Además de en iglesias de todos los ritos cristianos, en su mezquita y en las sinagogas, donde durante durante más de dos siglos ha rezado su vibrante comunidad judía, la apasionante historia de Odesa se manifiesta en la mezcla exuberante de influencias que, dominada por el neoclásico italiano y francés que practicaban los arquitectos europeos de la zarina, da personalidad a su paisaje urbano.
“Odesa no es Ucrania”, me dijo mientras conducía a la sombra de los árboles por sus calles empedradas Aleksei Sandula, un informático y músico ruso que anhela una victoria de su patria adoptiva contra su país en la guerra de Ucrania. “No me refiero a que Odesa sea Rusia”, aclara, “sino a que la ciudad tiene una personalidad única, que no tiene parangón en el resto de Ucrania, y, probablemente, tampoco en el resto del mundo.”
Aleksei llegó a Odesa desde su Moscú natal hace once años, tres antes de que Rusia le declarara la guerra Ucrania en venganza por la victoria del movimiento democrático y pro-occidental que se conoció entonces como Euromaidán. Porque siempre había querido vivir junto al mar, y por el relajo insolente y la pulsión creativa que parece definir a buena parte de sus habitantes, supo desde el primer momento que este era su lugar en el mundo. “No me imagino en ningún otro sitio”, dice antes de explicar que teme que la guerra le traiga problemas.
Como muchos otros residentes en Odesa, este moscovita de poco más de cincuenta años no tiene la nacionalidad ucraniana. Su pasaporte –y su acento– ruso no le ha creado, de momento, ningún problema.
Los ucranianos le tratan bien, saben de su compromiso con los valores que animan su lucha contra el modelo de sumisión y arbitrariedad de Putin y le ven como la fuerza positiva que es para su ciudad y su nación adoptivas. Pero la virulencia de la agresión rusa puede llevar al Gobierno de Kiev a tomar medidas extremas, como la deportación de los ciudadanos rusos, que acabarían con el romance perfecto de Aleksei, que también está casado con una ucraniana, con Odesa.
Por ahora, Ucrania no solo no ha expulsado a sus residentes rusos, sino que sigue ofreciendo asilo a disidentes del país enemigo. La naturaleza liberal y democrática de la causa ucraniana es la razón del apoyo de Aleksei a Ucrania en esta guerra. En los reveses que el ejército ruso se está llevando en Ucrania, Aleksei ve el principio del fin del reino de terror que, con la llegada al poder de Putin, el KGB consiguió volver a imponer en su país.
Cuando le pregunto por la reacción de sus compatriotas rusos a la invasión de Ucrania, Aleksei hace referencia al millar de amigos que tiene en Facebook. “Solo he tenido que bloquear a ocho o nueve”. Su interpretación de la estadística es particularmente lúcida, por modesta, rigurosa y precisa: “Significa que he elegido bien a mis amigos”.
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La conversación tiene lugar mientras repartimos las bolsas de comida –zanahorias, cebollas, patatas, pasta, col, pan y manzanas– que la organización Babusia Leo, cuyo nombre hace referencia a la abuela de DiCaprio que nació en Odesa, entrega cada semana a centenares de jubilados de la ciudad. Babusia Leo tiene su origen en un proyecto que ayudaba a deportistas retirados en situación vulnerable, y es una de las innumerables iniciativas cívicas que han surgido en los últimos años en Ucrania como consecuencia del despertar ciudadano y patriótico propiciado por la agresión continuada de Rusia (que, recordemos, comenzó en 2014 con la anexión de Crimea y el desmembramiento de parte del Donbás).
Casi todos los beneficiarios de Babusia Leo viven en apartamentos históricos elegantes pero degradados que dan a los patios interiores por los que es conocida Odesa. “Son parte de la personalidad de la ciudad”, me dice Dmitriy Bogomolov, periodista deportivo y uno de los fundadores de Babusia Leo. “Cada patio tiene un elemento distintivo”, tercia Aleksei en alusión al árbol o el pequeño jardín que domina estos espacios interiores abiertos, generalmente más amplios que los patios andaluces y en los que también suele vivir uno o más gatos.
En uno de los apartamentos, una mujer elegante y expansiva nos recibe en un salón de techos muy altos decorado con santos ortodoxos y nos enseña el balcón espacioso y lleno de plantas. En una habitación contigua su madre saluda postrada en la cama. A pocas manzanas le entregamos una de las bolsas de comida a un hombre mayor que repite en ruso muchas veces después de que Aleksei le diga que soy español: “Gracias por las armas, gracias por las armas”.
Por sus profundas e innegables conexiones con Rusia, y por lo difícil que se me antoja la relación con los rigores del patriotismo de una ciudad radicalmente hedonista como es Odesa, quise saber cómo encaja su sociedad en la Ucrania que está forjando la resistencia al neoimperialismo kagebiano de Putin. Me parece significativa la cuestión de la lengua: Odesa es abrumadoramente rusófona; la Ucrania que salió del Euromaidán habla oficialmente en ucraniano y tiene en la expansión de esta lengua históricamente humillada una de sus prioridades.
Todas las personas con las que hablé en Odesa tienen el ruso como primera lengua, y ninguna de ellas ve ningún problema en utilizar el ucraniano en la escuela, la universidad y en las situaciones más formales de la vida pública mientras sigue comunicándose en ruso en casa, en la calle, en las tiendas y con los amigos.
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El ucraniano Sergey Panashchuck tiene 37 años y es periodista. Acaba de poner en marcha la edición ucraniana de Katapult, una revista alemana. Protegidos del calor y la luz en el interior acolchado del pub Corvin, en el centro de la ciudad, Sergey me explica cómo se vivió en Odesa la revolución del Maidán (hasta ahora me había referido a ella como Euromaidán), y cuáles fueron sus consecuencias. Como ocurrió en otras ciudades del este y el sur de Ucrania, Odesa llegó a ese momento de la historia de Ucrania dividida entre quienes preferían una orientación más pro-rusa y aquellos que apostaban por integrarse en Europa.
En 2014, cuando el Kremlin ya había ocupado Crimea y mutilado el Donbás en nombre de los derechos de los rusófonos, esta división se hizo evidente en las calles de Odesa, donde se vivieron manifestaciones a favor y en contra de Rusia, o a favor y en contra del Euromaidán. Los pro-rusos y partidarios de federalizar el país, explica Sergey, eran generalmente personas de más edad y de clase trabajadora, mientras que una mayoría de estudiantes y profesionales educados abrazaba la causa de la unidad de Ucrania y la ruptura con Rusia.
La jornada de más violencia se vivió el 2 de mayo, cuando militantes y agitadores pro-rusos se enfrentaron en las calles con manifestantes y ultras pro-ucranianos del Chernomorets Odesa y el Matalist Kharkiv, que jugaban ese día en la ciudad. Un grupo de manifestantes pro-rusos se parapetó en cierto momento en la Casa de los Sindicatos de Odesa, que acabó incendiándose como consecuencia del lanzamiento de cócteles molotov. Un total de 48 personas murieron en aquella jornada trágica, la mayoría de ellos manifestantes pro-rusos que se encontraban en el interior del edificio.
La reacción de la sociedad de Odesa a aquellos incidentes, dice Sergey, dejó claro que una mayoría clara de la ciudad quería seguir siendo parte de Ucrania. El porcentaje, continúa el periodista, no ha dejado de crecer desde entonces, a la luz de la realidad de arbitrariedad, embrutecimiento y miseria que las autoridades pro-rusas ofrecen a la población en los territorios que controlan en Lugansk y Donetsk.
Le pregunto a Sergey por qué, entonces, Odesa sigue estando gobernada por un alcalde de la oposición pro-rusa. Sergey lo explica por el desinterés de los jóvenes por la política. A mí no me convence, pero es muy posible que a los propios electores del alcalde les haya convencido Putin ahora, con su campaña de muerte y destrucción contra la Ucrania rusófona que dice haber venido a salvar, de no volver a apoyar nada que tenga relación con el Kremlin.
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¿Cómo reaccionará Odesa si Kiev lleva hasta las últimas consecuencias sus políticas de des-rusificación? Menciono como posibles ejemplos la retirada, también en Odesa, de estatuas de la época imperial o soviética y el cambio de nombre de calles dedicadas a grandes escritores o artistas rusos. “Creo que sería una sobrerreacción”, dice Sergey, que declara su amor por los clásicos de la literatura rusa y no querría ver derribadas las estatuas que tienen dedicadas en Odesa Catalina la Grande o el poeta Pushkin. (En cierto momento de su vida, Pushkin vivió desterrado en Odesa, de la que alabó su aire europeo, distinguido y cosmopolita.)
Una alarma antiaérea nos saca del terreno de la especulación sobre posibles excesos por parte de Kiev y nos devuelve a la cruda realidad inmediata: toda Ucrania, incluida Odesa, está amenazada por la guerra de destrucción y castigo con la que Putin quiere sofocar las aspiraciones de libertad y afirmación nacional de los ucranianos, hablen la lengua que hablen.
“Es todo muy sencillo: no queremos vivir sometidos a Rusia”, dice con el tono más grave Sergey, que se muestra muy afectado por lo ocurrido un día antes en Serguiivka, a 80 kilómetros de Odesa, donde un ataque ruso contra un bloque de viviendas y un centro de rehabilitación acababa de matar a 21 civiles.
Con la alarma que anuncia posibles ataques como el de Serghiivka aún sonando, pagamos la cuenta y salimos del pub. En un banco fuman, charlan y miran el móvil un grupo de chicas jóvenes con gorros de cocina y camisas rojas. Son trabajadoras del KFC. La empresa les obliga a cerrar cada vez que hay una alerta. Son de las pocas personas que interrumpen su actividad por las alarmas en Odesa, donde los ataques son relativamente poco frecuentes, comparados con el bombardeo constante que sufren ciudades como Járkov o Mikolaiv, 133 kilómetros al noreste de Odesa.
“Si hiciéramos caso a todas las alarmas no haríamos más que subir y bajar de los refugios”, dice Sergey, que reconoce, sin embargo, que más de una vez se imagina el misil entrando por la ventana del piso.
Antes de que se apague la sirena, llegamos caminando a Deribasovskaya, una de las principales calles de Odesa. Está dedicada a José de Ribas, un aristócrata español nacido en Nápoles que tuvo un papel importante en la toma de Odesa. De Ribas fue uno de los nobles extranjeros que combatieron con la Rusia zarista a las órdenes de Catalina, que le encomendó el proyecto de construir Odesa y le nombró gobernador. Sobre el empedrado peatonal un músico toca la guitarra bajo los últimos rayos de sol. Los adolescentes disfrutan, indiferentes al rumor de la sirena, de la ciudad parcialmente vaciada por la guerra.
Cerca, los soldados hacen guardia con sus fusiles detrás de sacos amontonados de arena, junto a los erizos antitanque desplegados en todos los puntos sensibles de la ciudad para cortar el paso al invasor en caso de que lograra acercarse.
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“Lo peor fue en los primeros días, cuando los rusos tomaron Jersón y parecía que se harían también con Mikolaiv”, dice Sergey, que no se fiaba de las garantías que las autoridades daban cada noche y se planteó huir. “Recordé cómo, poco antes de su caída, Gadafi aseguraba en la tele que todo estaba bajo control”, rememora el periodista. “Mi casa está entre el centro de Odesa y Mikolaiv; mi madre y yo habríamos sido de los primeros aquí en sufrir las consecuencias del avance de los rusos.”
La imposibilidad del invasor de hacerse con Mikolaiv, el hundimiento del Moskva y la más reciente pérdida de la estratégica Isla de las Serpientes son, por el momento, motivos para la confianza y una cierta calma en Odesa, aunque esta última pueda volverse tragedia en cualquier momento con uno de los misiles que Rusia lanza periódicamente en la zona.
Sergey vive en el piso número 19 de un bloque de viviendas cerca de la estación de trenes. Desde los balcones a los que los vecinos salen a fumar se ve el mar, cómo pasan los trenes y cómo se pone el sol sobre los demás bloques, parques, grúas y chimeneas de fábrica de la Odesa más prosaica.
“Es difícil de imaginar que a menos de doscientos kilómetros hay combates y está muriendo gente ahora mismo”, dice Sergey maldiciendo a Rusia tras destacar la belleza del atardecer y las vistas. “Solo queremos poder elegir nuestro futuro y disfrutar de esto”, dice señalando a la ciudad. “De la vida que tenemos, del país que tenemos; de conversaciones como esta y de la gente a la que queremos. Luchamos para poder seguir haciéndolo”.
Aún asomados a uno de esos balcones nos sorprende otra alarma, a la que sigue una explosión. “Podría ser una intercepción, que un misil defensivo ucraniano haya interceptado un misil ruso”, explica mi anfitrión. Sobre el ruido de fondo del tráfico, la sirena se alarga integrándose en el ambiente. A nuestros pies, en el parque infantil del edificio, una niña se mece impasible en el columpio.
Marcel Gascón es periodista.