Poco después de que empezara la invasión a gran escala de Ucrania empecé a ir por las mañanas a la estación de trenes de Bucarest para ayudar a quienes llegan huyendo de la guerra de conquista rusa. Con el peto fosforito que identifica a los voluntarios, voy a recibir al andén a los que llegan y les ayudo a cargar el equipaje, a sacar billetes o encontrar transporte a destinos más difíciles o a buscar un lugar para dormir en Rumanía. Desde que empecé a ir a la estación he ayudado a muchas decenas de personas, especialmente de Mykolaiv y Odesa.
Una de ellas está a punto de dar a luz en Italia con la angustia de no saber si la niña crecerá con su padre, uno de los marines ucranianos que fue hecho prisionero por los rusos después de muchas semanas de heroica resistencia en Azovstal. Entre quienes me he encontrado en Bucarest hay también gente de Mariúpol y Jersón. Algunos de ellos han llegado a Rumanía tras lograr escapar de Rusia, donde fueron deportados por los invasores. Muchos llegan, literalmente, con un par de bolsas de plástico y un poco de ropa. Comprarles un equipaje es otra de las muchas cosas que les ayudan.
El viernes 10 de junio fue un día movido en la estación de trenes de Bucarest. Entre quienes se encontraban esa mañana en la sala de espera habilitada para los refugiados había un señor muy mayor en silla de ruedas. Viajaba solo y apenas hablaba, pero con la ayuda de los traductores descubrimos que necesitaba llegar a Hannover, Alemania, donde le esperaba su hija. (Un traductor habló por teléfono con ella, que nos confirmó que le esperaba.) Como no había sitio en los trenes de Viena del día, le compré un billete a Budapest, para que de allí le ayudaran otros voluntarios a llegar a Hannover.
Por la tarde, cuando estaba en casa, me di cuenta de que el señor tenía billete en el mismo tren que yo, que la noche del viernes había de viajar por trabajo a la capital de Hungría. Consciente de su extrema vulnerabilidad, decidí que le ayudaría a subir al tren, a bajar del tren y a encontrar, o pagar –con mi dinero o el de las donaciones particulares que me llegan y ayudan a que no se haga tan grande el agujero–, su billete a Hannover.
Cuando llegué a la estación de Bucarest, una hora antes de la hora de salida, lo busqué sin resultados por todas las salas y en las tiendas de campaña donde hay camas para que duerman los refugiados en tránsito. Solo había un rastro del señor: la silla de ruedas en la que le encontré sentado por la mañana. Hablé con los bomberos que custodian las tiendas de campaña y me dijeron que había estado allí, pero que no lo habían visto en horas y que además se había dejado el pasaporte en la carpa.
Después de dar dos o tres vueltas por la estación lo encontré con su bastón deambulando muy despacio por delante de los andenes. Corrí a la policía, que tenía su pasaporte, y le puse el documento en la chaqueta. Con la ayuda de una traductora, intenté llevármelo al andén de nuestro tren para esperar allí, pero no hubo manera. Era imposible mantener con él una conversación coherente. Además, había encontrado a unos gendarmes con los que formaba un corro como de viejos amigos que esperan a que lleguen todos a las puertas de un bar.
Aunque no podían comunicarse, el señor parecía sentirse bien y rechazaba con evasivas acompañarnos. Cansado de insistir, les pedí a los gendarmes que le llevaran al tren y me fui yo solo al andén. Minutos después le vi aparecer por allí, acompañado de un guardia jurado que casi le empujaba para que andara. Finalmente subió al tren, y no lo volví a ver hasta que, en mitad de la noche, entró por error en mi compartimento al volver del baño.
Cruzamos la frontera rumano-húngara sin problemas y el tren paró en una pequeña estación. Un revisor nos avisó de que habíamos de cambiar de tren. Visiblemente nervioso, el señor ucraniano intentaba bajar del tren a paso muy lento. ¿Cuándo sale el otro tren?, le pregunté a un revisor, que no supe contestarme ni me garantizó que ayudaría a aquel hombre. Temiendo perder el tren, corrí con los demás pasajeros a la otra vía, intentando olvidarme del señor. Pero cuando iba a subir al otro tren vi su figura encorvada a lo lejos, avanzando a pasos muy cortos hacia el paso subterráneo que llevaba a la otra vía.
Pregunté en inglés por la hora de salida al revisor húngaro, que ni sabía inglés ni quería entender. Con ayuda de un joven que sí hablaba inglés conseguí sacarle que el tren no salía hasta que no estuviéramos todos. Pero ¿cómo sabrían si estábamos todos? En el andén por el que caminaba el señor, unos pocos pasajeros rezagados le adelantaban cargando sus equipajes. Nadie parecía reparar en él, ni los viajeros ni el personal de la estación o los trenes.
Después de muchas dudas, decidí arriesgarme a perder el tren y fui a socorrerle desandando el camino. Yo iba a Bucarest buscando anécdotas para empezar un artículo. Si, en el peor de los casos, perdía el tren, tendría mejor material del que seguramente podría encontrar en Bucarest.
Le cogí del brazo, bajamos y subimos juntos las escaleras y subimos al tren. Dentro del vagón, la multitud nos miraba con sorpresa, pero nadie se levantaba o hacía nada. ¿Se levanta alguien para que se siente?, dije enfadado en inglés, y por dentro empecé a condenar la indiferencia de Hungría hacia Ucrania. Si esta es la actitud de la gente, no me extraña que votaran en masa al Orbán que ignora las atrocidades rusas. Pero enseguida me di cuenta de que en el tren había rumanos, occidentales e incluso ucranianos, y me dije a mí mismo que era la última vez que juzgaba, la última vez que generalizaba.
Finalmente, un niño pequeño se levantó por instrucción de sus padres y le cedió el asiento. Eran, por el aspecto, gitanos. En el poco ucraniano que he aprendido estos días entendí que de Transcarpatia, la región ucraniana que concentra a la minoría magiar. Entre ellos hablaban húngaro, y en ruso me ayudaron a tratar de explicarle lo que haríamos al señor, que parecía estar llorando y ser más consciente de su suerte que hacía un rato. Otro de los ucranianos a los que había condenado, un joven atleta de triatlón que viajaba para competir en Chequia, intentó con su móvil llamar a la hija del hombre, pero no funcionó.
A mis espaldas se sentaban dos hombres de alrededor de cincuenta y sesenta años. En inglés, debatían sobre el rumbo del mundo con ese aplomo autosatisfecho que cada vez se permite menos a los varones. Uno de ellos, que después supe que era rumano, le preguntó a su interlocutor por su opinión sobre la guerra. El artículo que tengo que rematar en Budapest va de la postura de Orbán en lo de Ucrania, y agucé el oído. Aquí podía tener una de mis anécdotas.
“Putin es un autócrata agresivo y quiere conquistar un territorio sobre el que cree que tiene derecho”, dijo uno de los dos hombres, que también expresó pesar por la suerte de los ucranianos de los territorios ocupados. “¿No crees que la otra parte también tiene algo de culpa?”, le preguntó decepcionado el otro, a lo que el hombre dijo tajantemente que no. “Ojalá las cosas fueran tan simples”, dijo el decepcionado, y la conversación se apagó hasta que el decepcionado encontró a otro interlocutor, esta vez connacional suyo.
Hablando en rumano, le explicó su visión sobre la guerra. La OTAN ha ido presionando a Putin, acorralándolo, acercándose tanto a sus fronteras que Putin no ha tenido más remedio que “pasar de las palabras a los hechos” y hacer “algo concreto” para proteger su territorio. Putin sabe lo que hace, porque no hay jefes del KGB tontos, y los ucranianos son unos inconscientes por empeñarse en luchar a costa de todos los civiles que mueren.
“Yo tengo toda la compasión por las víctimas”, pero los ucranianos, lo ha visto él con sus propios ojos, llegan a Rumanía y Eslovaquia en coches de lujos, “ninguno de menos de 15.000 euros”. Se hospedan en los mejores hoteles y llevan ropa de marca. Uno diría escuchándole que son casi tan privilegiados como los árabes y asiáticos que, según nuestro atrevido orador, han colonizado Viena con la ayuda de unos servicios sociales que no necesitan pero monopolizan a costa de los nativos.
¿Y qué decir del heroísmo ucraniano? Él conoce dos casos de refugiadas, ha hablado con ellas y le dijeron que sus maridos trabajaban en Praga antes de que comenzara la invasión de su país a gran escala. Hombres sanos y en edad militar. ¿Y te crees que han vuelto a defender su patria? No, siguen en Praga, pero luego lees la prensa y todo es el heroísmo de Ucrania. El despliegue de banderas ucranianas también es un asunto sensible. Hace poco estuvo él en Eslovaquia. Y todo eran banderas ucranianas, más incluso que eslovacas. ¿Dónde se ha visto esta alienación?
El tren se acerca a Budapest y yo me digo: qué bien nos vendría que la hija del señor le estuviera esperando con el todoterreno de lujo en el párking. Pero la realidad es que no nos espera nadie. Y buscamos el primer banco, nos sentamos, le pido un cigarrillo y fumamos.
De allí iremos a buscar voluntarios. Intentaremos llamar a la hija y buscarle un tren a Hannover. Pero cuando ya nos vamos hacia la taquilla a salen de dentro del tren dos o tres personas, una de ellas lleva un peto de la agencia para refugiados de la ONU. Llevan una foto muy vieja, en blanco y negro, de nuestro hombre vestido, parece, de militar.
–¿Evghenii?
–¡Evghenii! – grito yo, y el andén se llena de exclamaciones de júbilo.
Una voluntaria en Bucarest, Victoria Molodih, que había hablado con su hija, se ha puesto en contacto con otros voluntarios en Budapest, que le han buscado para ofrecerle alojamiento y comprarle un billete de tren a Hannover. Su hija se ha ofrecido a hacerse cargo de todos los gastos.
Evghenii está en buenas manos y yo me puedo ir a comer y buscar hotel.
Marcel Gascón es periodista.