Una fila para votar en Tlalnepantla, Estado de México. Foto: Jorge Nuñez/ZUMA Press Wire

El largo camino en círculos hacia el voto

Una crónica de frustraciones, sinsabores y esperanza durante la llamada "fiesta de la democracia".
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Adriana y yo salimos a votar a una hora que consideramos temprana, con la presunción de que evitaríamos una larga espera. Por diversas circunstancias, mi esposa no había ejercido nunca su derecho ciudadano, ni siquiera durante la primera elección que compartimos, la de 2018, en la que no alcanzamos boletas.

Me apeé en avenida Coyoacán esquina con San Lorenzo, en la céntrica colonia Del Valle en la Ciudad de México, donde se ubicaba la casilla especial 4396. Eran las 9:45 de la mañana y una muchedumbre estaba formada en una fila de anillas enroscadas, de la que no se distinguían ni la punta ni la lengua. Recorrí la manzana para localizar el cabo, pero más que enrollada, la fila parecía cinta adhesiva. Tras una vuelta más, finalmente encontré dónde formarme. Para entonces serían las diez y no solo era el último, sino que lo era de una fila con cuatro giros.

Si bien tanta gente me hizo temer una larga espera, al advertir el ritmo con que avanzábamos, a sazón de unos cuarenta y cinco minutos por cuadra, le anuncié telefónicamente a Adriana, quien esperaba su turno en una casilla básica cercana, que saldría antes de la una de la tarde. No habíamos desayunado, ni tomado el infaltable café mañanero. Para colmo, había olvidado mi botellín de agua, pero ante la expectativa de una larga espera, parecía prudente no ingerir líquidos. Mejor deshidratarse que abandonar el lugar.

Desde temprano, habíamos notado que por las calles de la colonia circulaban personas de diversas edades vistiendo prendas con con algún matiz de rosa; no eran únicamente adultos, sino también jóvenes. Ya formado, vi incluso a un joven con pantalones rosa y una camisa a rayas del mismo color y a una chica que parecía entrenadora de fitness con una entallada camiseta rosa mexicano. En contraste, distinguí muy pocos asistentes en tonalidades guinda. Para algún observador prejuicioso, siendo la Del Valle un cubil de conservadores y fifís, sería previsible la presencia de tantas mujeres que lucían atildadas y dejaban estelas perfumadas a su paso, así como de hombres luciendo sus pectorales. Contra los estereotipos, era una casilla especial y la mayoría, además de no ser chilangos, tampoco vivía cerca. Si terminaron aquí, fue por suponer que alcanzarían las boletas. (Hago la acotación precisando las diferencias entre “casilla básica” y “casilla especial”: la primera se instala en una sección electoral  y en ella votan los electores residentes de esa área, las boletas no se agotan porque atiende al número de electores registrados en la lista nominal. Por el contrario, la “especial” se ubica en lugares de gran afluencia para permitir el voto de los ciudadanos que se encuentran fuera de su demarcación. En estas, el número de boletas es limitado –mil, en esta elección– y por ello suelen suscitar muestras de enojo.)

Me sorprendieron la gran concurrencia y el optimismo circundante. Más que cumplir un compromiso, necesario pero molesto, sobre todo bajo el inclemente sol que soportamos en plena avenida Félix Cuevas –las otras calles son arboladas y el sol no caía directamente–, parecía que aguardábamos la apertura de un concierto masivo. Únicamente faltaban los cánticos. Por doquier circulaban reporteros, influencers o aspirantes grabando con las cámaras de sus celulares la multitud, y no faltaba quien indicaba a sus espectadores: “no dejen de dar clic para seguirnos”…

Cerca del mediodía, apareció la preocupación de si alcanzaríamos boleta. Ya había muestras de impaciencia. Una muchacha de Chiapas consideró trasladarse a otra casilla especial ubicada en Centro Médico. Un joven de Oaxaca, quien se encontraba detrás de mí, salió de su mutismo para informarnos que se encontraba despierto desde la madrugada y que había recorrido diversas casillas especiales, por lo cual podía decir que la de Centro Médico estaba imposible. Opinó que en Popotla habría suficientes boletas. Un hombre maduro y bermejo, enfundado en un traje de motociclista, cuyo acento norteño en principio confundí con el cachanilla, dijo que venía del centro y que allá había más personas congregadas, que dudaba que la chica encontrara lugar en Isabel la Católica, otra de las posibilidades sopesadas.

La multitud parecía una muestra demográfica. Había jóvenes que apenas rebasaban la veintena, muchachos en su segunda o tercera elección y adultos que rondaban la cuarentena, incluso ancianos acompañados por sus nietos. Y aun cuando la mayoría no habíamos desayunado ni, en muchos casos, tenido tiempo para un baño, sin importar las incomodidades ni la incertidumbre, nadie se daba por vencido. Me convencí de que la democracia era, efectivamente, una fiesta y no una cursi fórmula retórica.

Antes de las dos de la tarde, comenzaron a circular noticias alarmantes. Por X me enteré de que la casilla especial del Claustro de Sor Juana ya había cerrado, provocando protestas. Adriana, quien había votado desde cerca de la una y había vuelto a nuestra casa, me llamó para informarme de que en la televisión habían trasmitido imágenes de mi casilla, señalándola como problemática, porque las boletas resultarían insuficientes para los casi dos mil electores que aguardábamos. En la fila se propalaban más infundios: que permitirían dos mil votantes, pero que serían los marcados con un número en el brazo, el cual, me enteraría poco después, no era oficial ni asignado por un representante del INE, sino por un ciudadano entusiasta y bien intencionado. Y aun cuando comenté la imposibilidad de que votáramos dos mil porque el cartel de la casilla advertía que solo había mil boletas, la gente continuó formada. La esperanza y la tenacidad se imponían sobre la aritmética.

No faltaba quien pasara señalando que ya quedaban pocas boletas y que no alcanzaríamos a votar. Una mujer se acercó con un policía aconsejando que nos retiráramos y buscáramos otro enclave porque no teníamos posibilidades, lo cual provocó suspicacia, ¿era cierto o pretendía disuadirnos de votar?

Para las 2 de la tarde, llevaba más de cuatro horas formado y aun cuando algunos se habían retirado –la chiapaneca decidió aventurarse a la Central de Abastos, y quienes conversaban con ella también se marcharon–, la mayoría perseveraba, con suficiente ánimo para no lamentar las horas de espera. El motociclista, que era de Sinaloa y no bajacaliforniano, comentó que ya no haría nada, ni siquiera iría a comer, pero que valía la pena haber invertido su día en ir a votar.

Poco antes había pasado un joven ofreciendo botellines de una marca de tonalidades rosáceas, aunque dudo que fuera intencional. Sediento, tomé uno y bebí aliviado. De inmediato, receloso, pensé que no debí aceptar agua de un desconocido. Me consoló saber que, al menos en rededor, todos lo habíamos hecho. Advertí su automóvil Civic estacionado en plena avenida Coyoacán, al que volvió varias veces para extraer de la cajuela nuevos paquetes y continuar su labor. ¿Solidaridad, un gesto de amabilidad, un acto proselitista? Me intrigó esa demostración cívica y solidaria. Más tarde, una mujer, cuya vestimenta delataba su pertenencia a algún credo protestante, ofreció pequeñas tortas que extrajo de un morral. No me tocó ninguna, pero otro oaxaqueño, este programador de videojuegos, me ofreció una mordida de la suya, que no acepté.

Eran casi las 5 y el entusiasmo menguaba. Varias personas se habían retirado y noté que los rostros vecinos eran extraños. La mayoría nos habíamos sentado en los quicios de la banqueta o de las paredes con señales de agotamiento. Un hombre en su treintena, enfundado en una playera de la selección de futbol, se salía impaciente y caminaba externando proclamas, especulando sobre la lentitud, y presumiendo que todos votaríamos contra la continuidad. Mi teléfono languidecía sin batería y mejor lo apagué. Debía reservarla para comunicarme con Adriana.

Había notado el espíritu cívico y el buen humor de mis vecinos, que nadie preguntaba por quién votaríamos ni mucho menos intentara entablar polémica o descartar al otro por su origen. La jocosa convivencia entre unas chicas de Monterrey y el programador oaxaqueño parecía contradecir esas pullas tan frecuentes en redes entre oriundos de lugares tan opuestos. Entonces, el otro joven oaxaqueño, quien siempre lució circunspecto e inmerso en sus pensamientos, salió de la fila e interpeló al aspirante a orador, y le dijo que no incitara a la gente a ir a arremolinarse a la entrada porque solo perjudicaría a quienes estaban formados y que otros, siguiendo su ejemplo, se amotinaran. Por otra parte, este hombre de verde –¿confundía a la selección con la patria y se imaginaba enfundado en un patriótico uniforme?–, continuaba suponiendo que todos rechazaban a Morena y ya alertaba de un fraude, como si el lento avance resultara intencional.

Ahora la amenaza ya no era únicamente la falta de boletas, sino la carrera contrarreloj. Para aclarar rumores, decidí explorar por mi cuenta la manzana y así calcular cuántos éramos en la fila. Tras el recorrido, conjeturé que sí alcanzaríamos lugar. El problema era la hora, la fila no avanzaba desde hacía más de veinte minutos, y cerrarían a las 6. Pese a esta conciencia, nadie quería abandonar. Algunos gritaban que era ya asunto de orgullo, que si llevábamos más de ocho horas ahí, bien podríamos esperar unos minutos más. Mi única duda era cómo en otras casillas especiales, con menor asistencia y la misma cantidad de boletas, estas se habían acabado rápidamente, mientras aquí la circulación era tortuosa, como si debiéramos atravesar los círculos infernales para alcanzar la luz del voto. ¿Abrieron tarde? ¿A qué se debía tal morosidad?

Poco antes de la hora marcada, aparecieron una reportera y un camarógrafo. Como estimulados por dicha presencia, muchos corearon al unísono “¡Queremos votar, queremos votar!”, mientras el aficionado arengaba y gritaba, feliz de que una cámara captara su patriotismo. Ante el plazo inminente, decidí dirigirme a la entrada.

Para informar a los impacientes espectadores congregados en la puerta, salió un observador ciudadano; “sí, seguirían recibiendo votantes hasta después de las 6 porque aún había boletas, pero anunciarían cuando se acabaran”. Volví a mi posición, y como mensajero de una batalla, trasmití el mensaje esperanzador a mis vecinos. Compases marciales interpretados por una banda local resonaron en las cercanías, indicando el cierre de la casilla básica ubicada en una escuela pública a escasos metros de donde aguardábamos. De pronto pareció claro que ya no votaríamos. Acompañado del motorista, fuimos otra vez a indagar a la zona de acceso a nuestra casilla, en la escuela Miguel Alemán. Por la calle, escuchamos a un joven comentar por su teléfono móvil que la gente estaba muy molesta e indignada porque no la dejaban votar. Finalmente, llegamos a la puerta. Custodiada por policías a cada lado, solo se abría para dejar salir a los votantes. Nadie más ingresaría. A las 6:25, tras una espera de casi nueve horas, comprendí que nunca votaríamos, y pese a mi frustración, me rendí. Mi compañero de trinchera anunció su retiro, que ni volvería a la fila, pero le comenté que debíamos informar la noticia. Regresamos y nos despedimos, entrechocando los nudillos.

Detrás nuestro, quedaba el rumor de la batalla. Azuzada por la presencia de la televisora –el camarógrafo había cambiado su celular por una aparatosa cámara que semejaba una bazuca– la muchedumbre gritaba “Queremos votar, queremos votar!”, y un hombre enfatizaba “¡Llevo cuatro horas formado!”; desde el fondo, en una coreografía instantánea, una mujer corregía, o acotaba, “¡incluso más de diez!” La fiesta se terminaba y el after presagiaba manifestaciones.

Como si fuera mi particular homenaje al centenario de Franz Kafka, había pasado mi domingo en una espera inútil –como el personaje de El castillo, que emplea ese día para subir la colina–, sin comer, sediento, fatigado –yo, que, he desistido de acudir a festivales de rock porque no me imaginaba parado durante diez horas–, con el único aliciente de votar, convencido, como todos, de que así como los guiños de una mariposa barruntan tempestades planetarias, mi voto podría inclinar la elección. En cambio, al igual que K, regresaría a casa sin haber conseguido mi misión, con mi dedo impoluto y el humor retinto de amargura. No obstante, me dio gusto constatar la gran concurrencia, la enorme voluntad por votar y que los ciudadanos de todas las edades lucían convencidos de que el sufragio es la única forma de intervención política. No presencié actos de corrupción ni de proselitismo, salvo el del charlatán mencionado. Incluso escuché charlas apuntando la necesidad de pluralidad en el Congreso. Por un momento tuve la impresión de que en este México esencialmente polarizado –así entiende la democracia el populismo, siguiendo las enseñanzas del fascista Carl Schmitt –, la convivencia cívica era posible y que aunque las diferencias ideológicas nos separen, hay una convicción que nos une. Estaba seguro de que esta sería la mayor votación de la historia y que no todos los presentes habíamos esperado tantas horas para anular el voto ni refrendar la continuidad. Esa imagen aprehende la esencia de la democracia, y atestiguarla me demostró que, después de todo, la espera no había sido totalmente infructuosa. ~

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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