Entrevista a Jorge Bustos: “En España nunca gobernará un partido liberal”

El periodista publica 'Asombro y desencanto' (Libros del Asteroide), un libro de viajes por Castilla-La Mancha y Francia en el que reflexiona sobre el carácter español y francés, la industria turística en torno al Quijote, el turismo de masas y el liberalismo.
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En su nuevo libro, el periodista de El Mundo Jorge Bustos realiza sendos viajes por La Mancha y por Francia en busca de los caracteres colectivos de lo español y lo francés. Critica la distinción esnob entre viajero y turista, reivindica el turismo de masas y un periodismo de viajes desprejuiciado, y defiende la necesidad de “volver a lo ya conocido con la mirada del niño”. También reflexiona sobre el liberalismo, la historia de España y del Quijote y la relación de amor-odio que existe en España hacia lo francés.

Leyendo el libro pensaba en lo extraño que es leer sobre viajes cuando no se puede viajar. Ahora quien viaja, durante la pandemia, es quien se paga una PCR o no le importa una multa. De pronto el turismo ha vuelto a ser algo elitista, tras décadas de “democratización”.

Vamos a volver al Grand Tour, el que hacían Henry James y el que hacían los ricos americanos por Italia. El libro es pre-covid pero creo que volverá a contar la cotidianidad de nuestro ocio. Ahora produce frustración, te da ganas de viajar y no puedes. Pero al mismo tiempo es un libro que puedes leer tras viajar a esos lugares y comparar tu experiencia con la del narrador. Hay una distinción esnob entre viajero y turista. Pero quién pudiera ser turista otra vez, cazador de selfies.

Dices que Cervantes concibió el Quijote con mucha distancia irónica pero que la gente de la ruta del Quijote se lo toma muy en serio.

Es casi una blasfemia decirles que no existió. No sé si fue en Almodóvar del Campo donde hay un mesón que se publicita diciendo “aquí reposó Don Quijote de La Mancha la noche en la que…” Pero no, aquí no reposó nadie. La Junta de Castilla La Mancha (igual que la Xunta de Galicia con el Camino de Santiago) ha montado una industria turística pujante, pero basada en un libro, en una ficción. Y vivían de ella hasta la covid. Todos los pueblos de La Mancha que salen en el libro tienen rotondas de Quijote y Sancho, hay “duelos y quebrantos” en el menú. Hay una sensación de irrealidad “macondiana”.

Estoy viviendo dentro de una novela, refutada, reelaborada turísticamente, convertida en una industria que ha desarrollado pueblos que estaban en la miseria. Cuando los visitó Azorín en 1905 estaban en la miseria pero se han desarrollado gracias al poder socioeconómico de una novela. Es muy impresionante ir a Puerto Lápice y estar en un mesón y que de pronto aparezca un autobús en medio de la canícula de junio y salgan cincuenta japoneses. Que no es, por ejemplo, Campo de Criptana, que tiene el skyline de los molinos. El libro empieza con esa fascinación. El Quijote es un agente económico.

También escribes sobre las disputas que hay sobre “el lugar de la mancha” al que se refería Cervantes. Los de Villanueva de los Infantes dicen que es ahí, pero también los de Argamasilla…

Es una pelea como pícara, de concejal de festejos a ver si consigue sacarle rédito. También Almodóvar del Campo lo reivindica, porque hay un escrito en una partida bautismal, un apellido Cervantes… La pugna por los reales sitios del Quijote es puramente crematística. Ahora bien, el orgullo que tiene la gente por el Quijote es asombroso. Es como un libro de familia para ellos. Estás mentando lo más sagrado. Es como hablar de la Esperanza de Triana en Sevilla. Se lo hayan leído o no, parece que se lo han leído.

En uno de los momentos del libro cuento que me meto en un bareto de gente que venía de la obra, de trabajar. Les digo que estoy haciendo un reportaje sobre los cuatrocientos años del Quijote. Y me dicen: “ah, pues vamos a llamar a Pepe, que te enseña el museo de aquí al lado”. Y de repente abre al lado del mesón un museo que custodian las fuerzas vivas del pueblo donde hay, por ejemplo, una primera edición de 1605, una segunda edición francesa, un documento firmado por Cervantes. Y en el Toboso hay un museo de Quijotes. Hay uno de tres metros, hay ejemplares firmados por Stalin o Mussolini. Hay un Cantar de los Nibelungos firmado por Hitler. Todos los pueblos de la ruta del Quijote están llenos de esas maravillas. Son siempre fruto, primero de cervantistas locos, apasionados de la obra que fueron coleccionando, y luego de la Junta de Castilla-La Mancha, que ha ido articulando esto para crear un itinerario.

Es una experiencia realmente sorprendente. Yo sé que ellos son muy conscientes de lo que tienen. Y los turistas también. Pero no sé si ocurre con el resto de los españoles. Cuando me hospedé en Ruan, en Francia, me hospedé en un Hotel Flaubert, completamente dedicado a su obra, con citas de Flaubert, con primeras ediciones, con sus novelas en las mesillas de noche. El francés tiene un orgullo literario y creo que esa es una de las diferencias que persisten en comparación con el español.

El poder simbólico que tiene la literatura y la cultura francesas les hace tener el valor de llamar “terrorismo cultural” al desdoblamiento de género, por ejemplo. La izquierda y la derecha. El francés no se toca. Es la lengua de Stendhal, de Flaubert, de Balzac. Y hay un consenso. Eso aquí no ocurre y sin embargo tenemos la mejor novela de todos los tiempos. Parece que su mejor aprovechamiento es gastronómico, turístico y no literario.

Hay ese orgullo del que hablas en La Mancha. Parece que no es tal en el resto del país.

El Quijote es un coñazo si te lo imponen en Bachillerato, y es un error del plan de estudios. Yo lo leí en 2º de BUP por obligación. Yo era muy lector y me lo terminé pero no lo disfruté hasta la carrera, en una asignatura en Teoría de la literatura que era sobre Cervantes. Un semestre entero sobre él. Leímos Persiles, las Novelas ejemplares, desentrañamos el Quijote, y ahí lo leí despacio y bien. Cuando ya tenía más armas para enfrentarme al texto, y tienes un poco más de músculo lector. La primera parte es verdad que es una novela más renacentista pero la segunda se lee del tirón, es una novela de acción y de aventuras divertidísima.

Pero hay generaciones de españoles maleducados por el deber, la obligación gravosa de leerse el Quijote, “que te vamos a examinar”. Y le cogen un odio estúpido. Cuando por ahí fuera, los escritores del XVIII y XIX, Sterne, Fielding, que son los que reinventan o directamente inventan la novela moderna, lo hacen a partir del Quijote. La recepción del Quijote se produce fuera de España, no aquí. Aquí tuvo una recepción como novela humorística en la época de Felipe IV. Pero donde echa raíces es en la novelística inglesa y francesa.

El libro homenajea a Azorín, que en 1905 hizo una crónica para El Imparcial de un viaje por La Mancha. Es un periodista más olvidado que otros como Chaves Nogales o Camba, de quienes se han reeditado sus obras en los últimos años.

Es verdad que Azorín exige más. Es un tipo que se propone recuperar el arcaísmo y ponerlo en circulación en el torrente de la lengua. Y muchas veces te encuentras palabras que no eres capaz de comprender. Azorín, en el bachillerato, como pasa con Delibes, es un maestro de sintaxis. Yo recuerdo profesores en la carrera que nos decían que si queríamos aprender a escribir castellano, leyéramos a Azorín. No está al alcance de todos, es fruto de una depuración estilística muy exigente. Pero no tiene por qué ser el castellano canónico. De hecho Josep Pla decía que Azorín escribía en catalán. “La puerta es verde. Sobre la puerta verde…” Y Pla decía que el castellano era la estructura de la cola de pescado, la estructura de Pérez de Ayala, los escritores barrocos que se muerden la cola, van rodando sobre sí mismos, la subordinada…

Es verdad que Azorín es un descubrimiento para quien se acerque a él sin prejuicios y con ánimo de aprender. No solo es el estilo, el léxico, sino la mirada. Quizá es uno de los discípulos aventajados de Cervantes. En su ruta sobre el Quijote, todos los personajes con los que se encuentra, en una España misérrima, son tratados con piedad. Es algo que también defiende Trapiello. No se puede ser verdaderamente grande sin ser compasivo.

En el debate que se suele tener sobre escritores hijos de la gran puta pero prodigiosos (por supuesto hay que separar la ejemplaridad moral del escritor de su obra), Trapiello sostiene que al final de todo, en el estadio de los más grandes, esa distinción no existe. Cree que la condición moral es indispensable para hacer obras realmente inmortales. No me refiero a Cèline, que es un genio, me refiero a los súper genios. A Cervantes, a Shakespeare.

Es el debate sobre Gil de Biedma y sus diarios, en los que admite tener sexo con niños de doce años.

Sí, Trapiello hacía estas reflexiones a partir de los diarios de Gil de Biedma. Considera que es un clásico moderno pero no es, por ejemplo, Machado. Lo que hace grande a Machado no es solo su dominio del verso, ni su sensibilidad ni su capacidad metafórica, es la mirada compasiva y piadosa hacia sus semejantes. Debes ser capaz de empatizar con el oprimido, el desfavorecido, en cualquier cosa. Y eso en Azorín es muy visible, pese a ser un hombre conservador, que vino del anarquismo y evolucionó hacia el conservadurismo. Pero tenía una mirada compasiva y piadosa hacia sus personajes. Y te emociona, aparte del manejo estético que tiene. Ni una palabra está puesta al azar.

La periodista Rosa Belmonte reivindica a veces a Azorín, pero es verdad que no es un autor reivindicado porque exige más que Camba. Camba es divertido, Azorín es emotivo, es profundo y exigente.

En el libro hay una bonita defensa del asombro. Dices que es “la primera condición del conocimiento”. Se suele considerar el asombro como algo ingenuo. Pero sin algo de ingenuidad no puede existir el arte.

Parece una boutade ir a Francia a descubrirla con 37 años. La primera vez que entré en el Louvre fue para escribir este libro. Para mí es un descubrimiento fascinante. Y aproveché mi propia fascinación para escribir como si efectivamente acabara de llegar al Louvre desde Marte.

Hay un miedo a quedar como un paleto, a que se rían de ti. Yo creo que eso es parte de lo peor de la psicología de las redes sociales. A lo mejor lo interesante es hacer exactamente lo contrario a esa impostura. En vez de ir de culto siendo un perfecto papagayo de tópicos cogidos aquí y allá, que es lo que hacen el 90% de los líderes de opinión, intentar esta idea de Chesterton de que el niño es el primer poeta porque cada día descubre el mundo y lo nombra. Señala con el dedo y pone nombre a las cosas. El niño hace una correlación entre el lenguaje y la cosa por primera vez. Y eso es la poesía. Por eso la metáfora intenta ser una desautomatización del lenguaje, como decían los formalistas rusos. Es decir, la poesía tiene que generar una sorpresa en el lector porque narra, como si fuera la primera vez, una realidad que hemos automatizado.

Esa mirada, que es muy elaborada, cuesta mucho conseguirla. Como decía Picasso, me ha costado toda la vida volver a pintar como un niño. En la literatura debería ser igual, sobre todo en la literatura de viajes. Si viajas a sitios que no son Kuala Lumpur, si no eres el capitán Cook y te olvidas de descubrir nuevos sitios (porque ya está todo descubierto), tienes que volver a lo ya conocido con la mirada del niño, quitándote los prejuicios y sin miedo a que te digan “pero, hombre, chico, ¿acabas de descubrir París?”. Ese atrevimiento es muy fecundo estilísticamente. Y conecta con el lector que no se atreve a confesar su propia ignorancia.

Hay un canon sobreentendido. Y da pudor admitir que uno no conoce ciertas cosas. Yo desconocía la historia de la Mona Lisa, que cuentas en el libro.

Yo del tapiz de Bayeux había leído algún reportaje. Pero vas allí y sigues un poco el rebaño porque te dicen que hay que verlo. Y una vez que estás delante de él descubres que, efectivamente, la fama es merecida. La fama de la abadía de Saint Michel, que ilustra la portada del libro, el imán más replicado en los frigoríficos franceses, no es casual. Puedes hacerte el esnob y decir: no, realmente la abadía bonita es la de este otro pueblecito… Las cosas normalmente tienen una fama merecida. Es verdad que habrá maravillas ignotas. Pero el canon es el canon por una razón.

Francia es inagotable. Cada pueblo era perfecto. Nos desviamos de la ruta para ir a Dinan. En internet lo recomendaban y efectivamente llegas ahí y ves un pueblo perfecto medieval, en una colina, con un acantilado, un río, murallas… Francia es una maravilla como lo es España. Me imagino a Teófilo Gautier, a Richard Ford, a Prosper Mérimée flipando cuando vinieron aquí en el XIX. Quitarse los resabios y volver a mirar como la primera vez, como los exploradores o viajeros del XIX, es la mejor forma de hacer literatura de viajes ahora, de conocerse un poco y de quitarse la tontería del postureo que nos está cargando la mirada.

Hablas mucho de caracteres nacionales. Madariaga decía que el francés es razón, el español pasión y el inglés acción.

Son generalizaciones ingenuas pero perfectas. Sintetizan en un fogonazo. Su libro sobre Europa y los caracteres nacionales llega a tal punto de sofisticación que te elabora un carácter colectivo del danés. Se creía mucho su teoría, la defendía con pasión. Dominaba varias lenguas. Intentaba extraer un determinado carácter nacional o temperamental a partir de la fonética de las lenguas. El que habla como un alemán no puede tener el mismo carácter que el que habla como un gallego.

Es una especie de relativismo lingüístico.

Tenía teorías sugerentes, seguramente ya superadas, pero muy sugerentes. Para el libro me sirvió mucho contrastar lo que pudiera tener cierto. Cuando vas por La Mancha de 2015, que es cuando hice el reportaje, no es La Mancha de Azorín (que era prácticamente idéntica a la de Cervantes cuatro siglos atrás) pero a pesar del lounge bar y de la industria turística todavía en el habla de la gente, cuando te paras a hablar con un paisano en la puerta y te dice que Almagro es “buena jaula para malos pájaros”, ves que hay un tipismo manchego al que no es ajeno la generación de humoristas desde Almodóvar a los chanantes, pasando quizá por José Mota. Esa sensibilidad autoparódica.

¿Por qué Cervantes hace salir a Quijote de un lugar como La Mancha? ¿Por qué la generación del 98 encontró en esas tierras la esencia y el manantial espiritual de la nación española? Hay gente como Azorín, que era de Alicante, o Baroja, Maeztu, Unamuno, que eran vascos, que coinciden en que Castilla es la reserva espiritual de la nación. Algo tienen los paisajes y el clima, extremadamente frío en invierno y extremadamente caluroso en verano. Es una tierra pobre, maldita, que no ha tenido facilidades. Esto genera un tipo de carácter. Esa gente luego se va a América. Todavía permanece, para el viajero que vaya con curiosidad de hablar con el paisanaje, un carácter, que no es algo mítico sino que tiene que ver con el clima. Es hermoso en tiempos de globalización y uniformización cultural encontrar distinciones de caracteres colectivos.

Hay una comparación entre el Loira y Castilla. La región del Loira tiene muchos castillos pero su nombre viene de un río; Castilla no tiene tantos castillos pero su nombre viene de ahí, la tierra de castillos.

Para Madariaga el francés es un cristal, es la luz, la exhibición, la elegancia, la claridad. La claridad en su lengua, en sus sintaxis, en su forma de pensar, en sus filósofos. El español, en cambio, es un tipo que se encastilla, que ha forjado su carácter reconquistando y que a poco que conquiste territorio lo primero que hace es amurallarse. ¿Por qué España es un país donde hay visillos y persianas y no las hay en los países protestantes? Cuando te vas de Erasmus lo primero que te das cuenta es de eso. Los españoles son celosos de su intimidad. O los setos. Lo primero que hace un nuevo rico cuando se va a Majadahonda es amurallarse, ponerse un seto.

Hay otros países donde es al revés: que te vean, que vean que te va bien. Está la influencia de la Inquisición, protegerse de ella. Y esto a su vez crea el marujeo, esto llega hasta a la prensa del corazón. Hay algo de verdad en el encastillamiento de los españoles. Y eso se ve en la política. No es casual que tengamos esta dificultad para que los pactos fragüen, por ejemplo. No es que haya que romantizar esto, que te vuelve inoperante, pero hay que saber que venimos de ahí.

Hablas en el libro del individualismo español y afirmas que ahí está la falta de tradición novelística de España, frente a Francia por ejemplo.

España es un gran país de poetas porque la poesía es un género individual. La novela realista del XIX requiere hacer un fresco mental. Los novelistas fraguan sus historias pateándose la sociedad, absorbiendo de diferentes capas sociales. Yo no me imagino a Dickens enclaustrado en su casa. Era una figura pública. El español, en cambio, se encastilla y crea en su torre de marfil. Y a lo mejor hace cosas maravillosas, obras vanguardistas, pero el género de la novela requiere salir de uno mismo. Exige tener una mentalidad de red, como Tolstói, capaz de tener el campo de batalla en la cabeza. Creo que el temperamento español ha sido más dado a la poesía que a la novela por eso. No tenemos la facilidad para pensar en colectivo.

Tenemos un recelo instintivo contra lo grupal, la tribu vecina. No tenemos una excesiva curiosidad y apertura hacia el otro que permita el liberalismo. Ahí podríamos entrar en teorías como la de Pérez Reverte que dice que no degollamos a tiempo a nuestros reyes. Yo no sé si fue eso o el excesivo peso de la iglesia católica en la educación. Y no pasa nada por decirlo. Se te cabrea cierta izquierda cuando reivindicas la historia de España, con sus grandes hazañas en América y aquí; se te cabrea el esencialista español cuando, por ejemplo, defiendes Francia y te acusan de poner en peligro el macizo de la raza.

Nuestra generación, la mía por lo menos, no daba por supuesta a Francia como sí hacían mis padres, que estudiaban francés y no inglés. De Francia venían las ideas, la moda, la subversión, la militancia política antifranquista, el marxismo, los ensayistas, la deconstrucción… Eso produce, automáticamente, el abrazo acrítico de la izquierda, que piensa que todo lo que viene de Francia es bueno; lo que hay aquí es solo oscurantismo. Y la derecha tiene una reacción de autodefensa: todo lo que viene de Francia pone en peligro la identidad de Trento (a pesar de que Francia es un país muy católico).

Hay respecto de Francia una relación complicada, en el español de mi generación y de otras, de amor-odio, cargada de prejuicios. Cuando Manuel Valls entró en política se activaron reflejos pavlovianos de la derecha populista y empezaron a hablar de gabachos como si esto fuera 1808. Y funcionaba. En sus bases electorales despertaba un eco primitivo, como apelando a Manuela Malasaña. Todavía hablar de afrancesado despierta un tipo de recelo en una derecha que podría reivindicar el conservadurismo francés, que ha dado políticos y escritores de gran talla. Identificamos una mirada condescendiente de los franceses hacia nosotros, una mirada que es réplica de la nuestra hacia los portugueses.

La cultura francesa en el siglo XX influyó mucho en España. Pero esa influencia se ha perdido y la ha sustituido completamente lo anglosajón. Sabemos más sobre el último tuit de un senador estadounidense que sobre debates importantes que se producen en Francia.

Yo descubrí quién era Aznavour hace dos años. La cultura popular francesa llegó un momento en que dejó de permear la cultura española. La derecha más asilvestrada dice, por ejemplo, que la Revolución francesa solo trajo desgracias. Le hubiera gustado vivir en el Antiguo Régimen, pero siempre y cuando le tocara formar parte de la familia real. Si te toca ser siervo de la gleba te hubiera gustado una buena guillotina. Ahora hay institutos de gente que intenta promover estas ideas en la derecha. Claro que hubo Terror. Pero hay un continuo histórico entre Ilustración-Revolución-Democracia. Otra cosa es que seas más partidario de Constant que de Robespierre.

Cuando viajas a Burdeos reflexionas sobre el liberalismo. Dices: “Los liberales medianamente genuinos jamás ganarán unas elecciones. ¿Quién va a votar a alguien que te recuerda a todas horas que tú eres el primer responsable de todo lo que te pasa?” Me recuerda a lo que decía Robert Frost: “Un liberal es un hombre demasiado abierto de mente como para tomar partido por su propio bando en una disputa.”

Hay una melancolía liberal. Si se quiere ser coherente, el liberalismo es como el cristianismo: es un programa demasiado exigente que implica un constante autoexamen. Y además implica darle la razón al que te critica. Es casi budista. Tienes que coger tu ego, sacrificarlo y ofrecerlo en el altar de la opinión pública. El liberalismo no es humano; lo humano es la tribu, matarse, lo humano es la guerra civil. Es un credo delgado que defiende la libertad individual no solo frente al Estado sino frente a los monopolios privados, una arquitectura institucional que defiende los derechos de las minorías, libertad de prensa y de expresión… Con esto último ocurre que tienes a la izquierda pidiendo libertad para Pablo Hásel pero quiere una condena perpetua contra alguien que hace un chiste a favor de La Manada. Y en el lado opuesto tienes a gente que por cocinar un cristo, como Krahe, o por hacer una blasfemia contra la Macarena pide cárcel. Y luego hay liberales de izquierda y de derechas que se encuentran y coinciden en la necesidad de proteger la libertad de todos.

Yo creo que Albert Rivera, en un momento dado, se percató de que en el liberalismo, en el centro puro, no iba a durar, y como tenía ambición y quería ser presidente se dio cuenta de que tenía que decidir. No tardó en ver que la corrupción del PP le brindaba una posibilidad para anclarse en uno de los polos. Porque en el centro no duras, ni en España ni en Reino Unido con Nick Clegg. Si quieres ser una bisagra para siempre puedes durar, pero con 5 o 10 diputados. Para eso hace falta un discurso intelectual muy potente. A lo que hay que aspirar no es a un partido liberal que gobierne España. En España nunca va a gobernar un partido liberal. A lo que hay que aspirar es a que el liberalismo permee todos los partidos.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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