La ruptura con el pasado del movimiento trans no podría ser más radical en su empeño, con algunas excepciones cuya suma los activistas trans son dados a exagerar muchísimo, de que si bien el sexo biológico de una persona puede ser establecido con autoridad por alguien ajeno, el propio género es el que siente dicha persona. Pero el radicalismo trans eclipsa lo que debería resultar evidente: en un sentido importante la ideología trans rompe con el pasado menos de lo que se suele suponer, sobre todo en el modo en el que recapitula el movimiento del bienestar, aunque de manera politizada y antinómica en su desafío. Pues la doctrina clave del bienestar es lo que sus seguidores denominan “cuidado de uno mismo”, y que la historiadora Natalia Petrzela, profesora de historia moderna de Estados Unidos en la New School of Social Research de Nueva York y proselitista del enfoque del bienestar y sus beneficios, ha descrito como “la idea de que nuestra propia mente, cuerpo y naturaleza (en lugar de los tratamientos especializados y químicos) son la clave para optimizar la salud y la felicidad”. Es decir, la premisa fundamental del bienestar es que ni el médico ni, de hecho, la sociedad en general, sino tú, el individuo, y sólo tú, es quien sabe cómo te sientes y qué es lo más conveniente para ti. O dicho de otro modo, el bienestar subjetivo es el bienestar.
A diferencia del movimiento trans, el del bienestar está ya perfectamente asentado (aunque no es descartable que el trans llegue también a estarlo). El bienestar es una industria actual de miles de millones de dólares. También es una de las más exitosas exportaciones triunfales de Estados Unidos y demuestra (como también ocurre con la internacionalización de lo woke) que la hegemonía cultural estadounidense, incluso en esta época de negativo excepcionalismo, sigue intacta, al menos en toda la anglosfera. Y, sin embargo, en el periodo de su creación en los años setenta, el bienestar era también en buena medida un movimiento marginal.
Lo trans proviene también de otra fuente: la idea estadounidense de que es posible reinventarse más o menos a voluntad. En 1941, F. Scott Fitzgerald escribió en su novela inacabada El último magnate que “no hay segundos actos en la vida de los estadounidenses”. Se trata de un supuesto que encarna el movimiento trans actual. La síntesis que hace lo trans del bienestar, y la convicción estadounidense de que puedes ser como individuo lo que tú decidas ser, es una de sus características menos señaladas, pero más originales. Y el puente entre ambas ideas, lo que las hace hoy tan fácilmente miscibles, es lo que mi padre llamaba el triunfo de lo terapéutico.
En esencia, la cultura terapéutica consiste en descubrir lo que sientes realmente y, por extensión, quién eres realmente. No cabe duda de que, en la práctica, lo trans también implica la mercantilización de la identidad. Pero me parece que los críticos del movimiento han hecho demasiado hincapié en este aspecto de lo trans y mucho menos en el hecho de que se trata de encontrarse verdaderamente a uno mismo al margen de lo que piensen los demás. Lo terapéutico proviene de la generalización, en su iteración contemporánea, de la idea de trauma. Y una vez que se acepta el supuesto de que no adherirte a tus sentimientos subjetivos te causará daños físicos y mentales, todo lo que no sea la plena aceptación por parte de la sociedad de la idea según la cual lo que sientes subjetivamente por ti mismo debería ser el principio y el fin del debate público, deviene en una crisis de salud pública y, como está ocurriendo en la ley, también en una cuestión de derechos civiles.
Sin embargo, el espectro en el banquete es ese viejo suplente marxiano: la alienación. Porque el supuesto identitario, ejemplificado de manera más radical e imperiosa por lo trans, es que la alienación es su raíz, originada en buena medida por la incapacidad de la sociedad de aceptar todas las identidades que la gente reclama para sí misma y, como consecuencia moral y políticamente necesaria de ello, de “representarla” y, en efecto, de celebrarla. La indigencia del análisis identitario de clase se deriva de este malentendido o, si se quiere ser generoso, de esta interpretación monocromática y autorreferencial de la alienación. El derecho a la autorrealización es un error de categoría. No puede existir tal derecho, aunque solo sea porque no hay ninguna sociedad en la Tierra capaz de concederlo ni posibilidad alguna de ello en esta era de desastres, de calamidad climática, de resurgimiento de la guerra y de los comienzos (sí, solo los comienzos) de una ola de migraciones que, yo apostaría más pronto que tarde, transformará todos y cada uno de los países del mundo y sus culturas nacionales y regionales, por muy particulares, vibrantes y firmemente establecidas que se encuentren. Por el contrario, la alienación solo puede incrementarse en dichas condiciones, y ni siquiera podrá paliarlo el dudoso apósito identitario.
Traducción de Aurelio Major
Publicado originalmente en el blog del autor.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.