Imagen: Youtube / C-SPAN

Estados Unidos no está preparado para lo que viene

Un debate indigno de la tradición democrática estadounidense trajo augurios ominosos cuando el presidente de ese país adelantó que no piensa aceptar los resultados de la elección del 3 de noviembre si estos no lo favorecen.
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Parece de Perogrullo, pero no lo es tanto: en un debate presidencial, el puntero en la contienda gana si evita perder. No necesita atacar. A veces ni siquiera necesita contraatacar. Le basta con defenderse con un mínimo de elocuencia. En el debate de anoche –si es que se le puede llamar un debate– Joe Biden consiguió lo suficiente, incluso quizá lo mínimo, para evitar perder. Aunque Biden tuvo un par de exabruptos, Trump no pudo sacarlo por completo de sus casillas. Aunque por momentos se le vio titubeante, y ciertamente dejó ir vivo a Trump en oportunidades evidentes de confrontación (Biden desaprovechó la histórica investigación del New York Times que exhibe a Trump como un charlatán), Biden fue lo suficientemente claro y decente como para evitar una derrota.

Y, con eso, ganó.

El que perdió fue el electorado estadounidense. No, aún peor: el que perdió fue Estados Unidos. La incomprensible debilidad del moderador Chris Wallace, periodista de Fox News, permitió que el debate presidencial, una tradición casi sagrada de la democracia en este país, se convirtiera en algo peor que un circo. Wallace pudo haber reconvenido a Trump al primer desplante. El moderador tiene, dentro de sus facultades, el detener el encuentro para recordarle a los participantes las reglas acordadas por ambas campañas. Wallace pudo y debió hacerlo una, dos o las veces que fuera necesario para meter en cintura a un Trump delirante. Se tardó una hora y cuarto en hacerlo. Lo de Wallace fue una vergüenza que vio el mundo entero. Y el debate se convirtió en algo indigno de la democracia estadounidense, que tiene mucho de admirable incluso en los tiempos de la indecencia y la amoralidad de Trump.

Pero lo más peligroso ocurrió al final, y los augurios son ominosos. Wallace guardó para el final la pregunta más importante de todo el resto de la campaña. Quiso saber si ambos candidatos estarían dispuestos a prometer que esperarían a que se conozcan oficialmente los resultados de la elección y a aceptarlos sin excusa ni pretexto. Biden lo hizo, en lo que fue un cierre eficaz y contundente. Trump, en cambio, se negó, incurriendo en una transgresión nunca antes vista en la historia de Estados Unidos. Anunció un fraude en ciernes. Dijo que la elección sería un desastre. En pocas palabras, el presidente estadounidense adelantó, para quien tuviera alguna duda, que no piensa aceptar los resultados de la elección del 3 de noviembre si esos resultados no lo favorecen. Es imposible pensar en algo más alarmante. Hay quien piensa que, si el triunfo de Biden es lo suficientemente holgado, Trump volverá a sus cabales o habrá alguien que lo ponga en su sitio. Se equivocan. Si pierde, sea por mucho o por poco, Donald Trump deslegitimará sistemáticamente la presidencia de Biden. Con eso, erosionará la ya endeble confianza en las instituciones democráticas estadounidenses. Será una tormenta perfecta e inédita.

Estados Unidos no está preparado para lo que viene.

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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