Una inmensa y vieja falla tectónica recorre de norte a sur la vasta y complicada geografía sociopolítica del Perú. La irresuelta incapacidad de interlocución –pero sobre todo de entendimiento– entre nuestros diversos sectores sociales, el tradicional desdén del Perú de las clases privilegiadas a lo que el ex presidente Alan García llamó sin ambages y desafortunadamente “los ciudadanos que no son de primera clase”, y una corrupción endémica y enraizada desde los albores republicanos, ha desembocado en esta reciente y ríspida contienda electoral. Hemos tenido que decidir, pues, entre el candidato de la izquierda radical, Pedro Castillo (Perú Libre), y la representante de una derecha también radical y de reconocido desprestigio: Keiko Fujimori, de Fuerza Popular.
No eran, claro está, aunque a estas alturas parecemos haberlo olvidado, los únicos candidatos. Fueron más de veinte los que se presentaron a la primera vuelta y, con mayor o menor endeblez política, constituían un arco diverso, lleno de contradicciones y antagonismos, que más que representar las opciones que decían defender se mostraban como el síntoma de una nación desnortada y desencantada de sus representantes, temerosa de que, socavada en su estabilidad política y golpeada con especial crudeza por la pandemia mundial, viera su crecimiento económico de las últimas décadas desmenuzarse como un castillo de arena.
Ese desencanto popular culminó en el peor de los escenarios, como ya sabemos. Keiko Fujimori y Pedro Castillo pasaron a la segunda vuelta con porcentajes que harían avergonzar a todo el que pretenda erigirse como representante del poder en un país: apenas un 13% de votos para la primera y un 19% para el segundo. Es digno de atención el hecho de que quienes no votaron por ninguno de los dos hayan transitado de la apatía a la resignación y de esta al entusiasmo sin cortapisas por el uno o por la otra, olvidando rápidamente que si no los votaron fue por su ausencia absoluta de programa político, y que si los rechazaron fue porque representaban el más peligroso de los populismos.
Pedro Castillo es un maestro rural y “rondero” –miembro de una organización comunal de autodefensa– cuyo ideario, por mucho que ahora sus obnubilados defensores lo intenten minimizar, es claramente de estirpe totalitaria. Fue aupado al liderazgo de su partido por Vladimir Cerrón, médico y y ex gobernador regional, educado en Cuba y abierto defensor del castrismo. Muchos plantean que este es el verdadero poder en la sombra de Castillo, como lo fue en su momento otro Vladimiro, el siniestro Montesinos, mano derecha de Alberto Fujimori.
El programa de Castillo bebe de un ideario de retórica marxista pero carente de propuestas claras y más bien apoyado en grandes y vagas consignas, muchas de las cuales han sido el detonante, precisamente, del miedo de gran parte de la población a que el Perú se convierta en la próxima Venezuela. Al menos por lo dicho hasta este momento, su plan de gobierno se sustenta en cambiar la Constitución, desmantelar el Tribunal Constitucional y estatizar los sectores estratégicos de la economía peruana. Si en lo económico su planteamiento recuerda al chavismo o al castrismo, en lo social es esforzadamente retrógrado: está en contra del matrimonio homosexual, del aborto y la eutanasia, por ejemplo.
Por su parte, Keiko Fujimori es una vieja conocida de la política peruana y sus credenciales pueden resumirse en el dudoso honor de ser la principal desestabilizadora de la sociedad –como lo fue su padre–, experta en derribar gobiernos con artimañas y zancadillas, comprando diputados y convirtiendo el Congreso de la República en la sórdida oficina donde se tramitan todos los chantajes, sobornos y extorsiones necesarios para que la maquinaria fujimorista se mantenga bien engrasada, hasta tal punto que para un alto porcentaje de peruanos Fujimori representa exclusivamente la corrupción.
No es pues de extrañar que gran parte del voto de Castillo no sea solo ideológico y reivindicativo, sino antifujimorista. Actualmente hay un proceso abierto por la Fiscalía de la Nación contra ella y otros cuarenta imputados por lavado de activos. Para el fiscal del caso, Domingo Pérez, “estamos ante una organización criminal”. Y esta organización criminal con representación parlamentaria es la que ha obtenido un porcentaje escasamente menor que el candidato de la extrema izquierda. Así pues, los peruanos hemos elegido no solo entre la tentación totalitaria y la corrupción sistémica, sino en contra de los cimientos de nuestra propia democracia. Gran parte de culpa de lo que sucede ha ocurrido por la incapacidad de una izquierda democrática de convencer a los peruanos de ser una alternativa viable, pero sobre por una derecha en extremo conservadora y mercantilista que nunca ha dejado espacio para nada más que la salvaguarda de sus propios intereses. Y está en juego, una vez más, el futuro del país.
(Arequipa, 1964) es escritor. Su libro más reciente es Volver a Shangri-La (Alianza, 2022).