“Enemies of the people” fue la portada del Daily Mail cuando, en el fragor del Brexit, la Corte Suprema resolvió que la decisión de abandonar la Unión Europea exigía la aprobación del Parlamento, a pesar de que el pueblo ya se había pronunciado a su favor. Se contraponía así democracia a legalidad, se situaba al Parlamento y los jueces frente al pueblo. De esta forma se manifestaban con absoluta claridad los postulados del populismo iliberal que corroe las bases de nuestras democracias. Y es que, en nuestra lógica democrática, aunque puedan existir tensiones, no caben tales contraposiciones. Todo lo contrario. Como reza el nombre oficial de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa: “For democracy through law”. Porque solo es auténtica democracia aquella regida por el imperio de la ley; y solo es legítimo el Estado de Derecho cuando se engarza en una sociedad democrática abierta y plural. Democracia e imperio de la ley son así dos conceptos inescindibles. Una democracia que se realiza, fundamentalmente, a través de la representación parlamentaria.
Ahora bien, presentar a los jueces como una casta togada y conservadora que se enfrenta al espíritu del pueblo es un truco muy viejo, también en democracia. Ya los revolucionarios franceses se preocuparon porque los jueces no fueran un obstáculo para la consecución de los avances que exigían la ruptura con el régimen anterior y de ahí la doctrina del juez como viva vox legis. Sin embargo, más recientemente, estos mensajes tienen unas connotaciones claramente iliberales en boca de quien ostentando un poder público no quiere rendir cuentas ni ser controlado. Así, podemos recordar el “jueces comunistas” que invocaba Berlusconi o cómo Trump y su séquito han sembrado la desconfianza en el sistema judicial norteamericano y en otro ámbito fundamental para una democracia, el orden electoral, por poner solo dos ejemplos. Y es que, como les explico a mis alumnos, la primera lección del manual del populista iliberal es capturar el poder judicial y, ante la resistencia del mismo, minar su credibilidad para luego poder justificar su asalto.
Por ello, creo que debe preocuparnos ver cómo en los últimos tiempos se ha deteriorado la confianza en el poder judicial en nuestro país. En general, España es uno de los países de Europa donde la confianza ciudadana en las instituciones es más baja y, en lo que aquí interesa, hay una extendida percepción entre la ciudadanía de que la justicia en España está politizada. De acuerdo con los datos de 2021 facilitados por el propio CGPJ, un 66% de los españoles considera que los jueces reciben presiones, lo que contrasta con la apreciación de los propios jueces donde tan solo un 10% comparten tal impresión. Y, según los datos publicados en 2023 sobre la imagen de la justicia en nuestro país, un 87% de los encuestados considera que los políticos tratan de influir en el poder judicial. Al final, el mantra de la “politización de la justicia” va haciendo mella en la ciudadanía.
Se trata, en mi opinión, de una desconfianza inducida de forma no ingenua, sino intencionada, por unos políticos que, para colmo, son los responsables fundamentales de muchos de los problemas que tiene nuestra justicia, empezando por la pérdida de credibilidad de algunos de sus órganos a consecuencia de la sistemática captura de los mismos por los partidos vía nombramientos.
En cualquier caso, no podemos quedarnos en señalar la culpa de los políticos. Si no queremos que se nos desmorone el sistema, debemos afrontar, con razones y sentido crítico, esa “percepción” de que la justicia está politizada, la cual tiene una cierta base real que la fundamenta, aunque creo que menor de lo que aparenta. No podemos permitirnos el lujo de que la ciudadanía siga desconfiando en la justicia. Lo escribía Balzac: “desconfiar de la magistratura es un comienzo de disolución social”. En realidad, desconfiar de nuestras instituciones, en general, es la semilla de esa disolución.
Pues bien, para afrontar este debate lo primero es sentar una premisa y desmentir un tópico falaz. La premisa es que la confianza en la justicia no es una creencia o fe ciega, sino que se sustenta en la existencia de todo un orden legal y de un sistema judicial que permite ir corrigiendo las desviaciones. Como en cualquier colectivo, puede haber un juez politizado que actúe movido por sus sesgos, pero, hasta llegar a Estrasburgo, tenemos mecanismos eficaces para corregir tales decisiones e, incluso, en los casos más graves, para exigir responsabilidades penales. Por tanto, por principio, no puede haber lawfare en un Estado de Derecho, porque, si un juez actúa de forma contraria a derecho, podrá ser corregido y castigado. Eso sí, la actuación desviada de un juez se observará, fundamentalmente, en cómo motive sus decisiones, sin que pueda juzgarse aquello que le haya movido en su fuero interno. De ahí que las actuaciones judiciales puedan criticarse, pero a partir de argumentos jurídicos centrados en la justificación que toda decisión judicial ha de tener, sin recurrir a descalificaciones ad hominem ni a especulaciones sobre unos motivos íntimos que desconocemos.
Luego, el tópico a desmentir: los jueces y magistrados son conservadores. Una cierta razón hay en señalar no ya a los jueces, sino a los juristas, como conservadores. El estudio del derecho inculca algo de ese espíritu, entendido como convicción de que el progreso exige también preservar, porque uno es consciente del legado que hemos recibido desde nuestros fundamentos en el derecho romano y cómo nuestro orden jurídico ha ido evolucionando y adaptándose, pero con problemas y principios que tienen mucho de inmutable cuando se trata de organizar la convivencia humana. Más allá, los datos revelan que no hay razones para sostener la afirmación de que nuestros jueces sean conservadores en un sentido ideológico fuerte. De hecho, más de la mitad de los jueces no se encuentran asociados y las dos asociaciones judiciales más directamente vinculadas con partidos (la Asociación Profesional de la Magistratura, que es la mayoritaria, con el PP, y la de Jueces y Juezas para la democracia, con el PSOE) no suman ni un tercio de los jueces y magistrados totales.
En cuanto al sistema de oposición, este puede dar lugar a un cierto sesgo de clase social (no ideológico), algo que es un problema compartido con toda la alta función pública española (sin que ello lleve a acusar a los abogados del Estado o a los TAC de ser “conservadores”). A mayores, solo un 5,96% de los jueces que acceden por oposición tiene algún familiar que sea juez o magistrado e, incluso, un 20-30% de los nuevos jueces, según la promoción, tiene padres sin estudios superiores. Eso sí, en torno al 95% de los jueces han necesitado el apoyo económico de sus familias, aunque poco a poco se va incrementando la política de becas.
A partir de aquí, el análisis de la politización de la justicia tendría que centrarse, a mi entender, en observar el Tribunal Supremo y, aunque no sean poder judicial, en dos órganos especialmente vinculados, por un lado, el Consejo General del Poder Judicial, que no ejerce función jurisdiccional, pero tiene una importante influencia en los nombramientos judiciales, y el Tribunal Constitucional. Y debe hacerse teniendo en cuenta el contexto en el que vivimos. Si los ingleses sufrieron su Brexit y los americanos tuvieron el asalto al Capitolio, en España sufrimos la embestida del populismo iliberal en la forma del procés el otoño de 2017, que nos ha dejado una política desbocada y un orden institucional herido.
Así, el Consejo General del poder judicial, que nació con el objetivo de alejar del Ministerio de Justicia determinadas decisiones sensibles (como nombramientos, ascensos o régimen disciplinario de los jueces), creo que a lo largo de estos años no ha cumplido con ese desiderátum como habría sido deseable. Sus vocales han dado demasiadas muestras de división por bloques y, cuando de nombramientos se trataba, aunque no creo que se haya producido una captura política de los altos puestos judiciales, sí que ha primado una lógica de cabildeo corporativo donde el patronazgo asociativo ha tenido un peso excesivo. Pero, sobre todo, este último periodo de bloqueo y de turbulencias políticas ha hundido la credibilidad del órgano, contaminando a todo el poder judicial. Veremos si los nuevos vocales son capaces de revertirlo, aunque sea mínimamente.
En relación con el Tribunal Constitucional, la situación es especialmente preocupante. No tengo estudios demoscópicos, pero creo no equivocarme si afirmo que su pérdida de credibilidad es muy profunda. La lectura jurídica de sus sentencias es cada vez menos importante, empañada por su división en bloques alineados ideológicamente cuando deciden casos sensibles ideológicamente. Una realidad inédita en nuestro país. Incluso, cuando se invocan precedentes polémicos (Rumasa, Estatuto catalán…), se obvia que en aquellos casos hubo división, pero no un alineamiento ideológico absoluto de sus magistrados. A este respecto, los culpables primeros de esta situación son los principales partidos que, de forma cada vez más acusada, han ido eligiendo magistrados con un alto perfil político y, aun peor, con probada docilidad hacia sus patronos políticos. Ahora bien, la responsabilidad última es de los propios magistrados que, una vez con la toga puesta, no se desprenden de ese patronazgo olvidándose, parafraseando a P. Rosanvallon, de que su primer deber es el de ingratitud con quien los nombró. Hoy, más que nunca, resulta imperioso releer aquel primer discurso de García Pelayo como primer presidente del Tribunal Constitucional para recordar su esencia como órgano jurisdiccional que corona un Estado constitucional de Derecho.
¿Y qué ocurre con nuestro Tribunal Supremo, que en los últimos tiempos se ha situado en el centro del debate político? Lo primero que sucede es que, en un contexto de turbulencias iliberales, las tensiones políticas terminan convirtiéndose en problemas jurídicos que le corresponde resolver a nuestro Alto Tribunal. La manida “judicialización” de la política es, en realidad, la consecuencia del auge de una política iliberal cada vez más expansiva, que desconoce los límites y controles al poder. Así que las salas de lo Penal y la de lo Contencioso-Administrativo del Supremo han tenido trabajo extra. La gran patata caliente fue el juicio penal a la insurgencia independentista, resuelta por unanimidad y con un proceso impecable –todo sea dicho–, pero también ha habido notables decisiones del Supremo controlando al Gobierno y a la Fiscalía, y, ahora, ha llegado el vendaval de la amnistía.
No es fácil para un órgano jurisdiccional lidiar con un contexto y unas causas como estas y creo que, en general, el Supremo lo ha hecho con tiento y acierto. Aquellos que lo acusan de estar “politizado” chocan contra la evidencia de que la mayoría de sus decisiones en casos polémicos han sido dictadas por unanimidad o por amplias mayorías (y no vale pensar que todos los magistrados del Supremo son conservadores, porque no es así). Ahora bien, nuestro Tribunal Supremo debería ser cuidadoso para no caer en lo que podríamos llamar la tentación del “justiciero”.
Ocurre, a mi entender, que el Supremo es consciente de su singular posición en la defensa del Estado de Derecho en un contexto como el ya descrito. Además, su Sala de lo penal ha intentado cubrir importantes espacios de impunidad a los que la ley no daba adecuada respuesta en casos en los que se observaba un bosque de actuaciones fraudulentas (caso ERE) o de graves ataques ante los propios cimientos de nuestra convivencia democrática (caso procés). Pero, al mismo tiempo, este encomiable afán le ha llevado a, si se me permite la expresión, jugar al fuera de juego en algunos casos (no en todos), extendiendo los contornos de su propia jurisdicción. Algo de ello creo que está presente en su última decisión sobre la no amnistía de la malversación. El problema es que este afán (a lo que ayudan poco algunos excesos retóricos de ciertas decisiones) puede terminar contribuyendo al mal que se quiere paliar, convirtiéndose en diana de alguna justificada crítica (y de muchas injustificadas o excesivas).
Por todo ello, en estos momentos en los que al régimen del 78 se le están abriendo las costuras, creo que debemos escuchar con detenimiento las admoniciones de nuestro Rey, reserva última del sentido de nuestras instituciones, quien está cumpliendo con escrupulosidad, sobriedad y prudencia con su papel como jefe del Estado en una monarquía parlamentaria. En concreto, en su discurso de la pasada Nochebuena recordaba que “cada institución, comenzando por el Rey, debe situarse en el lugar que constitucionalmente le corresponde, ejercer las funciones que le estén atribuidas y cumplir con las obligaciones y deberes que la Constitución le señala”. Una apelación a la autocontención institucional que en estos estresados tiempos resulta fundamental. Ya nos enseñó J. Bryce, y es predicable de nuestra Constitución, que las constituciones rígidas están construidas “como un puente de hierro de ferrocarril, hecho sólidamente para resistir la más grande presión del viento o del agua que probablemente caerán sobre él. Si los materiales son sólidos y la hechura buena, el puente resiste con aparente facilidad y quizá sin mostrar signos de esfuerzo o movimiento, en tanto la presión quede dentro del límite previsto. Pero cuando este límite es rebasado, puede romperse en pedazos de repente y completamente”. Ayudemos a descargar la nuestra con moderación, sabiendo cada uno, ciudadanos e instituciones, cuál es nuestro lugar.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.