El cronista parlamentario y su regulación jurídica

El Parlamento ha vuelto a perder la oportunidad de abrir un debate riguroso sobre un tema de extraordinaria relevancia para nuestra vida democrática.
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Desde que Azorín fuera precursor del género periodístico que conocemos como crónica parlamentaria, esta ha cambiado notablemente. Nuestro parlamento y los debates que en él tienen lugar ya no son los que todavía podemos leer en aquellos diarios de sesiones y sus testigos privilegiados, los periodistas parlamentarios, tampoco ejercen su oficio con las formas y usos anteriores. 

Hoy, en muchos casos, la crónica parlamentaria se asemeja más a un relato de sucesos cuando no, directamente, a la retransmisión de un evento deportivo. Además, fuera de las salas de prensa, llevamos años normalizando una forma de informar donde los periodistas rodean y avasallan a políticos para extraer algún comentario. Además, nos encontramos con periodistas freelance que ejercen el periodismo sin la intermediación de un medio de comunicación clásico, al tiempo que proliferan medios sedicientemente informativos cuya talla real es la de meros panfletos. Todo ello en un contexto de polarización y de intoxicación iliberal del discurso público que también está calando a nivel periodístico. 

En este escenario, han sido los excesos de un sujeto que, con la acreditación de periodista parlamentario en mano y haciendo gala de unas formas impertinentes (cuando no agresivas y coactivas) con las que pretende reivindicar su condición pretendidamente libre, ha justificado una reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados para regular la concesión de credenciales a los periodistas. 

Aunque soy de los que cree que la mejor ley de prensa es aquella que no existe (y que ya están los límites generales para la libertad de expresión cuando se produzcan excesos), quizá el contexto antes descrito justifique una regulación de un aspecto tan sensible como es el ejercicio de la función periodística en el ámbito parlamentario. Sin embargo, la reforma aprobada plantea dudas jurídicas en aspectos muy sensibles y, sobre todo, ha venido acompañada de un discurso político que, como ha señalado Daniel Gascón, nos pone delante del dilema de cuál es “el precio de la libertad” (aquí). Discursos parlamentarios que han justificado que sean los políticos quienes enjuicien el buen hacer periodístico y exijan neutralidad informativa: “Si usted me jura que va a preguntar a Abascal por la financiación ilegal de Vox, a Ayuso por las mordidas durante la pandemia de sus familiares y a Mazón qué hacía en el Ventorro mientras su gente se ahogaba, no voto a favor de expulsar a propagandistas de la derecha y la ultraderecha”, afirmó Gabriel Rufián en el debate sobre la aprobación de esta norma. Un lenguaje propio de autocracias iliberales.

En cuanto a las dudas jurídicas que plantea esta reforma, las mismas surgen especialmente por cómo puede llegar a ser aplicada, aprovechando la falta de precisión con la que ha sido escrita y la filosofía que la ha motivado. Ninguna crítica cabe realizar a que, con un procedimiento con todas las garantías, se retirara la credencial para ejercer como periodista “en” el Parlamento (extra muros de las Cámaras los límites al ejercicio periodístico son los comunes) a quien amenace, coaccione, insulte faltando a la debida cortesía, o perturbe el normal desarrollo de actividades en sede parlamentaria. Además, debemos considerar que estas decisiones no son actos interna corporis de las Cámaras, por lo que han de ser susceptibles de control judicial a posteriori

Ahora bien, lo que no resulta admisible (como advirtieron los propios Letrados de las Cortes en su informe) es que se dejen cláusulas abiertas a la hora de regular las infracciones que dan un amplio margen al enjuiciar cualesquiera otros comportamientos que pudieran perjudicar la actividad de las Cámaras o de otros periodistas. 

Asimismo, debemos estar prevenidos ante posibles aplicaciones sesgadas ideológicamente porque, como se ha dicho, el relato que ha motivado la adopción de esta reforma es la lucha contra la propaganda y los pseudomedios de la ultraderecha. ¿Pero acaso no existen también pseudomedios de izquierdas? ¿Solo hay periodistas abusivos a un lado del arco parlamentario? El Tribunal Supremo de los EE.UU. tiene una doctrina muy consolidada que no podemos olvidar en virtud de la cual debemos reprochar de forma taxativa cualquier restricción a la libertad de expresión que esté basada en el contenido expresado, especialmente cuando discrimine por el punto de vista. El texto de la reforma no lo hace, pero está por ver su aplicación a la luz de los discursos escuchados.

Por último, destacaría una cuestión que entronca con la idea de quién es periodista: la concesión de credenciales y la posibilidad de que un órgano de las Cámaras decida si las otorga o no atendiendo a “la necesidad de respetar el derecho a la información veraz”. ¿Va a valorar la Mesa del Congreso o el órgano competente cuáles son los periodistas con cualidades suficientes de rigor informativo para concederles credenciales? Me parecería censurable desde el punto de vista jurídico-constitucional. 

De acuerdo con nuestra jurisprudencia constitucional, aunque cualquiera puede ejercer la libertad de información, los periodistas son unos sujetos cualificados que disfrutan de una protección privilegiada, pero, al mismo tiempo, sobre ellos pesa “un especial deber de comprobar la veracidad de los hechos que expone, mediante las oportunas averiguaciones, y empleando la diligencia exigible a un profesional” (STC 105/1990). De igual modo, el TEDH ha sostenido que la protección que se garantiza a los periodistas está condicionada a que actúen “de buena fe y de acuerdo a una base fáctica exacta, proporcionando información ‘confiable y precisa’ de acuerdo con la ética del periodismo” (caso Stoll c. Suiza, 2007). La conclusión de estas afirmaciones no es que ser un panfletario esté prohibido, sino que, aquellos que no respondan a esos estándares profesionales no podrán gozar de la especial protección que les corresponde a quienes sí lo hagan. Y, por lo que más interesa ahora, en ciertos supuestos como es la acreditación ante instituciones públicas, entiendo que puede regularse que solo quienes actúen de acuerdo a tales estándares pueden disfrutar de ese acceso privilegiado del que no disponemos el resto de los ciudadanos. 

El problema está entonces, como se decía, en regular quién tiene la capacidad jurídica para conceder este título y en lo problemático que puede ser si se le atribuye al propio órgano al que los periodistas están llamados a controlar. La tentación de acreditar solo a los más dóciles estará siempre ahí. 

Por ello, para evitar excesos, quizá habría tenido sentido plantearse la conveniencia de que existiera un colegio profesional de periodistas cuya colegiación fuera obligatoria, por ejemplo, como requisito para obtener este tipo de credenciales ante organismos públicos. Y que fuera en esa sede donde, atendiendo a criterios de deontología profesional, el propio colegio pueda discernir quiénes son auténticos profesionales de la información. Algo que no se puede hacer depender de disponer de ninguna titulación universitaria específica o de trabajar para medios de comunicación, excluyendo al freelance; sino que exige valorar el ejercicio habitual de esa actividad periodística respetando, además, unos ciertos estándares deontológicos.

Pero nada de eso ha tenido ocasión de ser discutido en una reforma tramitada por vía de urgencia; una urgencia comunicativa para alimentar relatos. Nuevamente, nuestro Parlamento ha vuelto a perder la oportunidad de abrir un debate riguroso sobre un tema de extraordinaria relevancia para nuestra vida democrática y ha apostado por una reforma con aromas liberticidas que abona la polarización que intoxica nuestro debate público.


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