ortiz y más despiadado de lo que suponen los defensores progresistas de Luisgé Martín, pero en todo caso una obra literaria valiosa e hipnótica, un viaje al vulgar corazón de las tinieblas”.
Es comprensible que la madre de los niños asesinados, Ruth Ortiz, sienta desasosiego ante esta inminente publicación –y es difícilmente comprensible que la editorial no la haya prevenido con un mínimo de anticipación, permitiéndole incluso leer el borrador de libro–. Su reacción es normal: “No podemos de ninguna manera ni forma dar voz a los asesinospara que puedan faltar al honor, a la intimidad y a la imagen de las víctimas, ni para que puedan revictimizarlas”, ha declarado la madre, instando a la Fiscalía a que adopte medidas legales para evitar la distribución de la obra.
Sin embargo, tengo serias dudas de que, finalmente, se pueda impedir la divulgación de esta obra. Y, en todo caso, tengo la tranquilidad de que serán los jueces y tribunales quienes, con todas las garantías, tomarán la decisión correspondiente sobre si ha habido una injerencia ilegítima en los derechos de los afectados. Son muchas las cosas que no funcionan en nuestro Estado democrático de Derecho, pero algo en lo que todavía podemos seguir confiando es en nuestro sistema judicial como garante de los derechos y libertades fundamentales. Y esta es la clave de un ordenamiento democrático: no puede haber autoridad gubernamental ni masa popular que decidan qué obras o expresiones son legítimas, sino que se trata de una labor de ponderación judicial de acuerdo con los criterios establecidos en la ley a la luz de la jurisprudencia constitucional, que en este ámbito está bastante asentada.
En concreto, los límites jurídicos podrían ser, básicamente: que el libro divulgara hechos relativos a la vida privada de la mujer o de los hijos asesinados de carácter íntimo o afectando a su reputación y buen nombre –teniendo presente que si lo contado es veraz y tiene relevancia pública o ha sido ya revelado en la causa judicial en principio se impone la libertad–. Y, por otro lado, la propia Ley orgánica de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen dispone que son intromisiones ilegítimas en el ámbito de protección de estos derechos “La utilización del delito por el condenado en sentencia penal firme para conseguir notoriedad pública u obtener provecho económico, o la divulgación de datos falsos sobre los hechos delictivos, cuando ello suponga el menoscabo de la dignidad de las víctimas”. Pero aquí hay dos cuestiones a resaltar: la más importante es que tiene que haber una humillación o menoscabo de la dignidad de las víctimas. No cabe cualquier molestia o la genérica afirmación de que este tipo de obras “revictimizan” y causan dolor. Pero, además, aquí no ha sido el propio autor del delito el que se ha expresado, sino que hay un autor que ha dado cuerpo a las conversaciones con el mismo para hacer su retrato. Por el momento, un juzgado de Barcelona ha rechazado adoptar medidas cautelares contra el libro que podrá ser distribuido cuando la editorial estime.
Por todo ello, con la prudencia debida al no haber podido leer la obra, creo que estamos ante uno de esos manjares solo aptos para estómagos sanos, como señalara J. Milton, pero que una sociedad abierta y plural tiene que admitir como legítimo ejercicio de la libertad. Una sociedad que, al mismo tiempo, ha de encontrar también fórmulas para acompañar y dar su calor a las víctimas de tan trágicos delitos sin tener que caer en la censura.