La nostalgia, en política, puede ser más poderosa que la esperanza. Las reformas graduales que propugnan los liberales y el quietismo conservador no dicen nada a los radicales de la nostalgia, sean de derecha (nacionalistas europeos, neoconservadores norteamericanos, islamistas políticos) o de izquierda (ecologistas, globalifóbicos, activistas decrecentistas). Para ellos el mundo no es como debiera ser. Piensan que hemos extraviado el rumbo y que, para salir de la oscuridad actual, debemos marchar… hacia el pasado, recobrar el mundo perdido: el edén. Un sitio donde reinaba la justicia y primaban valores sólidos: un lugar de un solo sentido que no conocía el pluralismo relativista. Son los reaccionarios: su airada desesperanza está transformando el mundo.
Los reaccionarios son los hijos renegados de la modernidad. Su aparición en la política es relativamente reciente: Europa en el siglo XVIII. Surgieron como respuesta al impulso de la Revolución Francesa y su idea central: que la Historia se dirigía inexorablemente hacia la emancipación de todos los hombres. Todo aquel que no comulgara con esa creencia fue entonces etiquetado de reaccionario. El termino –lo señala Mark Lilla en La mente naufragada– “adquirió entonces la connotación moral negativa que aún hoy conserva.”
No hay que confundir al reaccionario –tan radical como el revolucionario– con el conservador. Los reaccionarios creen que la humanidad torció su tronco con la Ilustración que desembocaría en el relativismo y el nihilismo y, en nuestros días, en el escepticismo laico, el consumismo sin sentido, los excesos de la ciencia moderna y el individualismo vacío. Su pesimismo histórico es la fuerza que nutre su acción política. No es nada difícil encontrar su huella. Reaccionario es el impulso que mueve, por ejemplo, a Donald Trump, que quisiera regresar a Estados Unidos a los tiempos pujantes de la posguerra. Reaccionario es en México el movimiento obradorista que quiere regenerar al país llevándolo de vuelta al nacionalismo revolucionario de la década de los años setenta.
Para Mark Lilla (profesor de Humanidades en la Universidad de Columbia y autor, entre otros libros, de El Dios que no nació y Pensadores temerarios), el reaccionario es “el último otro”, un sujeto histórico poco estudiado, un “exiliado del tiempo.” En La mente naufragada, Lilla se propuso “comprender sus esperanzas y miedos, sus creencias, sus convicciones, su ceguera y, sí, su perspicacia.” Es justo reconocer que en ocasiones el reaccionario puede tener una lectura más lúcida sobre el presente que el optimista del progreso y el tolerante liberal porque no se hace ninguna ilusión sobre el mundo actual. Culpa a la modernidad de todos los males. Una modernidad, hay que decirlo, “cuya naturaleza es modernizarse a sí misma a perpetuidad.” Todos hemos sentido en algún momento una profunda inquietud respecto a ese avance ciego. La búsqueda del reaccionario de un porvenir nostálgico, sin embargo, también está condenada ya que su rebelión la dirige contra “la naturaleza del tiempo, que es irreversible.” El pasado fue y no volverá.
El zapatismo y el obradorismo son dos movimientos esencialmente reaccionarios. Tanto Rafael Sebastián Guillén (alias Marcos, alias Galeano) como Andrés Manuel López Obrador encabezan rebeliones críticas contra el presente. El primero (antiglobalizador y decrecentista) quisiera que volviéramos a un mundo de comunidades primitivas e igualitarias, mientras que el segundo ha apelado en sus cinco años de gobierno por el retorno al México del desarrollo estabilizador, a la etapa populista de Echeverría y López Portillo. Esa nostalgia, ante la crisis del presente, puede parecer revolucionaria. No lo es. Su pesimismo histórico alimenta su acción política reaccionaria. Alberga sobre la Historia una concepción mágica: “mi sola presencia basta para desaparecer la corrupción, ya no hay robos ni violencia, México está feliz, feliz, feliz.” Su visión del futuro se encuentra en el pasado. Menos en un pasado fechable que en un tiempo mítico de carácter religioso en el que los hombres eran hermanos y no existía la injusticia. “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos –dice el Quijote, otro reaccionario– pusieron el nombre de Dorado.”
¿Por qué los seguidores de un líder reaccionario lo siguen viendo como un progresista? Curiosa inversión de términos. Más curioso resulta que esta confusión se manifieste en la izquierda universitaria. Miran con nostalgia, señala Lilla, “los movimientos revolucionarios del pasado, y a veces hasta los estados totalitarios del siglo XX.” ¿Por qué? La democracia, mal que bien, se ha extendido a casi todo el mundo; las economías producen riqueza (y desigualdad); el liberalismo propició el triunfo de la revolución cultural (feminismo, derechos homosexuales). Lo que no ocurrió fue la Revolución. “Y no hay perspectivas de que vaya a ocurrir ahora”, señala Lilla en su libro. Ante la frustración de un presente que les incomoda, encuentran consuelo “en una paradójica nostalgia histórica, una nostalgia del futuro.”
Con la idea de que “la sociedad ideal siempre es posible”, se lanzan de cabeza a un pasado que ven con el rostro del porvenir. Pero, para desgracia de los revolucionarios nostálgicos, el pasado, pasado está.