Hay un momento fundacional de la política española reciente. Una imagen que resume el fin de una época: el bolso de la entonces todavía vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría descansa sobre el escaño del entonces todavía presidente del Gobierno. Es 31 de mayo de 2018 y el Congreso acoge la sesión vespertina del debate de la moción de censura presentada por el PSOE contra Mariano Rajoy. El político gallego está en ese momento en el reservado de un restaurante madrileño. En el Arahy le arropan algunos de sus colaboradores más fieles, entre ellos están María Dolores de Cospedal o Fátima Báñez.
El presidente del PNV le envía un mensaje a Rajoy: “me localizó Andoni Ortuzar para anunciarme lo que ya sabía y no me llegaron más mensajes porque la cobertura del teléfono era pésima”. Lo que ya sabía, y lo último que supo esa tarde, es que lo iban a desalojar del Gobierno con el apoyo de los nacionalistas vascos. El expresidente lo explica en Una España mejor, el libro en el que repasa sus siete años en el Palacio de La Moncloa. Un texto sin grandes alardes estilísticos, ni grandes revelaciones. Un libro en el que Rajoy es más Rajoy que nunca.
“Me gustan todos los deportes, como me gusta leer el Marca, por más que este hecho parezca irritar extraordinariamente a algunas personas, que deben de ser muy restrictivas en sus lecturas”, dispara ya en uno de los primeros capítulos. El expresidente parece conocer a su público y sabe lo que hay que darle. Pero Una España mejor es sobre todo la visión de un hombre que ya está fuera de la política y que no parece tener ansias de venganza. No hay intrigas palaciegas, ni pullas contra su archienemiga Esperanza Aguirre, pero sí algún dardo al hombre que lo designó como su sucesor.
Mariano Rajoy recuerda los días posteriores a los comicios de diciembre de 2015: “Al día siguiente de las elecciones, cuando en la dirección del partido estábamos ocupados en lo prioritario, que era intentar la formación de gobierno, el expresidente José María Aznar se presentó ante el Comité Ejecutivo del partido, algo que había hecho en escasísimas ocasiones, para solicitar un Congreso abierto del PP”. Rajoy asegura que llegaron a ofrecerle su puesto hasta a cuatro ministros de su gabinete: “a mi juicio, hay que tener tanta osadía como ignorancia para ir ofreciendo alegremente la presidencia del Gobierno de España por los restaurantes de Madrid”. Y hasta ahí más o menos llegan los (leves) ajustes de cuentas.
El exmandatario se mantiene fiel a las siglas del PP y tampoco parece tener demasiadas ganas de hacer autocrítica. Defiende la limpieza de sus ejecutivos sin ahondar en el lodazal de la trama Gürtel. “La corrupción fue nuestro talón de Aquiles”, reconoce, pero no hay referencias a episodios como los SMS que envió al extesorero popular Luis Bárcenas. Afirma Rajoy que siempre quiso respetar la presunción de inocencia y lo máximo que concede es un “admito que puedo no haber acertado siempre”.
La parte más interesante del libro es en la que habla sobre el desafío independentista catalán. El expresidente arranca el relato en los años del Estatut, lo señala como la semilla que hizo germinar el procés. Una planta carnívora que estuvo a punto de devorarlo. Mariano Rajoy rememora los encuentros públicos con Artur Mas en La Moncloa y los privados en su casa de Aravaca, citas previas a la consulta soberanista del 9 de noviembre de 2014. Revela cierta impotencia ante un problema que no pudo arrancar de raíz.
Rajoy nunca llegó a entenderse con Mas, y mucho menos con Carles Puigdemont, al que había conocido en la inauguración del AVE a Girona cuando era el “estrafalario alcalde” de la ciudad. Su opinión sobre Puigdemont no mejoró cuando este ascendió a la presidencia de la Generalitat. El expresidente recuerda con estupor la respuesta que el catalán le dio cuando le preguntó si pensaba que de verdad él iba a autorizar un referéndum de autodeterminación: “No lo vas a autorizar, porque, además, no puedes”.
Entre el 7 y 8 de septiembre de 2017 y el 27 de octubre España se asomó al abismo, pero el entonces jefe del ejecutivo no pulsó el botón rojo del Estado hasta el último suspiro. Rajoy defiende que el artículo 155 de la Constitución es un mecanismo extraordinario que solo podía aplicarse cuando se llegara a un escenario de no retorno. Un umbral que el Govern cruzó tras el referéndum ilegal del 1 de octubre y la declaración unilateral de independencia aprobada y suspendida en cuestión de segundos en el Parlament nueve días después. “En algún momento de aquella noche pensé que hasta para declarar la independencia y perpetrar una ilegalidad de esa magnitud conviene ser una persona seria”, afirma en las páginas de Una España mejor.
El expresidente asegura que aquella jornada tomó la determinación de implementar el 155 y que, en contra de lo que se ha publicado, una convocatoria de elecciones anticipada no habría frenado la intervención de la autonomía catalana. “Es probable que aquellos días de octubre de 2017 fueran los días más difíciles de mi etapa de Gobierno, más incluso que en los angustiosos días del rescate cinco años antes”, confiesa un Rajoy al que se intuye exhausto.
La gestión de los momentos más críticos del procés se produjo al final de su estancia en La Moncloa, el inicio estuvo marcado por el otro gran dolor de cabeza de su mandato: la grave crisis económica que se encontró al llegar a la presidencia. La economía es la cuestión a la que más páginas dedica en sus memorias. Dice el expresidente que su única opción siempre fue elegir “entre lo malo y lo peor”, y confiesa que la reforma laboral es una de las medidas aprobadas por su ejecutivo de la que más orgulloso se siente.
Mariano Rajoy habla de decisiones extraordinarias en medio de aquel 2012 en el que la crisis azotó con crueldad a la eurozona, en el que Grecia, Portugal, Italia o España estuvieron al borde del precipicio. El verano de la Eurocopa de fútbol disputada en Polonia y Ucrania. El mismo verano en el que España no solicitó el rescate soberano, pero sí el rescate bancario.
El 10 de junio el entonces presidente compareció ante los medios para explicar que el país había pedido ayuda a sus socios europeos para sanear la banca, e inmediatamente después voló a Polonia para asistir al primer partido del torneo. Siete años después conocemos la razón: “había contraído un compromiso previo con el entonces primer ministro polaco, Donald Tusk, que me había pedido encarecidamente que asistiera al encuentro inaugural de la Eurocopa en Gdansk, su ciudad natal. Me había comprometido con él y allí estuve a pesar de las críticas. No fue un viaje cómodo ni ocioso”. Aquella Eurocopa terminó ganándola España tras imponerse a Italia en la final por cuatro goles a cero. Rajoy lo celebró en el palco del Estadio Olímpico de Kiev.
Lara Hermoso es periodista en RNE.