El 26 de septiembre todo era jolgorio en Cartagena. Un gobierno colombiano de centro-derecha había logrado lo imposible: firmar un acuerdo con la organización comunista Farc que daba término a una guerra irregular de 52 años. Ningún mandatario colombiano había logrado pactar ni derrotar militarmente a esa guerrilla, ni al ELN. En el acto, cargado de simbolismo, emoción y protocolo tropical, el presidente Juan Manuel Santos entregó copia del pacto a Ban Ki-moon, habida cuenta del papel central que habría de jugar la ONU en una compleja fase de desmovilización y entrega de armas. El acuerdo se había conseguido después de cuatro años de arduas negociaciones formales en La Habana y unos dos años de acercamientos informales y conversaciones secretas que, de hecho, habían comenzado bajo el gobierno del ultraderechista Álvaro Uribe Vélez.
El domingo siguiente los colombianos, convocados a plebiscito sobre un complejo acuerdo en torno a seis grandes asuntos que formaban un todo integral expuesto en 297 páginas apretadas, dijeron “no”. Aunque el margen de mayoría fue mínimo, se creó un hecho político y jurídico contundente. El “no” ganó con un 0.4%; se abstuvo el 65% del electorado y los votos “nulos” y “no marcados” superaron, por mucho, la diferencia entre el “sí” y el “no”.
Todos sabían, y el presidente Santos el primero, que de haber ganado el “sí”, empezaría lo difícil. Y si bien el marco jurídico del pacto estaba blindado por una reforma constitucional y diversas sentencias de los más altos tribunales del país lo avalaban en su contenido, el triunfo del “no” empuja al país al reino de una desazón profunda y acaso prolongada.
La victoriosa y variopinta coalición del “no”, liderada por Uribe Vélez, no ofrece fórmula alternativa creíble ni viable. Máxime cuando en el camino se sumaron pastores de iglesias protestantes que rechazan los elementos feministas del pacto y reafirman un patriarcalismo bíblico o “el modelo de familia.” Desde el 10 de agosto de 2010 Uribe, quien se sintió “traicionado” por Santos, se empeñó en una oposición a ultranza que encontró en la mesa de negociaciones de La Habana el blanco principal. Su objetivo era debilitar al gobierno y tomar posiciones para la campaña electoral del 2018.
El presidente cometió el error de convocar un plebiscito sobre la marcha, con gestores marchitos y mediocres, y, lo más grave, jurídicamente innecesario. Si se hubiese tratado de buscar un piso sólido de legitimidad política al proceso de paz, hubiera bastado aducir lo evidente: que la reelección del 2014 le había dado el mandato popular de pactar con las Farc. Todos saben que ese fue el meollo de esa elección. Es más, en la agenda de seis puntos convenida con las Farc en el 2012, salvo mencionar la palabra, no se dice nada sobre la “refrendación”.
Y como parece llegada la hora de los abogados, ahora se dirá que por una sentencia de la Corte Constitucional que contempla la hipótesis –cumplida- de una victoria del “no”, el resultado es de obligatorio cumplimiento solo para el presidente, aunque no para el Congreso ni el poder judicial. Llevar el pacto al bloque de constitucionalidad y otorgarle el estatuto de tratado internacional es vía política cerrada. Jurídicamente el único camino es modificar el acuerdo, lo que no se puede hacer sin las Farc y, acaso, volver a otro plebiscito. En una perspectiva optimista esto requiere un acuerdo político del gobierno, el uribismo y el asentimiento de las Farc. De producirse, tardará meses.
De lado de las Farc, los jefes instalados en La Habana deben ponderar la actitud de miles de guerrilleros de base que hace una semana fueron dejando y desmantelando sus campamentos y ahora deben retornar a los sitios de partida oyendo a Uribe pedir para ellos una amnistía especial que, de todos modos ya está contemplada en el acuerdo. Es decir, que la unidad de mando en las Farc puede peligrar si las concesiones que hagan los comandantes guerrilleros son muchas o muy pocas. Nadie sabe cuál es la dosis adecuada. Por ahora tanto los voceros de la guerrilla como el presidente han declarado la continuación del cese al fuego, al menos hasta el 31 de octubre. Es cuestión de tiempo saber en qué condiciones se mantendrá.
Uribe pide “rectificar” varias cláusulas del pacto, precisamente las que fueron más difíciles de negociar: que los jefes paguen penas de prisión; que no puedan ser representantes en cargos de elección popular; que sus delitos de narcotráfico no sean conexos del delito de rebelión y por tanto que purguen por el narcotráfico. En una retórica del demagogo experimentado que es, Uribe dice que el pacto es “inconstitucional”. Demagogo porque en 1989 el senador Uribe fue el autor del proyecto de Ley de indulto total al M-19 y en el 2005 pactó con los paramilitares una impunidad prácticamente total a cambio de la desmovilización. Pacto que se vino abajo en el Congreso y en la Corte Suprema de Justicia que no permitieron la impunidad.
Lo deprimente de todo este espectáculo es que regresa a Colombia a lo más pernicioso de su política de los últimos treinta años: la clase política de todos los colores manipula los asuntos de guerra y paz en función de intereses electorales. El resultado del plebiscito es un poderoso insumo para que Uribe, la extrema derecha y los adláteres, tomen posiciones fuertes frente al 2018. Ahora la retórica patriótica combina temas de reforma tributaria, “educación universal y de calidad”, “modelo cristiano de familia” y, en fin, el esbozo de un programa de gobierno de una nueva coalición electoral. Calculan que su línea dura en el fondo, suave en las palabras, desgastará a un Santos obligado a atender dos frentes: “el pacto nacional” de la clase política y el tinglado de La Habana. Quieren hacer ingobernable el país sobre la premisa de que el presiente debe gobernar y tiene la responsabilidad del timón.
Aunque esta extrema derecha toma la vocería y representación de las víctimas, lo hace selectivamente. Pareciera que solo las Farc hubiesen producido víctimas. Y claro que en su guerra sucia e irregular ejecutaron asaltos feroces e indiscriminados a poblaciones inermes con gran cantidad de bajas; actos de guerra en confrontación con la fuerza pública abiertamente violatorios del derecho internacional humanitario; secuestros extorsivos y políticos, individuales y masivos, generalmente crueles y prolongados.
Todos los agentes del conflicto colombiano son responsables de una violación masiva y sistemática de los derechos humanos que ha dejado víctimas que exigen reparación, verdad, justicia y no repetición. La violencia pública implícita (y no solo las Farc) en el prolongado conflicto colombiano, produjo miles de muertos y lisiados; millones de desplazados, en su mayoría familias de campesinos pobres; miles de desaparecidos, ejecutados y torturados por la fuerza pública, a veces en alianza con grupos paramilitares de fuerte raigambre local. De estas víctimas no hablan los del “no”.
Es poco probable que el optimismo que hoy sale de las declaraciones presidenciales, de la oposición y de la guerrilla tenga un piso y acaso alcance la dureza del diamante. Preocupa la situación de la guerrilla: ¿se mantendrá la unidad de la jefatura con las bases? Es un asunto de tiempo y de la forma como se desenvuelva “el gran pacto nacional” alrededor de Santos-Uribe
Oí decir al expresidente Pastrana (protagonista de uno de los peores ensayos de diálogo con las Farc por su miopía, largueza, levedad y proclividad de salir siempre en la foto) que “se cayó la paz”; se refería a la “paz” de Cartagena. Pero no dijo cuál es su fórmula de “paz” salvo repetir lo que ha dicho Uribe. Así, pues, ¿cuál es “la paz” de Colombia? El acuerdo protocolizado el 26 de septiembre marcaba un camino, difícil pero bien concebido. Desde la noche del domingo 2 de octubre sabemos que el acuerdo con las Farc apenas se dibujó en la arena de las playas de Cartagena.
Historiador. Profesor-investigador de El Colegio de México.