¿Es un Estado del bienestar europeo una buena idea, y cuál es la relevancia política, económica y social de esta idea? Tras la crisis de 2008, las necesidades han cambiado, y los problemas de los ciudadanos europeos son muy concretos y tangibles, y en el sur de Europa, mucho más acuciantes: el aumento de los empleos temporales o parciales, trabajadores con menos derechos, la subida del paro juvenil, la baja remuneración de muchos trabajos, las dificultades de conciliar trabajo y vida familiar, el debilitamiento de los servicios de protección social, y por otra parte, a medio y largo plazo, la degradación de las condiciones de empleo y la falta de garantías de acceso a prestaciones sociales y jubilaciones a largo plazo.
Poco a poco se ha ido produciendo una creciente fractura social, que se observa a nivel nacional entre el norte y el sur de Europa en los ritmos de crecimiento, los niveles de desempleo y la deuda pública, la inversión pública, las prestaciones sociales… La desigualdad es un problema para la cohesión económica y social.
A grandes rasgos, hoy podemos hablar de una brecha económica entre el norte y el sur. Los países que más han sufrido con la crisis, los del sur de Europa, aún no se han recuperado, y son los que deben estar al frente de una reforma social. Los Estados del bienestar dependen de una economía en crecimiento, y si el desempleo persiste, como en el caso griego o español, los servicios públicos se ven visiblemente afectados, y la inversión pública permanece bajo mínimos.
Además, como señalaba ya en 1996 Tony Judt en su libro Una gran ilusión, en toda Europa los países (pero sobre todo en España e Italia) se enfrentan al envejecimiento de la población, con lo que cada vez más los jóvenes europeos deben mantener a una población envejecida con menos recursos. Por eso este modelo nacional de Estado del bienestar tiene los días contados, y sin embargo, es necesario, ya que supone un instrumento insustituible para alcanzar la cohesión social y la estabilidad económica en Europa.
Por otro lado, la crisis económica y las negociaciones del Brexit han puesto de relieve que existe un gran nivel de interdependencia entre los países miembros y una crisis en Grecia, España, Irlanda o Portugal tiene efectos en toda Europa. Sorprende que, si hemos sufrido una crisis durante los últimos 10 años, si existe un miedo por las incertidumbres de Brexit a nivel político y económico, si han revertido las desigualdades supuestamente superadas, y si a Europa la acechan desde dentro populismos y nuevos partidos euroescépticos que atacan y cuestionan el propio proyecto europeo, no hayan surgido más propuestas para la mejora de los servicios públicos mediante un sistema del bienestar a nivel transnacional, europeo.
Jürgen Habermas denunciaba en una conversación conjunta con Emmanuel Macron y Sigmar Gabriel que “la unificación europea se ha mantenido como un proyecto de élites porque las élites políticas han evitado involucrarse en un debate informado con el público sobre los escenarios alternativos para el futuro”. En el texto reivindican una solidaridad europea compartida: “una conciencia europea solidaria, bastante distinta de la conciencia nacional, (…) una buena disposición a sostener políticas europeas que sean auténticas políticas de redistribución transnacional”.
La última cumbre europea, celebrada el pasado mes de junio, apenas ha logrado un consenso para poner en marcha el respaldo del fondo de resolución bancaria y para apuntalar el Mecanismo de rescate (Mede), que empieza a dar los primeros pasos hacia un Fondo Monetario Europeo. Pero el pasado mayo, la Comisión propuso un presupuesto más flexible, pragmático y moderno para el periodo comprendido entre 2021 y 2027. Tras el Brexit, la UE necesita cubrir un agujero de entre 12.000 y 15.000 millones de euros por dos vías, o bien aumentando las aportaciones nacionales, o reduciendo el gasto en políticas de cohesión y desarrollo. Francia ha reclamado incrementar las aportaciones de los Estados miembro, que actualmente se sitúan en un 1% del PIB de la Eurozona, hasta un 2% anual, pero Alemania y los nórdicos no estaban de acuerdo. El presupuesto es claramente insuficiente, teniendo en cuenta el tamaño de la economía europea, y en el nuevo Marco Financiero Plurianual se elevaría solamente a un 1,11% del PIB de la UE-27, lo cual impide diseñar mejores políticas destinadas a financiar infraestructura social y económica que provea mejores servicios y no solo proponga “hacer más con menos”.
Otro pequeño paso acertado ha sido la reorientación de los fondos, que prevé nuevas ayudas para frenar el desempleo y para la integración de los inmigrantes, Erasmus+ y otros proyectos para la juventud, la investigación y la innovación. Esto ayudaría, por un lado, a mejorar la situación de los países con mayor porcentajes de paro y de migración, y a los jóvenes, a la vez que políticas tradicionales tales como la PAC y las políticas de cohesión se ven ligeramente reducidas.
No obstante, y como ya señalaba Tony Judt, “los programas de ayuda europea son un mero alivio externo institucionalizado, que corrige las deformaciones del mercado (…) sin hacer nada para alterar las causas de la disparidad. Europa del Sur, las periferias (Irlanda, Portugal, Grecia), la clase inferior económica y los inmigrantes constituyen por tanto una comunidad de desaventajados para los que la UE es la única fuente de ayuda”.
En este sentido, la gran apuesta de valor sería construir una cobertura comunitaria de créditos públicos, una propuesta de Habermas, Peter Bofinger y Julian Nida-Rümelin, que haga de nivelador en las economías y la calidad de vida de los ciudadanos de la UE. Se trata de ir más allá de enfoques partidistas limitados, y ofrecer soluciones comunitarias a los problemas económicos y a las necesidades de servicios y prestaciones sociales en un marco europeo regulado.
Solo mediante la profundización de la integración a un nivel político puede mantenerse una eurozona estable sin que se requieran interminables mecanismos de rescate y auxilio, que actúan como parches de un proyecto inacabado, y por lo tanto, deficiente, con importantes desequilibrios estructurales. Las políticas sociales transnacionales podrían convertirse en fortalezas creando estabilidad social y política en la eurozona y revirtiendo la crisis de legitimidad; generando no solo un valor añadido, sino un valor esencial, para las economías nacionales.
“Hemos perdido la confianza de la gente”, dice Emmanuel Macron, y no solo en temas económicos y presupuestarios, sino en el propio concepto de solidaridad y cooperación europea en asuntos como la inmigración, la seguridad y la defensa. Los Estados miembros no se ponen de acuerdo a la hora de cooperar y son incapaces de ofrecer respuestas comunes a problemas compartidos.
Resulta fundamental la importancia de Alemania a la hora de encaminar estas propuestas, y parece que en el gobierno alemán hay miedo de que cualquier propuesta pueda lograrse a costa de sus prestaciones sociales. Olaf Scholz, socialdemócrata y nuevo ministro de Finanzas, ha declarado que seguirá los pasos de su antecesor, Schäuble, conservador y uno de los impulsores de las políticas de austeridad en la UE. En este sentido Habermas se preguntaba: “:¿La reacción de, por ejemplo, la población alemana al sintagma ‘unión de transferencias’ significa que apelar a la solidaridad es algo destinado al fracaso?”
Europa solo puede contar con Francia, y Macron cuenta con el apoyo del presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, y de países como España, Portugal o Grecia. Más allá hay poca voluntad política para avanzar hacia una mayor integración a nivel político y social, o abordar problemas que pueden resolverse mejor colectivamente. La vida europea democrática actual es la vida apolítica de consumidores indiferentes, de políticas nacionales cortoplacistas y de una creciente oposición a una mayor integración. Esto degenera en políticas como el Brexit o en gobiernos nacionalistas, populistas y de extrema derecha. Frente a estas tendencias, la centralidad del Consejo Europeo en las políticas de la UE (de los Estados miembros) hace que las políticas europeas estén sujetas a las nacionales que no se implican en el bienestar de Europa en su conjunto.
Europa necesita un cambio de mentalidad política; dejar a un lado los prejuicios domésticos (en palabras de Macron, debemos cambiar los relatos nacionales falsos), y al mismo tiempo, hablar claramente sobre la situación económica en las economías rezagadas y proponer, desde el sur, nuevas políticas transnacionales. ¿Hemos olvidado cómo pensar políticamente a nivel europeo?
es periodista.