Al este del paraíso: la normalidad del mal

En La zona de interés, Jonathan Glazer nos acerca a la perspectiva de los verdugos. A través de la representación fría, casi clínica, de la rutina en el campo de concentración, podemos comprender cómo una familia mediocre normalizó la aberración.
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Cierto tabú señalado por Jean-François Revel prohíbe plasmar los actos del nazismo por miedo a inocular su virulencia. Para referir sus atrocidades, solo la indignación y la retórica vituperante parecieran válidas mientras se ocultan los hechos y las circunstancias que propiciaron su aparición y aceptación. Por supuesto, tal reprobación –que mucho tiene de gazmoñería– no se limita a la ficción sino que se extiende hacia la propia tarea histórica, como demuestran las reprobaciones de los estudios históricos de Ernst Nolte, a quien se le acusó de justificar el Holocausto, o la censura que el propio Revel sufrió por entrevistar a un antiguo colaboracionista del gobierno de Vichy.

Las representaciones fílmicas del genocidio no escapan a esta prohibición y suscitan polémica entre los críticos. Sucedió con La lista de Schindler (Spielberg, 1993), con La vida es bella (Benigni, 1997) y con El hijo de Saúl (Némes, 2015). Fueron acusadas de edulcorar, minimizar o por el contrario enaltecer la ideología nazi. Y aunque se trataba de una novela y no de una película, la publicación en 2014 de La zona de interés no se libró de esos aullidos corales. Mientras en el orbe anglosajón fue bien recibida y ponderada, incluso como una de las mejores escritas por Martin Amis, varios críticos germanos la consideraron una broma de mal gusto cuando no una franca obscenidad por su tema. Uno consideró absurdo situar ese triángulo tragicómico en Auschwitz y otro la tildó de provocación vulgar, prácticamente una payasada guarra. ¿No es sintomático que fueran Alemania y Francia –la mala conciencia de esta nación la señaló Revel– los países que intentaron impedir su traducción y edición? ¿Cuál era el gran pecado de Amis? ¿Imaginar un romance entre nazis o la perspectiva? De hecho, para el reseñista de Der Spiegel, que declarara haber escrito sobre los campos de exterminio era una vil fanfarronada del autor,

{{ “Un farol que intenta apoyar la audaz pretensión de Amis de haber escrito una novela sobre Auschwitz”. Von Hans-Jost Weyandt, “Auschwitz? Da lach ich doch”, publicado en Der Spiegel, 4 de septiembre de 2015. Nótese el “ingenioso” título: ¿Auschwitz? No me hagas reír?, y el más burdo subtítulo, “Holocaust-Pulp von Martin Amis” [“El holocausto-pulp de Martin Amis”]. }}

pues ¿cómo una obra que presentaba a los verdugos como seres humanos podría considerarse “novela del Holocausto”?

¿Qué hay en esa escritura, en esa mirada, que parece tan obscena, tan reprobable para quienes se arrogan la misión de imponer un criterio moral para las representaciones? Por principio, la historia –y la denomino de este modo porque es el sustento tanto de la novela, discurso primario, como de la cinta homónima, discurso secundario– se concentra en la vida cotidiana en Auschwitz. Sin embargo, en vez de describir las tareas genocidas –donde sí cabría la acusación de obscenidad, como aplica para los filmes que se esmeran en escenificar la tortura–, prefiere narrar una pasión trágica, explorando la veta de las fabulaciones kitsch sobre el alma romántica alemana, sin incidir en la monstruosidad de los actos que realizan. Y aquí, preguntaría, ¿por qué reprochar, inclusive, que Amis recurra a versos de Celan para urdir su sátira? ¿No acaso en “Fuga de muerte” se plantea una normalidad aberrante y se alude a la afición artística del comandante, a sus ensueños eróticos y amorosos? Más aún, ¿no acaso Jean-Luc Godard, al reprobar La lista de Schlinder asentó perentoriamente que lo importante sería una obra cuyo eje focalizador fuera el punto de vista de los verdugos?

Si Amis aceptó el desafío y escribió una novela de enredos eróticos, con los personajes como narradores, demostrando que esos monstruos impresentables en realidad compartían nuestras emociones –cabe hablar del kitsch que presenta a los nazis como perturbados, para muestra citaría Bastardos sin gloria (Tarantino, 200), lo cual conjura la posibilidad de reconocer la ubicuidad del mal–, la adaptación fílmica va más allá. Jonathan Glazer no solo retoma el ángulo narrativo, la interioridad de la familia del comandante, sino que cala más profundo –bajo la piel– por su elección focalizadora. Rodada como si se tratara de un espectáculo de telerrealidad, el cineasta denominó al proyecto “Gran hermano en la casa nazi”. Sin ninguna indicación, los actores desempeñaron sus escenas frente a las impertérritas cámaras colocadas en diversos puntos de la residencia y alrededores. Esta estrategia visual de raigambre clínica –y cínica, por el distanciamiento– se complementa con la decisión de omitir las atrocidades. Otra es su arma retórica, la reticencia: indicar mediante sonidos las acciones que acontecen detrás de ese gran muro que separaba un campo del otro.

Si Amis –un estudioso de la pulsión totalitaria, no olvidemos que es autor de Koba, el temible– se propuso mostrar que esos seres considerados paradigmas de la inhumanidad fueron capaces de vivir las grandes pasiones en las que el romanticismo cimentó sus ideales, y con ello recordarnos su normalidad (“Porque soy un hombre normal con necesidades normales. Soy completamente normal”, razona el comandante Doll), la propuesta fílmica es que el espectador participe de la cotidianidad de esa casa familiar. Las tomas a gran distancia, planos abiertos, por lo regular fijos, desplazamientos y recorridos en línea recta para familiarizarnos con la espacialidad, y una poética que no cede nunca a la estetización –de ahí también el uso de una iluminación natural–, diálogos lacónicos y sobre todo la banda sonora, obra de Mika Levi, compuesta por gritos, disparos, exclamaciones de dolor, taconeo de botas y sonidos de maquinaria que insinúan que el exterminio fue un acto de macabra industriosidad, inducen a que el espectador determine –en su imaginación– de dónde procede y a qué corresponde cada sonido, como ocurría en El hijo de Saúl. Para contrarrestar la tópica del Holocausto, lo mejor es renunciar a la previsibilidad plástica, a aquello que se ha visto anteriormente. Con precisión quirúrgica y sagacidad creativa, Glazer nos convierte en partícipes. Merced al reconocimiento auditivo de las imágenes que perviven en nuestra memoria, como si recordara experiencias propias y no vicarias, el espectador reconstruye, actualiza, el horror de la Shoah.

Si Godard consideró que uno de los grandes pecados de Hollywood fue permitir que Spielberg edulcorara el exterminio con su reconstrucción de Auschwitz y su apelación al sentimentalismo, Glazer nos acerca a la perspectiva de los verdugos. Compartimos su horizonte. Solo merced a esa interiorización podemos rememorar el horror, encarnarlo; en suma, adquirir conciencia del otro. ¿No era esta también la comprensión de la alienígena a la que personificaba Scarlett Johansson en Bajo la piel (2013)? Adoptando la visión humana –en su filme anterior, el director también recurrió a una estrategia cercana al documentalismo, emplazando cámaras ocultas–, esa criatura comprendía a la humanidad porque adquiría conciencia y se redimía mediante la encarnación.

La rutina familiar en el campo transcurre entre actividades placenteras: días de campo, cabalgatas, reuniones para tomar el té y chismear, festejos en la alberca. El melancólico Rudolf Höss (Christian Friedel), enfundado en su traje de blancura impecable que contrasta con el rojo de las amapolas, recuerda a Jay Gatsby, quien en sus apoteósicas fiestas se mantenía expectante. Por el contrario, Hedwig (la extraordinaria Sandra Hüller) aparece sumamente atareada. Auténtica comandante doméstica, dispone las maniobras de la casa, sea la revisión de las prendas que recibe puntualmente o las tareas de jardinería. Ello no impide que se dé tiempo para charlar con sus amigas sobre su prosperidad. Mientras restringe nuestro horizonte el omnipresente muro, en el que apenas medra una raquítica yedra –aunque la previsora matrona señala que pronto crecerán y cubrirán completamente esas vallas–, la apacible vida de lo que luce como una familia modélica se muestra minuciosamente: un paterfamilias acompañado de su esposa, sus cinco hijos y su numerosa servidumbre, quienes van de día de campo, se bañan en el río Sola, pescan, toman café o un aperitivo, festejan el cumpleaños paterno, nadan en la piscina, se asolean, cabalgan como si fueran los dueños de una plantación –no casualmente se topan con un grupo que realiza labores en el sembradío, aunque más que verlos escuchan su vocinglerío–, cultivan su jardín, presumen sus flores y sus frutos. Un espectador desprevenido –que en esta época de curiosidad blanda abundan– no captará la intencionalidad, considerará el asunto hueras trivialidades y concluirá que definitivamente no hay trama, ¡vaya aburrimiento, terrible tomadura de pelo! Un espectador ideal, en cambio, entenderá las referencias: la procedencia de esas prendas y objetos elegantes –abrigos, perfumes, joyas–, ese diamante oculto en el tubo del dentífrico, la alarma ante la dentadura encontrada en las aguas del Sola, la pulsión neurótica de lavarse, desinfectarse la zona púbica después de entrevistarse con una muchacha judía de larga trenza que recuerdan a la Sunamita del poema de Celan.

Banalidad de la vida cotidiana de los verdugos –aquí es un auténtico paraíso, acota la señora Höss a su marido cuando este le informa que se trasladarán–, y banalidad del mal en la formulación de Hannah Arendt. A diferencia de la pareja, que se ha acostumbrado a los gritos, a la violencia, a la crueldad del genocidio, quienes aún no tienen la conciencia adormecida no lo soportan. Por ello, la sirvienta necesita alcoholizarse, la madre sale huyendo incapaz de soportar los gritos y el permanente resplandor del cielo nocturno como recordatorio de un horno más cruel que el de la bruja de Hansel y Gretel, el niño pequeño abandona sus juegos de guerra tras escuchar a qué suena realmente la heroica guerra que su hermano mayor, miembro de las Juventudes Hitlerianas, le relata. Y mientras la señora Höss presume su bien cuidado jardín y sus posesiones a su asombrada madre o sus envidiosas amigas, Rudolf Höss, sempiterno subordinado, sea dentro del matrimonio –duermen en camas separadas, ella le ordena que se mude él– o en la maquinaria burocrática, apenas si expresa su parecer, parsimonioso ante el torrente de charlatanería de su esposa o atento escucha ante de las innovaciones del horno circular crematorio. Únicamente adquiere elocuencia cuando informa por teléfono de la aplicación de los planes; asiste a las reuniones de la jerarquía del Reich, quienes deliberan la solución final como si fuera una reunión empresarial; o durante una llamada en la que refiere a Hedwig sus apuros para resolver más eficazmente su tarea. La banalidad no es la trivialidad con que ella considera la vida en Auschwitz –“ni en nuestros sueños más grandes pensamos que íbamos a vivir así”, le recuerda a su marido–, sino la indiferencia con que los involucrados enfrentan su inhumana misión. Es significativo que refieran con frialdad, como si fuera un problema de ingeniería o de administración, la necesidad de realizar un exterminio más eficaz. El arquitecto que expone las virtudes de su nuevo diseño llama “unidades” a los cadáveres. Höss cuenta sus tribulaciones: “Solo pienso en cómo gasear a todos… el techo es muy alto”. La racionalidad se ha reducido a la técnica sin ponderar una valoración ética. La ley kantiana se decanta no en su aceptación, que implica un juicio particular, sino en la obediencia ciega. Ese es el desafío; diría Arendt:

El mal nunca es “radical”… solo es extremo, y… no posee ni profundidad ni dimensión demoníaca alguna… Es “desafiante al pensamiento”… porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a las raíces, pero en el momento en que se ocupa del mal, se frustra porque no hay nada. Esa es su “banalidad”.

Es aquí donde florece en todo su esplendor la estrategia de Glazer: a través de la representación fría, casi clínica, de la rutina en el campo de concentración desde el otro lado, podemos comprender cómo una familia mediocre, cuyos anhelos compartían los valores burgueses, normalizó la aberración. Y entendemos también cómo un militar devenido burócrata acepta las órdenes y las cumple sin sopesar su moralidad. Es la incapacidad de cuestionar mandatos que contravienen la ética, nuestra percepción del bien y el mal, o de interpretarlos torcidamente, como hiciera Eichmann. Esa mentalidad que privilegia la eficiencia sin detenerse a pensar en los principios es distintiva de los totalitarismos, donde la burocracia anula al individuo, según revelara Arendt en Los orígenes del totalitarismo. Ciertamente varias películas aprovecharon las ideas de Eichmann en Israel, en la que se acuñó esa frase hoy emblemática –como Eichmann (Robert Young, 2007)–, pero Glazer, al obligarnos a mirar –como rezaba el título de Ven y mira (Klímov, 1985), que enfrenta al espectador a los horrores de la Segunda Guerra Mundial–, nos compele a conmovernos, a no ser indiferentes. No hay, en esta cinta, manera de ignorar lo que está ocurriendo detrás del campo invisible. Con el muro como único horizonte, con los gritos de las víctimas, con las risotadas ebrias de los verdugos, con los estampidos de los fusilamientos, no es posible taparnos los oídos, como el protagonista de El grito de Edward Munch, ni de apartar la vista. El rojo de las amapolas es la el color de la sangre velada. Y es por ello que se vuelve más presente al punto de ocupar una parte de nuestra sique. De invadir nuestra corporalidad con su ausencia de representación. Solo así el mal pasa de la superficie a la reflexión; a convertirse en un reflejo de la humanidad. ~

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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