El puesto de embajador de Estados Unidos en México siempre ha sido un poco un enigma. No obstante la evidente relevancia geopolítica, social y económica de México para Estados Unidos, los presidentes de aquel país suelen utilizarlo como un regalo conveniente para personas afines a su administración, una suerte de zona de prácticas para diplomáticos en formación, o peor aún, una pista de lanzamiento para conspiraciones calamitosas. Durante la Revolución Mexicana, el embajador del presidente Taft, Henry Lane Wilson, desempeñó un papel en el golpe violento que derrocó al gobierno democráticamente electo de Francisco I. Madero. Madero murió asesinado por fuerzas que Lane Wilson protegía. Claro está, no todos los embajadores estadounidenses han tenido un papel tan siniestro en la historia de México, pero tampoco han sido especialmente constructivos. En parte se debe al modo en el que los gobiernos estadounidenses han elegido a sus emisarios.
Rara vez han enviado a la enorme embajada de Paseo de la Reforma a expertos indiscutidos en México. Claro que no es algo raro para la política exterior estadounidense. Caroline Kennedy, por ejemplo, no era ni una diplomática experimentada ni una experta en asuntos japoneses cuando Barack Obama la nominó para encabezar la Embajada en Tokio. Pero hay ejemplos de muchas otras designaciones prudentes para puestos diplomáticos de particular relevancia o tensión para Estados Unidos. Tomemos el caso de Rusia, por ejemplo. En 2012, el gobierno de Obama eligió a Michael McFaul como embajador. Para cuando llegó a Moscú, McFaul llevaba más de tres décadas indagando obsesivamente al país y sus complejas idiosincrasias. Habría sido difícil encontrar a alguna persona mejor calificada para representar los intereses de Estados Unidos frente al régimen autoritario de Vladimir Putin. Y no obstante su excelente comprensión del país, la odisea rusa de McFaul tuvo un final complicado, prueba de la complejidad y la importancia que tiene el puesto de embajador en un país tan relevante para los intereses de Estados Unidos.
En el caso de México –presumiblemente tan significativo como Rusia para la política exterior estadounidense– el equipo de Obama eligió andar por una ruta algo distinta. Primero eligió a Carlos Pascual, un hombre con experiencia diplomática pero sin conocimientos sobre las complejas dinámicas políticas de México, y más adelante nombró a Earl Anthony Wayne, otro diplomático de carrera con amplia experiencia en sitios como Afganistán, pero con poca familiaridad con México. Después de la partida de Wayne, el gobierno del presidente Obama consideró designar a Maria Echaveste. Líder comunitaria y académica reconocida, Echaveste casi carecía de experiencia diplomática y tenía poco conocimiento de los temas más importantes de la agenda bilateral. Cuando le faltaban unos cuantos meses para concluir su mandato, Obama tomó la decisión adecuada: nominó a Roberta Jacobson, su subsecretaria de estado para el Hemisferio Occidental. Jacobson, quizá la embajadora en México más sofisticada y erudita del último medio siglo, se convirtió en una persona querida en México; se le veía cómoda tanto en los círculos más altos del poder como entre los ciudadanos, con quienes se reunía y convivía con gusto.
Jacobson se mantuvo en el puesto al inicio del gobierno de Trump, pero dejó la embajada en mayo pasado, desconcertada, según reportes, por las ideas nativistas y la retórica antimexicana de Trump. No fue casualidad que Jacobson dejara su puesto semanas después que su colega John Feeley, otro diplomático de carrera y experto en Latinoamérica, saliera de la embajada de Panamá como consecuencia de sus profundos desacuerdos con las políticas de Trump. (Jon Lee Anderson documentó la decisión de Feeley en un amplio perfil publicado en el New Yorker tiempo después.)
Se ha especulado mucho acerca de la identidad del reemplazo de Jacobson. ¿Trump designaría a una persona con experiencia en un país que, quizá como ningún otro, ha capturado la perversa imaginación del presidente, o cometería los mismos errores que cometieron sus antecesores y nombraría a alguien mal calificado para un puesto que requiere la empatía y la capacidad de comprender matices que tenían Jacobson o Feeley? La respuesta, parece ser, es una versión extrema de esta última opción.
Se espera que Trump nomine al abogado de Washington Christopher Landau como el próximo embajador en México. No obstante que se trata de un abogado de renombre, Landau no tiene credenciales para el puesto. Más allá de ser hijo de George Landau, un exembajador en Paraguay, Chile y Venezuela, carece de experiencia en política exterior. Nunca ha ocupado un puesto diplomático ni es experto en México, su política, su cultura ni sus problemas actuales. Supuestamente, los atributos que hacen de Landau un candidato al puesto es que sabe hablar español con fluidez y que trabajó en Latinoamérica cuando era estudiante de licenciatura; dos atributos, por lo demás, que comparte con cientos de miles de estadounidenses.
Si se confirma su nombramiento, Landau será el diplomático menos experimentado en ocupar la Embajada en México en una generación, una decisión indefendible durante un periodo crucial para los dos países. Por otro lado, quizá el nombramiento de Landau sea meramente simbólico. Después de todo, cuando se trata de México, el único hombre en el que el gobierno de Trump parece confiar es Jared Kushner.
Hace unos días, el yerno del presidente viajó a la Ciudad de México, donde se reunió a cenar con el presidente Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard, el Secretario de Relaciones Exteriores, en la casa del ejecutivo de televisión Bernardo Gómez. Durante la reunión, que no fue divulgada por la oficina de López Obrador sino hasta la mañana siguiente, Kushner y el presidente de México discutieron el futuro del acuerdo comercial T-MEC e incluso discutieron un posible nuevo compromiso de ayuda de Estados Unidos para América Central. Con un embajador de facto y supuesto secretario de Estado como Jared Kushner presente, ¿quién necesita a un embajador con conocimientos reales?
Publicado previamente en Slate
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.