El líder frente al tirano

Esperemos que Trump no sea presidente de Estados Unidos. Si llega a serlo, necesitaremos una actitud similar a la que desplegó el pueblo británico encabezado por Churchill en su hora terrible.
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Hay lecciones importantes en la obra “Tres días en mayo”, que se presenta en el Centro Cultural Helénico de la Ciudad de México. Se trata de una pieza en dos actos del dramaturgo inglés Ben Brown, que se escenificó exitosamente en Londres en 2011. Traerla ha sido un acierto. México está necesitado de liderazgo ético, no solo para encarar el posible arribo de Donald Trump a la Casa Blanca sino también ante la hidra de mil cabezas del crimen organizado, el narcotráfico, la corrupción y la impunidad. Y para ilustrar cómo se comporta un líder ético, nadie mejor que el personaje central de la obra: Winston Churchill.

La historia que cuenta es estremecedora. En mayo de 1940, la sombra del Tercer Reich avanzaba por Europa occidental amenazando con cumplir su destino manifiesto de opresión universal. Las tropas nazis habían invadido Bélgica, Holanda y Francia. El 15 de mayo, Paul Reynaud, primer ministro francés, confesaba por teléfono a Winston Churchill (recién nombrado primer ministro, en sustitución de Neville Chamberlain) que Francia estaba derrotada. Esa sorprendente indefensión dejaba vulnerable a un vasto sector de las tropas inglesas atrapadas en Calais (donde morirían 50,000 soldados), mientras que otro contingente permanecía a la espera de una desesperada e incierta evacuación, que ocurriría dos semanas más tarde, en Dunkerque.

Para contener el desastre, lord Halifax (miembro conservador del gobierno de coalición) empujaba un arreglo con la Italia de Mussolini, que hasta esos días permanecía neutral. Para alcanzar un equilibrio que persuadiese a Hitler de firmar un armisticio, había que ceder Suez, Malta, Gibraltar y otras posesiones. Churchill se oponía. Nada que comprometiera la dignidad del pueblo británico, nada que insinuara debilidad o derrotismo, era admisible.

Los tres días a que alude el título fueron el 26, 27 y 28 de mayo. El escenario es el salón donde se reúne el Gabinete de Guerra del gobierno de coalición. Cinco personajes discuten acaloradamente el destino de Gran Bretaña, de Europa y el mundo. El propio Halifax y su compañero de partido Chamberlain, los liberales Attlee y Greenwood, y Winston Churchill, el viejo león de 66 años, antiguo liberal vuelto conservador en los años veinte, y que con gran apoyo popular acababa de suceder a Chamberlain como primer ministro. El secretario de Churchill registra lo sucedido: opera como un eficaz narrador de la historia.

Los liberales se niegan radicalmente al dialogo con il signore Mussolini. Halifax -convencido de que la Luftwaffe demolería las fábricas de armamento en Birmingham y Coventry- defiende la negociación no por cobardía o falta de patriotismo sino por una convicción genuina: sin el apoyo de Estados Unidos (renuente a entrar en la guerra) Gran Bretaña estaba aislada. Aunque solo fuese para ganar tiempo, había que ceder las posesiones mediterráneas, asegurar así la neutralidad italiana y satisfacer a Hitler. Chamberlain, más cauto, parecía coincidir con él. Churchill se rehusaba. Y conforme pasaban las horas, a pesar de los sombríos reportes de inteligencia militar sobre la debilidad inglesa, se afianzaba en su negativa: más allá de los números, confiaba en las reservas morales del pueblo inglés. En un momento confiesa que prefería morir, él y su familia, ahogados en sangre y empuñando un arma, a ser esclavos de la tiranía nazi. La clave fue convencer a Chamberlain. Él, que en 1938 había visto a los ojos a Hitler, sabía que cualquier promesa del Führer era vacua. El diálogo con Churchill que recrea la obra es conmovedor. Chamberlain comprendió que no podía cometer el mismo error dos veces: Múnich había sido suficiente. Churchill tenía razón: había que defender Inglaterra en los puertos y en las playas, en los campos y las ciudades, en el mar, la tierra y los cielos, hasta el último cartucho, hasta el último aliento.

Esos tres días cambiaron el destino del mundo. Inglaterra probó ser más fuerte de lo que Halifax pensaba. La evacuación de Dunkerque fue mucho más nutrida y eficaz de lo previsto. La fuerza aérea británica tuvo un desempeño glorioso. Con el tiempo, la URSS y Estados Unidos se incorporarían a la guerra y junto con Gran Bretaña destruirían a Hitler. Pero el temple ético de aquel líder fue crucial. A sus 93 años, la pintora Joy Laville (que vivió la guerra en Portsmouth, y cuya casa fue bombardeada) todavía se emociona al recordar a Churchill: “Sus discursos nos inspiraban. Nos daban la certeza de que podríamos ganar”. Así lo describió también Isaiah Berlin: En aquella hora en que “tan bueno era vivir como morir Churchill idealizó al ciudadano común con tal intensidad que, al final, el ciudadano se acercó a ese ideal y comenzó a verse a sí mismo como Churchill lo veía: dueño de un temperamento optimista e imperturbable… Y marchaban a la batalla transformados por sus palabras”.

Espero que Trump no sea presidente de Estados Unidos. Si llega a serlo, necesitaremos una actitud similar a la que desplegó el pueblo británico encabezado por Churchill en aquella hora terrible. Frente al mal encarnado en un tirano no hay “apaciguamiento” que sirva. No hay más alternativa que enfrentarlo con los recursos diplomáticos, legales, económicos y morales que tenemos a nuestro alcance, armas que solo un nuevo liderazgo, un liderazgo ético, puede reivindicar.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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