Durante casi nueve años, he publicado un blog al que di por título –de manera algo convencional– Torre de Marfil; lo hice a iniciativa de Álvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros hasta hace bien poco, quien me convenció para que probase suerte con el género a pesar de mis reticencias iniciales. El resultado fue un conjunto de casi 300 entradas, que pueden consultarse todavía en la web de la revista, con una frecuencia primero semanal y luego quincenal. Puse fin a mi colaboración con la revista tras la marcha de Delgado-Gal; no queriendo perder también el hábito de hacer un blog, pongo en pie esta Casa Rorty que la revista Letras Libres tiene la amabilidad de incluir en su espléndida oferta editorial. El blog cambia de nombre para cerrar una etapa y abrir otra; lo escrito en Revista de Libros adquiere con ello una cierta unidad retrospectiva. Pero la continuidad entre ambos proyectos –modestos ambos– se hará evidente al lector que tenga la amabilidad de seguirme. Ya que no se trata de reinventar el género, sino de seguir practicándolo a la manera en que uno está acostumbrado: hablando de teoría política, filosofía, literatura o cine a la luz de la actualidad y viceversa. En principio, lo haré solo una vez al mes; para que el placer no se transforme en una carga: la hazaña semanal ya se la dejo a los jóvenes.
¿Y por qué Casa Rorty? Trataré de explicarlo, dando así forma a una primera entrada que tendrá algo de declaración de intenciones o autorretrato: le blog, c’est moi! Acogerme al padrinazgo del controvertido pensador norteamericano Richard Rorty permitirá además discutir eso que podríamos llamar el espíritu de la época, que es borroso por definición para sus contemporáneos. Dado que las principales contribuciones teóricas de Rorty tuvieron lugar entre finales de los años 80 y comienzos de este siglo, resulta interesante comprobar qué ha cambiado desde entonces en el mundo y en nuestra relación con el mundo. Quienes desconozcan su obra podrán comprobar enseguida cuál es el sentido que tiene convertirlo en figura tutelar de este blog; a pesar de los desacuerdos inevitables y de los peligros –incluso– que comportan algunas de sus tesis. Se dice aquí Casa Rorty como si se hablara de un café o de una fonda: un lugar abierto a la imprevisible pluralidad de los visitantes que ponen su pie en el establecimiento, entre otras cosas porque relacionarse con ellos –y hacerlo de manera respetuosa– es parte del trabajo.
Hijo de intelectuales trotskistas, Rorty desarrolla una carrera académica fulgurante que va de Chicago a Yale antes de acabar en Stanford pasando por Virginia. Según él mismo cuenta en el breve ensayo autobiográfico Trotsky and the wild orchids, creció como un joven imbuido de la idea de que la superación del capitalismo constituía la solución final a todos los males colectivos e individuales: tal como corresponde a una generación –esto lo digo yo– que romantizó las leyes científicas del marxismo e hizo de la revolución un mito político de primera magnitud. Junto con ese ideario, confiesa, Rorty cultivaba también pasiones elitistas tales como el estudio de las orquídeas salvajes. Cuando ingresó en la universidad, empezó por el platonismo –la virtud es el conocimiento– antes de recalar en el ironismo hegeliano, el refinamiento proustiano y el pragmatismo deweyano. Y, sobre todo, abandona el ideal socialista: reconoce que “el capitalismo de Estado bienestarista es lo mejor a lo que podemos aspirar” y admite que figuras antaño reverenciadas como Lenin o Trotski hicieron más mal que bien. Rorty lamenta en ese texto que la mayor parte de quienes se comprometen en la lucha política hoy siguen queriendo lo mismo que él cuando tenía 15 años: salvar la brecha entre lo público y lo privado mediante una transformación radical de la sociedad que acabe con cualquier rastro de injusticia. Si levantara la cabeza, reconocería en el activismo woke esa misma pasión negativa.
No es que Rorty careciese de reivindicaciones políticas; más bien lo contrario. Su Achieving our country, publicado en 1997, constituye una vigorosa toma de partido que no ha dejado de ganar actualidad: frente a la izquierda académica que se refugia en la identidad, defiende el autor, es necesario recuperar la causa reformista que atiende a problemas concretos y plantea reformas específicas en lugar de refugiarse en la lucha abstracta contra el “sistema”. Rorty advierte de que sin un relato colectivo asentado en la esperanza de que las cosas pueden mejorar, el progreso social es imposible. Más aún, nuestro autor cree que el orgullo nacional es condición necesaria para ese mejoramiento, ya que sin la implicación emocional del ciudadano con la comunidad en la que vive no es posible practicar una deliberación política fructífera. Lo que Rorty no aclara es cómo puede evitarse que ese compromiso adopte formas perniciosas –¿acaso no se ven a sí mismos como patriotas los impulsores del procés o del Brexit?– ni de qué manera podemos discriminar entre patriotismos buenos y patriotismos malos. De manera que acierta cuando pide una “retórica de lo común” que subraye lo que nos une en vez de ahondar en lo que nos separa; por desgracia, es un objetivo que se antoja más irrealizable que nunca: ¡estamos polarizados!
A toro pasado, todos somos Roubinis
Hay que tener en cuenta que el pensador estadounidense murió –fulminante cáncer de páncreas– un año antes de que estallase la crisis financiera y se llevase por delante aquel optimismo liberal que, como ha explicado Ramón González Férriz, hoy encontramos arrogante e infundado: a toro pasado, todos somos Roubinis. Pero en aquel contexto singular marcado por el colapso del socialismo histórico y la deslegitimación del autoritarismo, Rorty no desentonaba cuando se refería a la “utopía democrática global” de “un planeta donde todos los miembros de la especie se preocupan por el destino del resto”; tal parecía el destino final –aunque lejano– de una comunidad internacional que progresaba en dirección cosmopolita. Irónicamente, Rorty había publicado su trabajo más original en 1989: Contingency, Irony, and Solidarity fue redactado –sobre la base de unas conferencias impartidas en Londres– antes de que cayera el Muro de Berlín. Pero esa coincidencia no disminuye el interés de un libro que, aun dando por supuesta la superioridad de la democracia liberal sobre las demás formas de gobierno, no incurre en el vicio universalista de dar por supuesta la superioridad de la tradición occidental. De ahí que sus argumentos pudieran resultar extravagantes durante los años del triunfalismo liberal y que su bienintencionado relativismo pareciese ingenuo tras los atentados del 11-S; en nuestros días, la convicción generalizada de que la posverdad pone en riesgo a las democracias hace de Rorty un culpable de lesa posmodernidad.
Antes de dictar sentencia, sin embargo, oigamos al acusado. Rorty tiene el detalle de poner al comienzo de su libro una larga cita del ensayo de Milan Kundera sobre el “arte de la novela”, lanzando así ya un aviso acerca del tipo de fuentes a las que va a recurrir. Tampoco es común que un intelectual norteamericano recurra a Kundera, delatando así la influencia de los filósofos “continentales” que tan bien acogidos fueron en las universidades estadounidenses. En particular, la cita reivindica un espíritu europeo vinculado al espacio imaginativo de la novela, caracterizado por la tolerancia y el respeto al individuo. Seamos francos: fuera de la novela, al individuo europeo no le ha ido tan bien. Hasta la segunda posguerra mundial, de hecho, no pisó suelo firme; en los países que cayeron del lado malo en la rifa de Yalta hubo que esperar hasta 1989. Pero bien está: hay peores alternativas y el recurso a la frase de Kundera deja claro que el interés de Rorty está en la pacífica convivencia de los diferentes.
Vaya por delante que Rorty –estamos con él– apuesta por la prudencia: aunque el autodesarrollo individual y la solidaridad colectiva son demandas igual de válidas, se realizan en espacios distintos que el liberalismo clásico hace bien en distinguir: la esfera pública y la esfera privada. Separar no es sellar ni incomunicar; feminismo y ecologismo han demostrado que las conductas privadas tienen relevancia pública. Pero eso no autoriza cualquier intervención en ellas; ni en la una ni en la otra. Ahí reside una de las dificultades teóricas y prácticas de la democracia: en esclarecer cuáles son las normas de conducta susceptibles de ser generalizadas a través de las normas y recomendaciones dictadas por el poder público. Porque es un hecho que no pensamos, sentimos o queremos lo mismo: en condiciones de libertad, tal como señalase John Rawls, la diversidad social es un hecho irreprimible. Y lo es incluso si las diferencias entre distintos individuos o grupos no son tan dramáticas como lo fueron en el pasado; en la sociedad globalizada, hay aspectos en los cuales somos más parecidos que antes. Es algo que desesperaba a aquel Pasolini que veía en el consumo de masas el rostro del neofascismo que privaba a la Italia campesina de su radical singularidad.
El ironista liberal
Constatadas las diferencias ideológicas y morales entre los individuos, Rorty bosqueja la figura del “ironista liberal” como modelo para el ciudadano democrático de su tiempo. Por “liberal” entiende lo mismo que Judith Shklar (Página Indómita acaba de reeditar en España su formidable Los vicios ordinarios y no sería mala idea que alguien hiciera lo propio con el libro de Rorty, cuya última edición en nuestra lengua es de Paidós en 1991), o sea alguien que piensa que la crueldad es lo peor que podemos hacer. Se trata de un concepto ciertamente restringido de liberalismo, que no dice una sola palabra sobre la limitación del poder público o el imperio de la ley; demos por supuesto que esos son diseños institucionales derivados de esa toma de partido inicial. Pero esto no tiene mucha importancia; sigamos.
¿Qué hay del “ironista”? Rorty denomina “vocabulario final” al conjunto de palabras que cada uno usa para justificar sus creencias y acciones, afirmando que se hace ironista quien tiene dudas sobre el vocabulario que emplea y renuncia a considerarlo mejor que los demás. De manera que el ironista es un nominalista y un historicista; alguien que abomina de las esencias. Conviene subrayar que el acceso al ironismo es visto por Rorty como una liberación, ya que el individuo gana libertad cuando admite la contingencia de su punto de vista. El filósofo ruso Lev Shestov iba más lejos, estableciendo una relación negativa entre rigidez y sabiduría: “Cuanto más ágil y flexible sea un hombre, cuanto menos aprecie el equilibrio natural del cuerpo, cuanto más a menudo cambie de puesto, más verá y sabrá”. Para Rorty, en cambio, los beneficios son menos epistémicos que morales o anímicos: la ironía puede curarnos de la “profunda necesidad metafísica” lamentada por Nietzsche. Y si no nos cura, el ironismo exige que dejemos tranquilos a los demás; la búsqueda de trascendencia debe reservarse para la vida privada. Hemos de renunciar a la unificación de lo público con lo personal, exige Rorty: conformémonos con mejorar las oportunidades del individuo y dejemos que cada cual viva su vida como mejor le parezca.
Rorty y la posmodernidad
Hasta aquí, bien: podemos estar de acuerdo en que un aumento de los ironistas será positivo para la democracia liberal. Más problemático resulta el lado posmoderno de Rorty, que reside en su renuncia a sostener un concepto fuerte de verdad. Naturalmente, cualquiera que publique un ensayo demuestra creer en la verdad; si no, ni siquiera se sentaría a escribir. Pero Rorty advierte que no hay nada más allá de los vocabularios finales que sirva como criterio para elegir entre unos y otros, por la sencilla razón de que la verdad es una práctica intersubjetiva: no está en el mundo, sino en nuestras discusiones sobre el mundo. No vamos a adentrarnos en ese terreno pantanoso, pese a que Rorty podría ser acusado –junto al recientemente fallecido Latour, entre otros– de contribuir a la erosión de la confianza en la verdad y la ciencia. Sin embargo, tiene razón cuando señala que la historia no tiene un telos –descubrir la verdad o la emancipación de la humanidad– a la manera hegeliana: aunque llegásemos a creerlo e incluso creerlo pudiera ayudarnos.
Utopía liberal y utopía libertaria
Es así ironista quien acepta la contingencia de sus creencias y deseos, renunciando a otorgarles un valor absoluto. Aunque Rorty no lo dice, va de suyo que quien hace una interpretación literal de sus creencias –sintiéndolas como las creencias por antonomasia– podrá sentir la tentación de imponerlas a los demás. Que lo haga o no dependerá de la fuerza que tengan quienes las promuevan en cada momento histórico: el Papa que apoya las Cruzadas no es lo mismo que el monje recluido tras los muros de un convento, igual que la Rusia de Stalin no se puede comparar con los editores de El viejo topo. Desde ese punto de vista, la democracia es la forma de organización política que impide la universalización de las creencias particulares; aunque se vea obligada a instruir en la creencia de que la democracia es preferible a otras formas de organización política. De ahí que la “utopía liberal” de Rorty sea aquella en la que el ironismo –o la capacidad de contemplar nuestras creencias a distancia– se ha generalizado.
A primera vista, esto no queda lejos de la utopía libertaria defendida por Robert Nozick: una sociedad donde cada uno tiene la plena libertad de asociarse con otros para vivir su forma de vida particular sin interferencias externas. Pero es una semejanza un tanto engañosa, ya que Nozick barrunta una sociedad archipelágica donde cada uno vive como quiere y su colega Rorty aspira a pacificar otra donde las fricciones resultan inevitables. Ahora que las redes sociales han construido un espacio digital que termina por ser claustrofóbico, la utopía de Nozick parece más fantasiosa que nunca. Tampoco la de Rorty luce demasiado saludable, todo hay que decirlo, a pesar de que no resulta difícil adherirse a ella:
Una sociedad liberal es aquella cuyos ideales pueden realizarse mediante la persuasión antes que la fuerza, mediante la reforma antes que la revolución, mediante los encuentros libres y abiertos entre las actuales prácticas lingüísticas y otras que sugieren nuevas prácticas.
Para que esos encuentros fructifiquen, el ciudadano tiene que ser consciente de la contingencia de sus propias creencias sin por ello abandonar el compromiso con las mismas: el ironista liberal, admitámoslo, tiene mucho de equilibrista. Recordemos que Rorty cree que el racionalismo ilustrado no sirve ya para hacer progresar a las sociedades liberales; su propósito es reformularlas sobre una base no racionalista y no universalista. A partir de esa premisa, su confianza en la verdad –“la verdad siempre prevalecerá en un encuentro libre y abierto”– resulta desconcertante. ¡Ni que fuera Habermas! La explicación es sencilla: no hablamos de verdades metafísicas o trascendentales. Según Rorty, una sociedad liberal habrá de contentarse con llamar “verdadero” a lo que resulte del encuentro libre y abierto entre sus miembros. La verdad es así una cuestión de procedimiento y no un problema de sustancia.
¿Cuida de la libertad y la verdad se cuidará sola?
¿Y qué hacemos con esto? Rorty no dice que lo que produzca el debate público sea la verdad, sino que llamaremos verdad a lo que salga de ellos; a la verdad con mayúsculas no tenemos acceso. Por eso sostiene –la frase ha hecho fortuna– que si cuidamos la libertad política, la verdad y la bondad sabrán cuidarse solas. Es la afirmación de un optimista y nos cuesta ser optimistas: ¿de verdad hemos de considerar verdadero lo que salga de un debate público caracterizado por la polarización ideológica y la contaminación emocional? Se diría que la hipótesis de Rorty se sostiene sobre una visión idealizada del individuo: como si todos fuéramos ya ironistas. Pero cuidado con pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor: quienes alertan sobre el incremento del literalismo quizá hayan olvidado que Ronald Reagan hizo del Born in the USA de Bruce Springsteen un himno patriótico del republicanismo a pesar de que la canción contiene una amarga crítica a la sociedad estadounidense. Por lo demás, Rorty no niega que existan las verdades históricas ni las evidencias científicas, aunque seguramente desatienda la conveniencia de que los argumentos morales tengan en cuenta los “hechos probados” que les conciernen. El caso es que la verdad moral y política se asienta sobre el acuerdo intersubjetivo: ningún dios puede avalar la idoneidad de nuestras conclusiones. Tal como sostuvo igualmente el segundo Rawls, mejor será que aliviemos la carga metafísica de nuestros argumentos políticos o no alcanzaremos consenso social alguno. Y que cada cual se acoja en la esfera privada a la metafísica que prefiera: el Estado habrá de permitírselo siempre y cuando no se vulneren las leyes que obligan a todos.
Ahora bien: se diría que Rorty da por supuesta la aceptación masiva de la democracia liberal y ahí se nota que su libro fue escrito en otro tiempo. El enemigo de la democracia era entonces el típico dictador; hoy es el populista o partidario de una democracia “iliberal”. Populista: aquel que entiende literalmente el significado de la democracia como gobierno del pueblo. ¿Qué hacer cuando hay más populistas que ironistas? Rorty no tiene una respuesta a esta pregunta; nadie la tiene. En ausencia de una fe compartida en algún principio trascendente y debilitada incluso la creencia en el poder de la razón para impulsar el progreso humano, ¿cómo defender la preferencia por la democracia liberal? El filósofo norteamericano arguye que la sociedad liberal debe compararse con otros intentos de organización social: la sociedad liberal ha demostrado ser mejor que sus alternativas. De hecho, Rorty cree que el pensamiento social y político occidental “ha podido tener ya la última revolución conceptual que necesita”. En otras palabras: dado que la democracia liberal contiene las instituciones que permiten su propia mejora, solo harán falta revoluciones políticas allí donde todavía no haya democracia. Es un enfoque pragmático:
El pegamento que mantiene el ideal de la sociedad liberal (…) no es más que el consenso de que el objetivo de la organización social es dejar que todo el mundo tenga la oportunidad de autocrearse conforme a sus mejores capacidades, y que esa meta requiere, además de paz y prosperidad, las “libertades burguesas” estándar.
Por eso, Rorty concibe una sociedad liberal donde se discute sobre cómo equilibrar los valores –paz, prosperidad, libertad– cuando entran en conflicto y cómo igualar las oportunidades de los ciudadanos: nada menos y nada más. Sorpresa: Rorty no está tan lejos de un Fukuyama rectamente entendido, ya que ambos creen que la democracia liberal es la mejor forma de organización política concebible si de lo que se trata es de gobernar sociedades complejas respetando la libertad de sus miembros para vivir vidas logradas. ¡Fin de la historia! Y si una porción significativa de ciudadanos retiran su apoyo a la democracia liberal, ya sea en nombre de un anhelo metafísico o como respuesta a una provisión de bienestar que consideran insuficiente, poco se puede hacer. Quizá solo el fracaso de la alternativa –a la manera del Brexit– pueda convencerlos de su error.
La potencialidad política de las artes narrativas
Además de adherirnos a su visión liberal-pluralista de la democracia y de la sociedad, una razón adicional para convertir a Rorty en figura tutelar de este blog reside en su atención a la potencialidad política de las artes narrativas. Estas son en sí mismas una fuente de placer, conocimiento y experiencia: no hace falta que libros, películas, poemas o cuadros tengan una función adicional que vaya más allá de la expresión artística. Para Rorty, sin embargo, la tienen. A su juicio, la narración es tan importante o más que la persuasión a la hora de ponernos en contacto con otros “vocabularios finales” y educarnos en la compasión por los demás. Quiere así decirse que “las novelas son un medio más seguro que la teoría para manifestar la relatividad y contingencia de las figuras de autoridad” y ponernos en contacto con “el sufrimiento de las víctimas”. Si Rorty tiene en gran estima al artista, se debe a que es “el único que siempre se da cuenta de todo”. No le vale cualquiera: habla de Nabokov y Proust, maestros de la penetración psicológica y el detalle cotidiano.
Convencido de que la solidaridad que permite el progreso social no se descubre a través de la reflexión, sino que se crea mediante el aumento de nuestra sensibilidad al dolor ajeno, Rorty otorga a la teoría una capacidad de influencia menor que a la novela, el cine o el reportaje. Tal vez sea el caso: Lynn Hunt ha defendido que la novela del XVIII fue decisiva para dar impulso a la noción pionera de los derechos humanos y la publicación de Archipiélago Gulag logró que al fin se aceptase fuera de la URSS la verdad sobre la URSS. Ni que decir tiene que hay incontables narraciones que trabajan contra la democracia liberal y los derechos de sus ciudadanos; hay que suponer que Rorty confía en la mayor potencia a largo plazo de los relatos liberales. Pero habiendo fallecido justo antes de que empezara a generalizarse el uso del smartphone, cabe preguntarse qué habría dicho sobre unas redes sociales donde es frecuente la creación interesada de emergencias morales a partir de narraciones sesgadas que explotan la emocionalidad del público sin atender a razones. Quizá valorase la facilidad con que las redes nos permiten acceder a los “vocabularios finales” del prójimo, aunque esa apertura epistémica no parece haber multiplicado el número de los ironistas: como si la mayor cercanía entre individuos hubiera de intensificar forzosamente la animosidad entre ellos.
Curb your enthusiasm
¿Y no podría ser que el estado actual de las democracias liberales no prive de razón a Rorty, sino todo lo contrario? ¿Acaso no necesitamos un mayor número de ironistas, entendiendo por tales a los ciudadanos que de manera responsable toman distancia respecto de sus creencias y renuncian a concebir la democracia como el instrumento para imponérselas a otros? ¿No es hora de que los zelotes renuncien a convertir sus necesidades metafísicas en principios organizadores del poder público? ¿Cuándo nos percataremos de que la imperfecta democracia no tiene como objetivo la realización de una justicia intachable? ¿No es hora de evitar la hipermoralización de la vida privada y de rebajar nuestras expectativas acerca de lo que puede conseguirse a través de la acción política? ¿No deberíamos ser más prudentes cuando defendemos con celo ideas que consideramos innegociables, vista la frecuencia con que en el curso de nuestra propia vida pasamos a ver las cosas de una manera distinta? ¿Y no es verdad que las narraciones tienen más fuerza que las teorías a la hora de conformar nuestra visión del mundo, lo que exige que les prestemos mayor atención?
En cualquier caso, el propio Rorty era el primero en recomendar humildad al filósofo, pues no creía que pudiera jugar un papel demasiado relevante en el drama social a la vista de sus limitadas capacidades. Y, desde luego, el filósofo no ha de ser tomado por un salvador de almas:
Podemos ofrecer algún consejo acerca de lo que sucede cuando se combinan o separan ciertas ideas, sobre la base de nuestro conocimiento de experimentos pasados. […] Pero no somos las personas a las que acudir si quieres que te digan que las cosas que amas están en el centro de la estructura del universo o que tu sentido de la responsabilidad moral es “racional y objetivo” y no “solo” el resultado de cómo fuiste educado.
Se deduce de ahí que el filósofo –como el teórico social– tiene que ser el primer ironista, evitando cuidadosamente la tentación del absoluto y defendiendo aquella forma de organización social que permita el ejercicio de la libertad del individuo en un marco pluralista donde la acción del poder público se encuentra limitada por las leyes. Es difícil no estar de acuerdo. Y aunque estar a la altura resulta más complicado, aquí vamos a intentarlo.
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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).